Exploró dimensiones insólitas en lo que él calificaba de 'música autofisiopsíquica’
“Yo no toco jazz, sino música autofisiopsíquica”. Yusef Abdul Lateef, nacido como William Emanuel Huddleston (y rebautizado como William Evans) en 1920 en Chattanooga, Tennessee, fue vencido por el cáncer a los 93 años. En este país, descubrimos tarde a este “gigante amable” del jazz contemporáneo; el hombre que pudo ser John Coltrane en el lugar de John Coltrane: “Él y yo éramos amigos y a veces tocamos juntos; era un ser humano fuera de lo común, una persona extremadamente inteligente y perceptiva”. Pero Emanuel Huddleston prefirió apartarse del camino y vivir al margen del mainstream jazzístico, entregado a su música autofisiopsíquica “que brota del ser espiritual, físico y emocional”.
En sus primeros años, conocido entonces como Bill Evans, hizo buenas migas con los jazzmen de Detroit —Milt Jackson, Paul Chambers, Kenny Burrell, Elvin Jones…—, ciudad a la que se había trasladado de niño junto a su familia: “Mi música entonces era el bebop, que era lo que todo el mundo tocaba”. El tiempo terminaría haciendo de Lateef un pionero de lo que hoy se conoce como “músicas del mundo”: “Era el año 1955 y acababa de grabar mi primer disco con Savoy. De repente, me di cuenta de que, si quería continuar en esto, debería encontrar una estética más personal. En aquel período trabajaba en la Chrysler y tenía un compañero de origen sirio que me habló del rabab, un instrumento con 5.000 años de historia que tocaba el Rey David. Acabé formando un grupo junto a Curtis Fuller y Louis Hayes en el que se mezclaba el rabab con el saxo tenor.” Consecuencia de ello, Lateef dejó de ser un saxofonista y flautista al uso para convertirse en un “multiinstrumentista”, uno de los primeros en la historia del jazz. Su arsenal de instrumentos incluía el shenai, el shofar, el argol y el koto, además del oboe y el fagot: “Esos instrumentos me ayudaron a encontrar mi propia voz dentro de la música”.
En 1961 daría suelta a su particular visión de un jazz “multicultural” conEastern Sounds, éxito de ventas gracias a la versión en swing del tema de amor de la película Espartaco, incluida en el disco. Cannonball Adderley le llamó al año siguiente para su quinteto. Fue el canto del cisne del multisaxofonista como músico de jazz (relativamente) homologable. Durante los años que siguieron Lateef permanecería sumido en el más insondable marasmo creativo; su música viajó del blues y el góspel a una suerte de espiritualidad fofa difícilmente catalogable. Hasta que le perdimos la pista.
Su actuación, junto a Eternal Winds, en el Festival del Mar del Norte de La Haya, en 1992, marcó un antes y un después en su carrera. El regreso del ya veterano instrumentista a los escenarios europeos tras décadas de ausencia se vio correspondido por una afluencia masiva de aficionados ansiosos de escuchar a una de las últimas leyendas vivas del jazz, a lo que siguió la deserción en masa de los allí presentes según el venerable intérprete se adentraba en las aguas de una música compleja y densa hasta lo impenetrable… Lateef mostraba la auténtica cara del jazzman como un creador insobornable y ajeno a cualquier otro interés que no sea su propia obra. Para el bis, el número de supervivientes acaso no superara la veintena. Yusef Lateef había conseguido lo que muy pocos consiguen: vaciar por completo un patio de butacas.
Su colaboración con los hermanos Lionel y Stéphane Belmondo, saxofonista y trompetista, respectivamente, le trajo de vuelta a Europa y a una música más amable, en el buen sentido de la palabra: “Un día me llamaron a Nueva York para grabar un disco y yo accedí. Me gustaron desde el primer momento”. Novelista, ensayista, filósofo, doctor en música, galardonado con un premio Grammy en 1987 por su Pequeña Sinfonía, fue nombrado miembro honorario de la Fundación Ben Webster, radicada en Copenhague, el 10 de julio de 2009. El protocolario acto de entrega del nombramiento tomó un cariz inesperado, cuando el homenajeado tomó el micrófono para recordar al viejo amigo en su incesante e infructuosa búsqueda de la felicidad, que le trajo hasta tierras escandinavas. La voz quebradiza de por sí de Lateef se rompió en mil pedazos al momento de evocar el encuentro con su compatriota en el legendario café Jazzhus Montmartre de la capital danesa. Reaparecería esa misma tarde sobre la escena del Pabellón de Cristal del parque Tivoli para ofrecer un concierto cargado de emoción y significado; esta vez, nadie se movió de su asiento.
Lateef profesaba la religión islámica desde 1948: “Sigo los mandamientos del Corán, pero no soy un fanático. Ante todo, creo en la coexistencia pacífica de los pueblos”
El País de Madrid
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