El baile a ritmo endiablado está transformando una ciudad marcada por el estigma del narcotráfico y los asesinatos
Taller de salsa dirigido por Luis Eduardo Hernández, 'El Mulato' (en la imagen, en el centro, con gorra). / GORKA LEJARCEGI
El viaje comienza como suelen comenzar en Colombia, o al menos eso dicela cineasta española Chus Gutiérrez (El calentito, Viaje a Hansala), desde el asiento trasero del taxi, con el móvil en la mano y el rostro contrariado: “Se ha olvidado de que teníamos una cita”. Árboles gigantes de nombres ignotos dan aún una sombra alargada en Santiago de Cali. Primera hora de la mañana. Íbamos de camino a una de las escuelas de danza más reputadas. Pero nunca llegaremos. Algunos de sus bailarines formaron parte de la película Ciudad delirio que Gutiérrez rodó aquí el año pasado y cuya experiencia, en cuanto al cumplimiento del plan previsto, resume: “Antes de empezar ya íbamos tarde”. En este lugar, los chóferes se pierden a menudo. Las personas, de pronto, dejan de responder al teléfono. Aunque siempre surge alguna alternativa. Las cosas acaban saliendo. Estos días de verano, por ejemplo, se desarrolla el Festival Mundial de Salsa. Hay rumba en los cuatro puntos cardinales. Así que el vehículo enfila hacia otra localización del baile. A eso hemos venido. A descubrir las raíces del ritmo en el corazón del Valle del Cauca. A seguir los pasos que la realizadora dio por aquí cuando aceptó el encargo de escribir y dirigir un filme sobre la locura por la salsa en esta ciudad tropical. Una comedia romántica con la danza como hilo conductor. Gutiérrez se pateó escuelas, espectáculos y viejotecas, las discotecas donde se escucha la salsa más dura. Conoció a los maestros y a sus alumnos. A los ancianos pioneros. A niños que rumbean desde la cuna. A melómanos y estudiosos del fenómeno. A cientos de bailarines. Todos en su película lo son, salvo los protagonistas. Y todos caleños. Aquí el baile mueve mareas.
El taxi se detiene en el centro de la ciudad cuando el sol comienza a transformar la urbe en una olla al rojo. Descendemos por unas escaleras hasta las tripas de un centro cultural del Ayuntamiento. En el salón de actos nos golpea una bola de humedad y calor de origen humano. Hay luz tenue de guarida prohibida. Unos 250 cuerpos se mueven como el coral bajo el agua. Cadenciosos y sincopados. Sin música de momento. El rozamiento de las suelas sobre las baldosas crea un silencio fricativo. Casi hipnótico. “Un, dos, tres…”, marca el profesor desde el escenario, “cinco, seis, siete…”. El Mulato. Uno de los bailarines más famosos de Cali imparte un macrotaller de salsa. Es uno de los eventos del festival mundial. No cabe un alfiler y ahora los altavoces suenan a todo trapo. “Una pajarita de verde limón ¡ay! de verde limón”. A velocidad endiablada. El Mulato lanza a su pareja de un hombro a otro con golpes de muñeca, puntea con las botas y un calambre recorre sus rodillas. Parece que apenas tocara el suelo. El público imita como puede; y finalmente respira cuando para la música. Entre aplausos, su pareja de baile toma un micrófono. Luce una frondosa melena afro y ropa ceñida con los colores de Colombia. Grita: “¡Cuando los europeos piensan en nosotros, imaginan cocaína! ¡Pero yo estoy orgullosa de vestir esta camiseta!”. La bandera del país sudada y a punto de reventar sobre su cuerpo.
¡Cuando los europeos piensan en nosotros, imaginan cocaína! ¡Pero yo estoy orgullosa de vestir esta camiseta!”
