La feria de Guadalajara se confirma como un lugar de referencia para los autores emergentes
(Elena Poniatowska, rodeada de jóvenes en la Feria de Guadalajara. / SAÚL RUIZ)
En su día libre, Elena Poniatowska se fue a trabajar a sus 81 años. Bajó deprisa las largas escaleras del hotel (“Adiós, doña Elenita”), cruzó la avenida (“Es un orgullo para nosotros”), entró en la Feria (“La quiero mucho”), subió las escaleras eléctricas (un hombre mayor que bajaba al lado le lanzó un beso con la mano), atravesó unos 50 metros de expositores (“Una foto, por favor”, “¡Que Dios la guarde así de bien muchos años!”), subió las escaleras sin reducir el paso (“Mírala, es ella: ¡La amamos Elenita!”), entró en el Salón Juan José Arreola sin haber dejado de sonreír un minuto a toda esa gente que la saludaba a su paso como si fuera Frida Kahlo resucitada, se puso al día con su amiga Mayra Montero y se sentó en la sexta fila armada de una libreta anillada y un bolígrafo Bic negro, para escuchar a los cinco escritores latinoamericanos jóvenes y no tan jóvenes, pero emergentes y poco conocidos, entre el gran público mexicano y alrededores. Por la mañana, en el desayuno, la nueva premio Cervantes de Literatura que, salvo una entrevista a primerísima hora, tenía el día para ella, se enteró de que todos los días a las cinco de la tarde se reunían allí cuatro o cinco autores a “descubrir” y no quiso perdérselo por nada del mundo.
Cuando ellos la vieron tampoco se lo creían. Poniatowska, sentada muy juiciosa en medio de unas 90 personas, la mayoría estudiantes, atenta a lo que iban a decir los cinco escritores y el moderador, otro nuevo valor. Así es que lo primero que hizo el mexicano Rogelio Guedea fue dar la noticia y decir que era un honor tenerla allí. Los que no la habían visto o reconocido movieron sus cabezas buscándola. Recibía, de manera superlativa, todo ese afecto, respeto y admiración que la mayoría de mexicanos y latinoamericanos suelen expresar a los escritores y artistas en general.
La Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) se ha convertido en un escaparate, en una gran ventana, por donde pasan muchos escritores, esta vez unos 600: también los llamados autores de marca (este año, desde Vargas Llosa hasta el israelí David Grossman, pasando por Colm Tóibín, Joël Dicker, Yves Bonnefoy o Alessandro Baricco, y latinoamericanos como Fernando Vallejo). Pero, sobre todo, la vocación de la feria desde el comienzo, cuenta su directora Marisol Schulz, ha sido la de dar a conocer a los escritores latinoamericanos admirados en sus países, pero apenas publicados, o ni eso, en los otros.
Es la muestra de una riqueza creativa que reconocen editores como Jorge Herralde, de Anagrama, para quien “estas diversas literaturas son más vivas y estimulantes que la española”. La FIL ha logrado convertirse en punto de referencia o símbolo de estatus, coinciden Javier Cortes, presidente de la Federación de Gremios de Editores de España, y las editoras Ofelia Grande, de Siruela, y Marcela González Durán, de Alfaguara México, que sirve de anfitriona y representante de las 19 sedes del sello en el continente.
Después de 27 ediciones, la FIL es más que un punto de encuentro de creadores. Es un cruce de caminos desde donde toman un nuevo rumbo e impulso el destino de los autores procedentes de 19 países de habla hispana en América, más España y Brasil. Durante nueve días la feria se convierte en un vivero de escritores que les dará un empujoncito a sus carreras o por lo menos darlos a conocer, mientras aumenta la presencia de agentes y editores de medio mundo que vienen a otear el panorama.
Sobre todo, desde hace tres años, cuando la FIL celebró su cuarto de siglo con una sección que llamó: Los 25 secretos mejor guardados de América Latina. Que no era otra cosa que 25 escritores cuyo talento no había sobrepasado sus fronteras nacionales. El año pasado esa idea se transformó en Latinoamérica viva que en esta ocasión ha convocado a 34 autores de 12 países. Y ante cinco de los cuales, Elena Poniatowska estaba tomando nota de lo que dijeran. Con su letra pegada, grande, iba apuntando sus nombres y las ideas que más le llamaban la atención de la brasileña Lucrecia Zappi, el peruano Alexis Iparraguirre, el venezolano Norberto José Olivar, y dos más conocidas, como la cubana-puertorriqueña Mayra Montero y la argentina María Teresa Andruetto, premio Hans Christian Andersen 2012.
Un día, algunos serán como esos escritores que esta semana no paran de dar entrevistas o moderar mesas redondas y que hace pocos años ocupaban sus sitios. Ahí están Edmundo Paz Soldán, Guadalupe Nettel o Wendy Guerra, quien dice riendo: “Hay que perder la virginidad literaria en Guadalajara porque es una manera nueva de darse a conocer y perder el miedo”. Entre los 34 que les ha tocado este año están también el peruano Jeremías Gamboa y la argentina Inés Garland que reconocen que apenas habían oído hablar unos de otros; tuvieron que practicar el verbo googlear.
“Yo tampoco los conocía. Qué bueno estar aquí oyéndolos”, añadía Elena Poniatowska sin dejar de aplaudir el final de la mesa redonda. Cogió su bolsito negro, guardó su libreta de notas y se puso de pie. “¿Me permite que me tomen una foto con usted?”, le pide un estudiante, y ella sonríe a la vez que se pone un poco más derecha mientras los demás estudiantes la rodean de murmullos.
WINSTON MANRIQUE SABOGAL Guadalajara (México)
Para el País de Madrid
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