5 de diciembre de 2013: fallece Nelson Mandela, político, abogado y presidente sudafricano, premio nobel de la paz en 1993 (n. 1918).
Nelson Rolihlahla Mandela dirigió a Sudáfrica en su emancipación del gobierno de la minoría blanca y se convirtió en un símbolo internacional de dignidad y tolerancia
Mandela había dicho hacía mucho tiempo que quería una salida discreta, pero el periodo que pasó este verano en un hospital de Pretoria fue un clamor de disputas familiares, medios de comunicación ávidos de noticias, políticos en busca de atención y un derroche nacional de afecto y duelo. Al final, Mandela falleció en su casa, a las 20.50 hora local (19.50 hora peninsular española), y será enterrado, de acuerdo con sus deseos, en la aldea de Qumu, donde se crió. A principios de julio una orden judicial decretó que se volvieran a enterrar allí los restos exhumados de tres hijos suyos y de esa forma puso fin a una pelea familiar que había causado sensación en los medios.
La lucha de Mandela por la libertad le llevó desde la realeza tribal hasta la liberación clandestina y de allí a trabajar como preso en una cantera, para culminar en el despacho presidencial del país más rico de África. Y entonces, al acabar su primer mandato, a diferencia de tantos revolucionarios triunfadores a los que consideraba almas gemelas, rechazó presentarse a la reelección y de buen grado entregó el poder a su sucesor democrático.
La pregunta más habitual a propósito de Mandela era cómo, después de que los blancos habían humillado de forma sistemática a su pueblo, habían torturado y asesinado a muchos amigos suyos y le habían mantenido encerrado en prisión 27 años, podía tener tal ausencia de rencor.
El gobierno que formó cuando tuvo la oportunidad de hacerlo fue una fusión inimaginable de razas y creencias, que incluía a muchos de sus antiguos opresores. Al ser nombrado presidente, invitó a uno de sus carceleros blancos a la toma de posesión. Mandela venció su desconfianza personal, rayana en el odio, para compartir el poder y un Premio Nobel de la Paz con el presidente blanco que le había precedido, F. W. de Klerk.
Como presidente, entre 1994 y 1999, dedicó grandes energías a moderar el resentimiento de su electorado y a tranquilizar a los blancos que temían la venganza.
La explicación de esa ausencia de rencor, al menos en parte, es que Mandela era algo que escasea entre los revolucionarios y los disidentes morales: un hábil estadista, que no tenía problemas para hacer concesiones y se impacientaba con los doctrinarios.
Cuando se le hizo esa pregunta a Mandela en 2007 —después de un tormento tan salvaje, ¿cómo controla el odio?—, su respuesta fue casi desdeñosa: "El odio enturbia la mente. Impide ejecutar una estrategia. Los líderes no pueden permitirse el lujo de odiar".
En sus cinco años de presidente, Mandela, pese a seguir siendo una figura venerada en el extranjero, perdió algo de brillo en su propio país, en sus esfuerzos por mantener unida a una población dividida y convertir un díscolo movimiento de liberación en un gobierno creíble.
Algunos negros —entre ellos Winnie Madikizela-Mandela, su exmujer, que logró un importante grupo de partidarios entre los más descontentos-— se quejaron de que no se había dado suficiente prisa en estrechar la amplia brecha entre la mayoría negra pobre y la minoría blanca acomodada. Algunos blancos dijeron que no había sabido controlar el crimen, la corrupción ni el amiguismo.
Desde luego, Mandela había empezado a prestar menos atención a los detalles de gobierno y había traspasado las responsabilidades diarias a su segundo, Thabo Mbeki, que le sucedería en 1999. Pero casi todos sus compatriotas tenían claro que, sin su autoridad patriarcal y su astucia política, Sudáfrica habría podido muy bien hundirse en una guerra civil mucho antes de alcanzar su imperfecta democracia.
Después de abandonar la presidencia, Mandela llevó el peso de esa categoría moral a otros lugares de todo el continente, como mediador de paz y como defensor de aumentar las inversiones extranjeras.
© 2013 New York Times
News Service. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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