Empecé a tener la extraña sensación de estar en mi lugar. En la ciudad el ritmo es sabio y maravilloso
En Montevideo me crucé con la sobrina de Felisberto Hernández. Como dos días antes, en el bonaerense barrio de Palermo, a dos pasos de la seductora librería Crack Up, había saludado a la sobrina de Gombrowicz, pensé que había entrado en una racha de sobrinas y que luego vendrían las de Onetti, Idea Vilariño, Levrero, Lautréamont, y así hasta la intemerata. Pero la racha se apagó enseguida, terminó en Felisberto, aquel pianista que jugaba a no terminar sus geniales cuentos y que vivió en Montevideo en un piso encima del cine Rex sin saber que su nueva esposa era espía y por la noche, en lugar de trabajar de modista, transmitía “secretos nucleares” a Moscú.
Cerca del Rex estuvo el Cervantes, el hotel donde Cortázar situó su famoso cuento La puerta condenada. Le cambiaron el nombre y ahora se llama Esplendor. Tras una breve incursión en él, pude averiguar que la habitación del tremendo relato es la 106 y está siempre ocupada, eso al menos dijeron los recepcionistas, quizás para darle más misterio al asunto.
Paseando, me acordé de El uruguayo, libro escrito en francés por Copi y el único que he traducido en mi vida; una experiencia juvenil muy instructiva, porque me parecía tan disparatado lo que allí se relataba que creía que lo estaba traduciendo mal, pero en realidad sólo estaba descubriendo la libertad al narrar: “Aquí tienen palabras para todo. Hay una para decir me siento en mi lugar y ésta es precisamente el nombre de la ciudad: Montevideo”.
Pronto empecé a tener la extraña sensación de estar en mi lugar, y quizás por eso fui mirando sin demasiado asombro la arquitectura de la ciudad, el llamado “estilo Montevideo”. La belleza de las plazas y calles —sólo Nueva York la supera en edificios art decó— viene de la gran época de prosperidad de principios del siglo pasado, la edad de oro uruguaya que facilitó incluso que surgieran allí las primerísimas “vanguardias literarias” de America Latina, con el poeta y falso morfinómano Julio Herrera y Reissig a la cabeza.
En una de las sencillas casas de primera línea frente al Río de la Plata, el joven Herrera y Reissig, genio y figura, creó en 1900 una conjura de poetas, una banda de “detectives salvajes” que conspiraban en “La Torre de los Panoramas”, un minúsculo cuarto en el terrado del edificio. Allí, un cartel advertía jocosamente en la entrada: “Prohibido el paso a los uruguayos”.
Ricardo Ramón me guió hasta la Torre, donde nada queda de los viejos tumultos, pero a la vez todo está allí, diría que perfectamente ausente. A cuatro pasos, el rascacielos Salvo, monumental edificio art decó inspirado en la Divina Comedia, también parece deshabitado. Pasan montevideanos. Son personas muy amables, no contaminadas del histerismo moderno, reñidas enigmáticamente con el malhumor. Sonríen, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. En la ciudad el ritmo es sabio y antiguo, lo cual es maravilloso. Las casas, el puerto, las calles, las playas, emiten signos de una calma rara que nos lleva a sentir que en verdad hemos llegado a nuestro lugar.
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