Cali, que aún da nombre a uno de los cárteles más temidos, se ha convertido desde hace una década en mucho más que narcotráfico. El baile ha tenido mucho que ver en el proceso. Saca a chicos de la calle. Ofrece una alternativa en los barrios deprimidos. Ha dado una profesión a quien nunca la tuvo. Y ha colocado a la localidad la etiqueta de destino turístico. Un epicentro de la salsa, con permiso de Cuba y Puerto Rico. Donde todo el mundo baila y las escuelas dan aliento a la juventud en riesgo de exclusión. Tras la clase, Chus Gutiérrez nos guía hasta una de las academias más prestigiosas, Stilo y Sabor. Esta vez no hay problemas con la cita. Se abre una reja y ascendemos por unas escaleritas, en cuyos muros cuelgan fotos viejas de leyendas, con apodos extravagantes como Jimmy Boogaloo, el creador del pasito cañandonga. La primera planta es diáfana. Suelo de baldosas pulidas. Las ventanas abiertas, por donde entra el calor sofocante, vierten sobre una autopista. En un recorte de periódico enmarcado se lee: “Viviana Vargas y Ricardo Murillo, campeones mundiales de salsa en 2005”. Desde la planta superior llega la melodía deStand by me con ritmo latino. Una pareja baila. Cuando notan la presencia de Chus Gutiérrez, el hombre deja la danza y se acerca y le da un abrazo a la cineasta. Se llama Camilo Arias, tiene 20 años y el porte de un atleta. Es instructor de baile en la escuela. Entrenó a la actriz española Ingrid Rubio, secundaria en la película. Y él también aparece fugazmente. No hace mucho se vio en pantalla, cuando Ciudad delirio se estrenó en este país (ha llegado a los cines de España el 5 de septiembre). Y dice: “Acá fue una revolución. Se formaban filas desde mediodía para conseguir entradas para la noche”. Y añade lo bien que le ha venido a la ciudad sacudirse el polvo de encima. El polvo blanco que le dio fama; y el reguero de sangre roja que aún baña las calles.
Arias se formó como bailarín en una academia de la comuna 20, en uno de cuyos barrios, Siloé, un laberinto de construcciones crecidas sin control en una loma, se concentran algunas de las pandillas más temibles. Colombia sigue siendo uno de los países del mundo donde resulta más fácil perder la vida de forma violenta. Sumó algo más de 14.000 homicidios en 2013, según el informe Forensis. Cali, la tercera ciudad más poblada del país, acostumbra a situarse en los primeros puestos de esta terrible espiral. El año pasado fueron asesinadas aquí unas 2.000 personas. En 2011, con cifras similares, cerca del 90% fueron abatidas con arma de fuego. “Ver a Cali en la pantalla y encontrarnos en algo artístico fue chévere”, añade Arias en la trastienda de la escuela, rodeado de los vestidos de lentejuelas con los que un grupo de alumnos competirá en la final del mundial de salsa. Entre los trajes destaca una braga dorada y con flecos. Esta la vestirá Viviana Vargas, la fundadora y maestra.
Acá ‘Ciudad delirio’ fue una revolución. se formaban colas desde mediodía para conseguir entradas para ver la película por la noche”
Vivi, así llaman todos a esta mujer radiante y menuda, tiene 28 años. En la película de Gutiérrez preparó a la protagonista, la actriz colombiana Carolina Ramírez, cuyo rol en Ciudad delirio recuerda bastante a la vida real de Vargas: instruye a chicos en una academia y prepara con ellos una coreografía para ser aceptados como bailarines de un espectáculo llamado Delirio, una especie de Circo del Sol de la danza. El show existe en la realidad y, para Vargas, esta historia ocurrió hace tiempo. Su escuela, Stilo y Sabor, aporta 49 bailarines (ella incluida) al espectáculo de Delirio; 29 de ellos son niños; la más pequeña tiene cinco años, se llama Alejandra Arcos, y en la coreografía es volteada y cargada por su pareja, Juan Felipe Orozco, de ocho, campeón infantil en la World Latin Dance Cup 2013 de Miami. “Se nos creció el semillero”, dice Vargas sobre la cantera de su escuela, que ahora mismo cuenta con 80 alumnos.
