Los estudiantes de magisterio de Guerrero, como las víctimas de Iguala, tienen una tradición contestataria y de lucha social en un Estado pobre y campesino
Manifestación en la capital del Estado de Guerrero por la desaparición de los estudiantes / Foto: AP | Vídeo: Reuters
Los estudiantes que pretenden ingresar en la escuela de magisterio de Ayotzinapa tienen que aprobar un examen y someterse a una evaluación económica familiar. En el expediente de acceso del alumno Bernardo Flores, hijo de un campesino, constaron dos propiedades: una casa de adobe con techo de lámina y una yegua vieja. El chico cumplió el requisito de pobreza y las ganas de ser profesor en una de las comunidades rurales desperdigadas por las montañas lo convirtieron en un alumno ejemplar. El Cochi, como le apodan, está desaparecido junto a otros 42 estudiantes desde que hace 12 días fueran secuestrados por la policía municipal de Iguala, un cuerpo controlado por el crimen organizado mexicano.
La escuela de Ayotzinapa se encuentra a un lado de una carretera secundaria, a tres horas de la Ciudad de México. Los estudiantes, provenientes en su mayoría de familias que cultivan maíz y frijol, estudian y duermen en habitaciones compartidas. Las decisiones de régimen interno se toman en asambleas donde se vota a mano alzada y predomina el lenguaje revolucionario. En los murales de los pasillos se reivindica la lucha obrera y campesina. “Cuna de la conciencia social”, reza un cartel en la entrada. La situación de pobreza, violencia y corrupción política del Estado de Guerrero, en el suroeste de México, es el caldo de cultivo ideal para crear generaciones de jóvenes muy ideologizados que rechazan el sistema.
El viernes 26 de septiembre, unos 100 normalistas [estudiantes de magisterio] de primer y segundo año partieron en dos autobuses rumbo a Iguala, a poco más de 100 kilómetros en carretera. Los estudiantes tienen por costumbre apropiarse de autobuses y conductores para que estos los trasladen a su antojo. “Tenemos la potestad de poner esos vehículos al servicio del pueblo”, dice un integrante del comité dirigente de la escuela. Ese día fueron a la estación de Iguala para hacerse con tres autobuses más y en cuanto enfilaron la carretera que debía sacarlos de la ciudad fueron interceptados por la policía municipal. Los estudiantes del camión que iba a la cabeza bajaron para pedirles a los agentes que despejaran el camino y los dejaran ir en paz. “Entre varios intentamos mover el coche de policía que plantaron allí y fue cuando nos chingaron”, relata uno de los estudiantes presentes. Los agentes abrieron fuego en ese momento matando a dos e hiriendo en la cabeza a un tercero. Más de 40 fueron detenidos —como el caso de El Cochi— y otros tantos lograron huir por los cerros. La purga no había hecho más que empezar.
Un chico rapado, señal de que es de primer año, fue testigo del primer balazo a sangre fría de los policías: “Le dispararon a un compañero a muy poca distancia. La bala le entró por la mandíbula. Se le hinchó toda la cara. Estaba irreconocible. Siguieron soltando cartucho y tuvimos que huir como pudimos. Nos rodeaban con camionetas, policías y también vi gente de civil”. Parte de la noche la pasó oculto en la casa de una mujer que le dio cobijo y, al alba, se presentó con otros compañeros en comisaría para reclamar a los que se habían llevado. “Cállate, cabrón. No estés de preguntón”, le soltó un agente cuando insistió. José, como ha pedido que se le llame, fue después al servicio médico forense para reconocer a uno de los fallecidos. El cadáver del alumno estaba sin cara: le habían arrancado la piel con un cúter y le habían sacado los ojos.
El domingo por la tarde, los familiares de los desaparecidos, hombres en alpargatas y mujeres con niños en el regazo, decidieron en una asamblea movilizarse ante “la pasividad de los políticos”. “Tienen que devolverlos vivos”, conviene uno. “La culpa es del gobernador de Guerrero”, añade otro. “Hay que dar un golpe de Estado”, agrega un tercero. Están convencidos de que los 28 cadáveres encontrados en un cerro de Iguala por las autoridades —tras la confesión de un policía— no son los de sus hijos. Unos antropólogos argentinos trabajan en la identificación de los cuerpos junto a los forenses mexicanos.
El historial de lucha de los alumnos de Ayotzinapa es extenso. En diciembre de 2011 fueron asesinados dos alumnos que protestaban en una carretera. Dos inmensos retratos de sus caras —mártires de la lucha social— ocupan una de las fachadas principales de la escuela. Esta escuela ha sido a veces un semillero de guerrilleros, fiel a la tradición regional de levantarse en armas. Unos metros más allá de los retratos, un altar con un Cristo y un San Judas Tadeo vela por los desaparecidos.
El padre de El Cochi, al enterarse de que había desaparecido su hijo, dejó a un lado la azada y viajó desde su comunidad cinco horas hasta llegar a la escuela. En un informe de la fiscalía consta que el carné electoral del estudiante fue encontrado manchado de sangre en el suelo de uno de los autobuses tiroteado. Nadie se lo ha devuelto y nadie parece saber dónde está esa prueba. El agricultor dice tener el presentimiento de que su hijo está vivo. Se lo imagina pasando hambre y miedo en un cuartucho donde los secuestradores lo tienen escondido. Pero vivo al fin y al cabo. Quiere corroborarlo con los demás: “¿Usted también cree que está bien?”
JUAN DIEGO QUESADA Ayotzinapa
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