Mientras miles de turistas disfrutan la ‘Costa sonriente’ de Gambia, es el quinto país africano emisor de emigrantes a Europa, empujados por la pobreza y una asfixiante dictadura
En un día bueno, el carpintero Baba Kalleh, de 31 años, apenas puede juntar cinco euros. El problema es que hace años que no tiene días buenos. Sentado en la penumbra de su miserable habitación sin muebles ni puertas maldice su mala suerte. Hace calor, pero el ventilador es un trasto inútil cuando no hay electricidad. Y los apagones diarios duran horas en Tallinding SICAP, este popular barrio de Banjul, la capital de Gambia. Afuera, las calles de tierra han quedado impracticables por las recientes lluvias. “Si pudiera conseguir lo que cuesta el viaje me iba mañana, aquí no hay esperanza”, dice. No es el primero ni será el último de su familia: su hermano pequeño Ousmane emprendió hace dos años la ruta clandestina hacia Europa, que aquí llaman el Back Way, pero murió en Libia, asfixiado dentro un contenedor porque se quedó sin dinero para pagar a los traficantes.
Gambia es pequeño, no llega a los dos millones de habitantes, pero, según ACNUR, ocupa el quinto lugar entre los países africanos emisores de emigrantes a Europa en 2015. Se habla mucho de las dictaduras de Eritrea y Sudán o de los conflictos que sufren Nigeria y Somalia que empujan a sus habitantes a partir, pero no hay semana sin que llegue alguna noticia de un gambiano fallecido en esta ruta o en las barcas que naufragan intentando alcanzar Lampedusa. “Es arriesgado, claro que sí, pero ¿qué opción me queda?”, dice Kalleh. Desde que se cerró la ruta hacia Canarias y se abrió una nueva puerta por Libia, los organizadores de viajes, en la sombra pero conocidos por todos, hacen su agosto. Llegar allí cuesta unos 500 euros en distintas etapas, pasando por Malí y Níger, una vez en la costa toca negociar con los libios para cruzar el Mediterráneo.
Esta es la banda sonora del trágico sainete que se interpreta en Gambia desde hace ya algunos años. Sobre el escenario, miles de turistas, sobre todo escandinavos, pero también españoles, británicos, holandeses, estadounidenses, llegan cada año a gozar de los placeres de la Smiling Coast (Costa Sonriente), que incluyen playas espectaculares, una razonable oferta hotelera, excursiones río arriba y jóvenes de ambos sexos dispuestos a acostarse con occidentales a cambio de unas migajas que han convertido a este país en uno de los grandes paraísos del turismo sexual, sobre todo femenino. Tolerado y a la vista de todos. “En Gambia no hay problemas”, es la mentira más repetida, como una especie de karma, por los jóvenes que abordan a los turistas.
Una juventud que sueña con irse
Sin embargo, entre bambalinas, a poco que se rasca la superficie, afloran decenas de miles de jóvenes frustrados, incapaces de encontrar un empleo o trabajadores castigados por la inflación galopante que no ganan ni para alimentar una semana a su familia y que sólo sueñan con irse. Cuando Yankuba Saidychan fue despedido de la fábrica embotelladora de agua en la que trabajaba decidió apuntarse a la policía. “Hacía turnos de 16 horas al día y ganaba 28 euros al mes. Con ese dinero se supone que tenía que mantener a mi mujer, mi hijo de dos años y mis tres hermanos pequeños, que no trabajan. Un saco de arroz me costaba la mitad del sueldo. Así es imposible”. Ahora gana un poco más, 40 euros, como vigilante privado y camina 20 kilómetros diarios para ir y volver del trabajo. “En este país nada funciona, la economía está arruinada, pero si te atreves a quejarte te meten en la cárcel”, añade.
En un pequeño restaurante del centro de Serrekunda, en Banjul, Bampha Jaiteh está contando su odisea, sus tres intentos en el Back Way, cómo fue engañado una y otra vez y cómo casi naufraga en su intento de llegar a Canarias por mar. Sin embargo, cuando toca hablar del paro estructural, del despilfarro gubernamental, de cómo el presidente del país y su familia controlan sectores clave de la economía a través del holding familiar Kanilai, levanta la vista, ve que una persona en la mesa próxima está tratando de escuchar y se calla de repente. Todos temen a la NIA, la odiada Agencia Nacional de Inteligencia, a su temible grupo de paramilitares, los Jungulers, a los soplones que abundan en todos los rincones. “Este país tiene orejas”, advierte una periodista local.
Uno de los lugares más visitados de Gambia es la isla de Janjabureh, donde se pueden ver los grilletes usados para el tráfico de esclavos entre los siglos XVI y XVIII. Sin embargo casi ninguno de estos visitantes es capaz de ver las mordazas que atenazan a los gambianos de hoy en día. Y es que bajo su apariencia sonriente y pacífica, Gambia oculta una dictadura implacable conducida desde hace 21 años por Yahya Jammeh, un presidente que amenaza con cortar lacabeza a los homosexuales, persigue a periodistas y opositores, se cree investido de un poder divino que le permite curar el SIDA o el ébola y que cuando sale en comitiva lanza galletas a los niños como un rey absolutista.
Un reciente informe de Human Rights Watch asegura que “a menudo, las fuerzas de seguridad detienen a personas sin acusación concreta durante meses o incluso años (…) y los someten a torturas”, una represión que se ha intensificado en el presente año tras el intento de golpe de estado del pasado mes de diciembre, la más seria tentativa de derrocar a Jammeh del poder ante la imposibilidad de hacerlo en la farsa electoral de cada cinco años. Entre las prácticas usadas destacan las palizas, las violaciones, la asfixia con bolsas de plástico en la cabeza, la aplicación de electricidad en los genitales y el goteo con plástico derretido sobre la piel, así como el aislamiento prolongado o los simulacros de ejecución. Decenas de personas han sido asesinadas por el régimen o han desaparecido sin dejar huella.
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