Ella es una leyenda en la ciudad. A los 16 años abandonó los estudios porque su mamá, cuenta, “no tenía plata” para que siguiera entre libros. Se apuntó a una escuela de baile para no pasar todo el día “viendo novelas”. El bailarín Ricardo Murillo la tomó allí como pareja. Durante tres años, Vargas entrenó hasta que, según dice, estuvieron a punto de estallarle los dedos. En 2005 compraron unos billetes a Estados Unidos y compitieron en un torneo en Las Vegas: los Campeonatos Mundiales de Salsa (más tarde fueron rebautizados como World Latin Dance Cup). Ganaron.
El galardón descansa en lo más alto de la pared con trofeos de la escuela. Las imágenes de aquella competición, televisada por la cadena ESPN, llegaron hasta Cali. Y resultó en un resurgir de la conciencia bailarina de la ciudad. Llevaban años gestando una identidad propia en el ritmo. Una salsa ultrarrápida y eléctrica. Diferente al resto. Ecléctica, creativa. Caleña, dicen los entendidos. Capaz de mezclar los pasos más puros con los de Fred Astaire y Michael Jackson (hay fotos de ambos en las paredes de la escuela de Vargas). Con aquella victoria, los caleños se empezaron a mirar los pies con dignidad. Un año después comenzó a organizarse el Festival Mundial de Salsa en la ciudad; se creó el espectáculo Delirio, que atrae público de todo el mundo; la Feria de Invierno de Cali organizó por primera vez un desfile multitudinario, con 1.300 bailarines, y lo bautizaron elsalsódromo, al modo de la samba en Río de Janeiro. De pronto, la salsa estaba por todas partes. Pero los caleños aún están intentando descifrar cómo ocurrió. La fiebre no existe en ninguna otra ciudad de Colombia. Y probablemente ya no sea tan intensa ni en Cuba ni en Puerto Rico. Cali ni siquiera es una localidad del Caribe, la cuna de los ritmos latinos. Se encuentra al sureste del país, cerca del Pacífico. Su historia salsera está aún por escribirse. De momento, pertenece a la tradición oral. Y gran parte de ella sigue viva.
El mayor esplendor coincidió con el auge de la economía del narco. Todo lo que habíamos escuchado en discos lo veíamos en vivo”
Al atardecer, en una plaza al aire libre, un hombre se pasea vendiendo cucuruchos de maní entre sillas de plástico. Desde el escenario, el presentador anuncia el título del “conversatorio” de esta noche: ¿Por qué Cali baila así?, otra de las actividades del Festival Mundial, en el que una decena de invitados, que rondan los 70 años y tienen el rostro mestizo y arrugado, irán tomando el micrófono para hablar de los años treinta, cuando aparecieron las primeras emisoras de radio y proliferaban los locales “con bombillo rojo” adonde “llegaban la guaracha y el mambo y toda la música que algunos llamaban antillana y otros cubana”. Y hablarán de la “zona negra”, también conocida como “zona de tolerancia”; y del aluvión de inmigrantes de Ecuador, de la selva, del Pacífico que irrumpió con la industrialización y se asentó en el barrio obrero, donde nacieron negocios nocturnos como el Rayo X o el Mickey Mouse, donde escuchaban los “discos de acetato” que venían de Nueva York, pues allá habían emigrado los artistas cubanos tras la revolución; y fueron esos músicos, y los puertorriqueños, quienes perfilaron en los sesenta un ritmo nuevo llamado boogaloo; y cuando éste aterrizó en Cali “cambió el sistema”, pues la memoria cuenta que alguien en la ciudad, nadie sabe quién, decidió acelerar aquellos discos y los hizo girar a 45 revoluciones por minuto en las discotecas (en lugar de a 33), y así “la vieja escuela” aprendió a bailar de forma acelerada y fuera de clave, creando un estilo propio, cuando la salsa era considerada aún música de “negros y marihuaneros”.
“El momento de mayor esplendor coincidió con el auge de la economía del narco”, cuenta al día siguiente el investigador y cronista del ritmo Umberto Valverde, uno de los fundadores del Festival Mundial. Los capos eran de origen popular. El dinero circulaba a espuertas y las discotecas contrataban a las mejores orquestas. “De pronto, todo lo que habíamos escuchado, a través de discos y emisoras, lo podíamos ver en vivo”. En los noventa, Nueva York va perdiendo la pulsión latina. En Puerto Rico se entregan al reggaeton. Y Cali, según Valverde, queda como capital cultural y guardiana del saber.
