El Centro Nobel de Oslo en Noruega exhibe por primera vez en público el vestido ensangrentado de Malala Yousafzai
El 9 de octubre de 2012 la estulticia de un comando talibán intentó callar a Malala Yousafzai con una bala que se escondió en su cráneo y pasaron tres horas para ser extirpada por los médicos, quienes además tuvieron que abrirle una ventana para que su cerebro pudiese inflamarse para su recuperación. Esa bala no logró callar a la niña que, un año después, el día que cumplía dieciséis años de edad, hablaba ante un auditorio poblado en su mayor parte por jóvenes y niños en la sede de las Naciones Unidas en Manhattan, ataviada con una hermosa pashmina que había pertenecido a Benazir Bhutto (la presidenta de su país asesinada hace varios años). Con humildad entrañable la niña empezó sus palabras de acuerdo a esa sana costumbre que parece rara de decir que se habla en nombre de Dios, quizá porque hemos olvidado que cuando se habla con la voluntad intacta en la saliva, así como cuando se murmura entre labios la verdad de un amor o la honesta melancolía por el pretérito de nuestros muertos más queridos hablamos en nombre de un poder superior a nosotros mismos. Malala abrió su discurso en la ONU con decir que no era sólo su día, sino el día de todos los niños, todas las mujeres y todos aquellos que han alzado sus voces por sus derechos. Hablaba de los miles de muertos por terroristas y clamaba en nombre de quienes no tienen voz, quienes buscan la oportunidad, la mínima dignidad de tener acceso a la educación.
El Centro Nobel de Oslo en Noruega, exhibe por primera vez en público el uniforme ensangrentado de Malala Yousafzai, quien ahora recibe el Premio Nobel de la Paz junto con Kailash Satyarthi, presidente de la Marcha Global contra el Trabajo Infantil. Los padres de Malala guardaron intacto durante los pasados dos años ese uniforme ensangrentado quizá con la ilusión de que algún día pudiera ser visto como testimonio palpable de una infamia que, a menudo, se desvanece en amnesia: las pijamas a rayas de los presos sin justicia, los andrajos de todo desposeído o los jirones de trapos sucios que visten los millones de niños que laboran como esclavos en siniestras fábricas clandestinas, minas de oro ajeno o campos de cultivo y redes de consumos inciertos. Ahora, Malala declara que desea enseñar ese uniforme “porque es una parte importante de mi vida, ahora quiero mostrar a todos los niños, a las personas de todo el mundo mi derecho, que es el derecho de todo niño, de ir a la escuela”.
En su nombre, Malala significa “aquejada por la pena o marcada por el dolor” y lo lleva porque sus padres son devotos de la llamada Juana de Arco de Afganistán: la poeta Malalai que en julio de 1880, el mero día de su boda, se unió a las tropas afganas con su recién marido en la Batalla de Maiwand contra el poderoso ejército inglés. Izando la bandera, Malalai de Maiwand clamaba “Amor mío, si no has de perecer en esta batalla/ ¡Por Dios! ¡Aquí hay alguien que te salva como símbolo de tu vergüenza!”. Herida de muerte, hizo de su velo la bandera ya caída y gritó a voz en cuello “Con una gota de sangre/derramada en defensa de mi patria/me marcaré la frente con un lunar de belleza/tal como se avergüenza la rosa en medio del jardín”.
Malala Yousafzai publicó en 2009 unas valiosas crónicas para laBBC, orientada y auxiliada por su padre –que no sólo es poeta sino maestro y abierto luchador de la promoción educativa en Paquistán. Al tiempo que los talibanes prohibían la radio y televisión (destrozando consolas y antenas) y exigían la invisibilidad femenina (más allá de las burkas que cubren el rostro, la prohibición de que incluso salieran de casa), esa niña escribía en perfecto inglés la vida de todos los días y sus anhelos por aprender no sólo la danza de los números o las infinitas combinaciones de las formas geométricas, sino la secreta multiplicación de todas las letras que se vuelven palabras y luego, páginas con las que abrimos en todos los idiomas las ventanas del mundo, las bisagras de la memoria que compartimos en versos y en historias, esa enredadera donde la imaginación innata se entrelaza con los saberes que vamos precisamente aprendiendo no sólo en los rostros familiares sino en las aulas de la vida y en las bocas de los maestros como guías… y por lo visto, también mártires del fanatismo talibán.
De entre el mar de tantos silencios, la bala que le atravesó la cabeza a una joven paquistaní no logró callarla; al contrario, se han multiplicado todas las voces en su nombre, precisamente porque la niña pidió educación para los hijos e hijas de sus potenciales asesinos, en pos de eliminar la discriminación contra todas las niñas de su país o el mundo y convocar a todas las organizaciones internacionales en el inmenso esfuerzo de intentar que para el año 2015 asistan a la escuela los 61 millones de niños de este planeta que hoy no tienen acceso a la escuela ni en sueños.
En un país donde los políticos presumen de los libros que no leen y donde el analfabetismo narcotraficante profesa la decapitación como balance contable, en este país donde los automovilistas editan el código penal a golpes y mentadas de madre, aquí donde la cultura del machismo trasnochado sigue cuadriculando oprobios contra mujeres que abren alas y se mueven de lugar… en este país donde tantos niños aprenden a sumar vendiendo chicles, las palabras de Malala Yousafzai deberían recordarnos que efectivamente todas las niñas son princesas (¿qué no hubo nadie que se los hiciera creer en su infancia?), todas emperatrices de su propia voluntad, dueñas de sus palabras, ensueños y encantos. Ya lo sabemos: en algún momento o instante de su vida (suspiros que pueden durar segundos o todo el tiempo) toda mujer es la mujer más bella del mundo… cuando amanece de sus pesadillas, cuando se yergue por encima de abusos e insultos o cuando resucita de un coma, desembarazada de las balas, tal como lo dijo la niña Malala ya convertida en mujer ante todas las naciones del mundo unidas: el poder de la educación da miedo a los terroristas, porque “un solo Maestro… un solo Alumno… una pluma y un libro pueden cambiar al mundo”.
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