Autora: Gioconda Belli
En Managua, Gabo me firmó la primera edición de Cien Años de Soledad: Dice: “Para Gioconda desde todo yo”. Y así era Gabo. Vivía y escribía desde todo él. foto Charles Castaldi
La tarde que encontré al Gabo, nadie me había llevado a conocer el hielo. Era 1979, yo estaba en Cuba y hacía un calor endemoniado en la Plaza de la Revolución donde tenía lugar el desfile militar para conmemorar los veinte años de la entrada de los guerrilleros en La Habana. Yo era parte de la delegación del FSLN invitada a las celebraciones. Como tal, estaba subida a la tarima de los huéspedes. Podía ver a Fidel, a Raúl, a todos esos personajes míticos para una joven soñadora y metida en conspiraciones guerrilleras como era yo en ese entonces. Por esos días, los Estados Unidos hacían alharaca alrededor de que Cuba adquiriera aviones MIG 23 soviéticos. Que si los cubanos los tenían o no los tenían, que si tenerlos era provocar otra crisis como la de los misiles en Octubre de 1962, noticias iban y venían.
Fidel habló mucho rato. Recuerdo que su discurso fue fogoso y elocuente y que al final del mismo dijo “y aquí están los MIG”, alzó los brazos y señaló al cielo sobre el que, en ese instante, volaron nueve aviones MIG 23 en formación de troika, haciendo un ruido atronador y dejando tras de sí una estela de vapor con los colores de la bandera de Cuba. Muy Fidel, muy teatral y magistral ese acto de desafío que nos dejó a todos boquiabiertos y sonriendo alelados.
Lo más extraordinario en mi opinión no fueron los MIGS, sino el aguacero torrencial que, como si el mismísimo Fidel se lo hubiese ordenado, aguardó a que terminara el discurso y pasaran los aviones para caer sin recato ni miramientos. Nos parecía increíble a los invitados la paciencia del aguacero de esperar al final y de agarrarnos al menos en movimiento, mientras bajábamos de la tarima y corríamos, sálvese quien pueda, hacia los buses que nos transportarían a los hoteles donde nos alojábamos. Era largo el trecho hasta el estacionamiento.
Terminar ensopado era inevitable y en cierto momento yo decidí no correr, sino caminar bajo la lluvia. Fue entonces cuando vi a mi lado a otro que había decidido hacer lo mismo: un tipo de mediana estatura, bigotudo, risueño, con ese andar tranquilino que sólo en Colombia se fabrica. Nos reímos los dos, comentamos que mejor disfrutar del agua y refrescarnos tras semejante asoleada y él se me presentó o yo al fin lo reconocí como quien dice bajo la ducha. Cuando al fin llegamos al bus, nos sentamos juntos. Para mí esos días eran llenos de milagros y de conocer gente que jamás pensé conocería, así que me dispuse a platicar con el Gabo sin que se me trabara la lengua.
Recuerdo que pasaron lista desde el frente del vehículo pues los compañeros de protocolo querían asegurarse de que ningún invitado quedara abandonado en el diluvio aquel. Cada uno de los nombrados debía alzar la mano. Cuando nombraron al Gabo, las cabezas de los presentes giraron veloces en nuestra dirección. Hay quienes piensan que quien escribe tiene también el don de la verbalidad, pero por algo escribimos los escritores. La palabra nos es dada en la soledad. Así que Gabo como hombre de su tiempo y periodista, no hablaba con exageraciones ni las imágenes de su abuela y de Macondo, sino que estaba ávido de noticias sobre las interioridades del conflicto entre tendencias del FSLN y lo que sucedía en Nicaragua y de eso hablamos.
Me contó de su proyecto de escribir un guion cinematográfico basado en la acción del 27 de Diciembre en Managua y yo le hablé de Eduardo Contreras que ya para entonces se había marchado de la vida en un aguacero de balas de la Guardia Nacional de Somoza. Sería pienso por ese tiempo cuando García Márquez se hizo amigo cercano de Fidel Castro porque en las fechas en que lo conocí, aunque era silenciosamente admirado por los muchos revolucionarios que pululaban en esos días por La Habana, aún andaba, como he contado, en los buses en que nos movían a los invitados de arriba abajo de la ciudad. La fama aún no le arruinaba la vida. Hablamos de política, de Nicaragua sobre todo, y nos caímos bien. En el hotel pasaron toallas en el lobby a quienes íbamos llegando y tomamos chocolate caliente o café, todo el tiempo riendo y comentando el pulso del agua cuya puntería y tino bien cabía en una de las historias de Macondo. Anduve con Gabo en ese bus varias veces más mientras íbamos de una recepción a otra.
Me lo volví a encontrar en Managua en 1980 en la casa de Sergio Ramírez y entonces conocí a Mercedes, su esposa. Fue allí, en una hamaca donde nos sentamos porque ni él ni yo aguantábamos más los zapatos, que le conté de un amor que había perdido y del que, a pesar de lo mucho que me hizo sufrir, sólo recordaba lo bueno. “Son las trampas de la nostalgia” me dijo. En Argelia, recién el triunfo sandinista compartimos un rato con Raúl Castro y el General Giap, héroe de la guerra del Viet Nam en una celebración multitudinaria de la Revolución Argelina donde hubo también desfile militar, MIGS y un despliegue de fuegos artificiales de dos horas que iluminó la fantasmagórica y blanca bahía de Argel y dentro de mí la memoria de Frantz Fanon, cuyo libro “Los Condenados de la Tierra” puedo decir que marcó un antes y después en mi vida.
No volví a ver a García Márquez sino tras largo tiempo, en el homenaje en Cartagena con motivo de sus 80 años. Los mejores discursos que jamás he oído se dijeron ese día. Hablaron Carlos Fuentes, Antonio Muñoz Molina, Tomás Eloy Martínez, Víctor de la Concha y luego el Gabo mismo contó anécdotas sobre las penurias que pasó para encerrarse a escribir el libro que le aseguró primero la sobrevivencia y luego la inmortalidad. Recuerdo que en algún momento entró Bill Clinton al salón y al final bajaron desde lo alto del teatro varios conjuntos de vallenato tocando la famosa canción de Mauricio Babilonia, mientras del techo del teatro caían como confeti, cientos y miles de mariposas amarillas sobre los asistentes al acto. Creo que ese episodio lo recordaré siempre como una de las vivencias más hermosas y conmovedoras de mi vida.
En Managua, Gabo me firmó la primera edición de Cien Años de Soledad: Dice: “Para Gioconda desde todo yo”. Y así era Gabo. Vivía y escribía desde todo él. Conocerlo fue un regalo. Ahora, una esquina del parque de la alegría que ando dentro se ha quedado sin su columpio preferido.
Publicado en Confidencial
http://www.giocondabelli.org/
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