Aconsejó al Papa en las negociaciones entre Cuba y EE UU y tiene mucho que ver en el distanciamiento pontificio de los disidentes
El amor a la patria es agnusdéi en la vida del cardenal Jaime Ortega, que asciende el Gólgota cubano con la cruz a cuestas desde que un recluta revolucionario le recibiera en un campo de internamiento de homosexuales, curas y sospechosos, en 1965, “pidiendo que me partiera un rayo”. Llovía a cántaros durante su ingreso en un reclusorio llamado Unidad Militar de Ayuda a la Producción (UMAP). Ortega cumplirá 79 años en octubre, pero cuando la imprecación era un pipiolo en asuntos sacerdotales y humanos. En aquel encierro de ocho meses aprendió lo que no está escrito en los libros de Teología. Seráfico exponente de la diplomacia vaticana, sabe todo sobre conversaciones de sacristía. Aconsejó al Papa en las negociaciones entre Cuba y Estados Unidos y ha sido su orientador durante el viaje del Santo Padre a la isla. Tiene mucho que ver en el distanciamiento pontificio de los disidentes.
Como no hay resurrección sin cruz, Jaime Ortega lleva el madero con presteza pues le mueve la devoción cuando lo siente pesado, cuando le imputan mansedumbre y complicidad con el castrismo y le piden que la Iglesia que peregrina en Cuba se atreva a echar a los mercaderes del templo. Pero el cardenal tiene su propia brújula. Sin aplicarla, no olvida la recomendación de monseñor Agustín Román, primer prelado cubano de EE UU, durante su primera visita a Florida, en 1995: “En tus homilías, hablas de reconciliación. No menciones esa palabra en Miami’". Siguió pronunciándola porque cree en ella y la pidieron los tres papas que ha recibido en Cuba.
Hincha de Jorge Mario Bergoglio durante las congregaciones generales previas al Cónclave que sentó en la silla de Pedro al argentino, el arzobispo de La Habana fue feliz siendo párroco de la ciudad de Matanzas, pastoreando un rebaño diezmado durante los años de trinchera miliciana contra Estados Unidos. Ordenado sacerdote en 1964, fue arzobispo en 1979 y cardenal en 1994. Ha sido presidente de la conferencia episcopal cubana Cuba en tres periodos consecutivos, oficialista por conveniencia y camarlengo de los intereses vaticanos a tiempo completo.
Al salir de la UMAP, con un doctorado sobre la condición humana, su padre quiso enviarle en España porque en la Cuba movilizada pintaban bastos para las sotanas. No quiso irse. La cubanía es escapulario en la vida de un cardenal apostólicamente palaciego. Ayudó en la liberación de presos políticos, se reunió para ello con Raúl Castro y continúa la sin sintonía en la cumbre después de haber convencido de que su no es contrarrevolucionaria sino evangelizadora, incluso en los rincones del partido que porfían entre el credo marxista y el sacramentado.
La notoriedad del arzobispo no nace de su escaso narcisismo teológico ni de su alejamiento de la curia encorvada sobre sí misma. Es relevante porque sabe de lo que habla aunque no vaya a misa todo lo que dice. Le dijo a Ángels Barceló, de la cadena Ser, que “esto que se llama disidencia no se hace muy presente en el pueblo de Cuba. Se ve cierta presencia en medios extranjeros del sur de Florida, en blogs, y en cosas así” En stricto sensu ya no hay presos políticos y quien diga lo contrario que le presente la lista. Le saltaron a la yugular. Un clavo más en la cruz de un hombre profesionalmente convencido de que Cristo habrá de resucitar en una Cuba reconciliada.
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