Hoy la salsa es una industria efervescente capaz de reunir a 3.000 personas una tarde en la plaza de toros, para ver las semifinales de los mundiales entre gritos y pancartas, mientras otro millar acude al espectáculo Delirio, más selecto y exclusivo, en otra esquina de la ciudad. Salsa para todos los públicos. Pero, de momento, en compartimentos estancos. Tal y como explica la secretaria de Turismo y Cultura, María Helena Quiñónez Salcedo, que mueve los hombros al compás de la música en la tribuna de personalidades del festival, “hasta la clase alta va ahora a bailar a la carpa de Delirio. Allá van los estratos 5 y 6. Acá”, dice refiriéndose a la plaza de toros, “vienen el 3, 2, 1 y 0”. En pocos lugares persiste tanta conciencia de clase como en Colombia. A esto ayuda la mencionada división social por estratos, que distingue seis clases diferentes, en función de la renta. En teoría, la gradación ayuda a determinar ayudas estatales. Pero algunas voces la critican, pues perpetúa la segregación. En el aeropuerto de Cali, por ejemplo, un enorme cartel anuncia pisos de lujo con un llamativo “Estrato 6” en un rótulo destacado.
Si no fuera por el baile, ya estaría muerto”, dice Orlando Urreste, de 29 años. “Para mí la salsa es la posibilidad de cambio”
“Todo caleño rico o pobre tiene la salsa en la sangre”, apacigua Andrea Buenaventura, directora artística del espectáculo Delirio. “Esta es una ciudad explosiva. Festiva. Con una mezcla de gente, razas y procedencias. Y un 60% de afrodescendientes”. Buenaventura cuenta que gracias alshow han logrado “subir la autoestima” de una ciudad “muy golpeada por la relación entre el narcotráfico y la cultura popular”. Delirio nació en 2006. Iba a ser un espectáculo aislado de seis funciones. “Pero Cali estaba ávida de algo como esto. Destapó la olla. Y se quedó”. Su cuerpo de baile, de 180 artistas, se nutre de cuatro escuelas. Buenaventura calcula que habrá unas 50 en la ciudad. Cerca de 1.250 bailarines profesionales. Otros 2.500 en el proceso. Su espectáculo se ha convertido en el vértice de la pirámide. El escenario al que quieren acceder los chavales de los barrios para ganarse la vida con los pies. Tipos como Orlando Urreste. Corpulento. Con rastas. De 29 años. Que suele decir: “Si no fuera por el baile, ya estaría muerto”. Y añade: “Desde niño había alguien siempre en la esquina. De mis amigos, hay varios que ya no existen. Yo lo llamo limpieza social. Acaban cayendo justos por pecadores”. Y concluye: “Para mí la salsa es la posibilidad de cambio”.
Delirio dura tres horas. Se representa una vez al mes. Entran mil personas en la carpa. Desde hace ocho años han prevendido el 100% de las entradas. Y no es barato: 150.000 pesos colombianos, unos 75 euros (el PIB per capita aquí ronda los 6.000 euros, menos de un tercio del español). El pasillo de acceso a la carpa, donde ofrecen un Chivas 12 años, es un desfile de la beautiful people (la gente guapa) en el que abunda el tacón de vértigo. El espectáculo cambia cada poco tiempo. Asistimos a uno titulado Mulier, que narra una historia muy local: la de cómo una ciudad se transforma gracias a la danza. Sentada en una de las primeras filas, Chus Gutiérrez se nos acerca al oído de vez en cuando y dice: “Mira Camilo, ¡qué guapo!” y “¡Ahí está Viviana!”. Muchos de estos bailarines aparecen en su película. El espectáculo comienza con una radio en medio del escenario en la década de los años treinta. A partir de ahí, las coreografías van recorriendo todos los estilos, del foxtrot al chachachá. Hasta encontrar el suyo propio. El caleño. Entonces la orquesta acelera el ritmo. Los zapatos comienzan a echar humo con el repique. Y los bailarines, sobre las tablas, yerguen la cabeza con orgullo frente a un público de alto poder adquisitivo.
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