martes, 11 de noviembre de 2014

América Latina reescribe la muerte


Veinte autores emergentes trazan una radiografía en sendos relatos sobre la forma en que la ‘catrina’ o la ‘pelona’ vive en su continente y cómo es su relación con ella



Cementerio de Panchimalco, El Salvador, el Día de muertos, 1 de noviembre, de 1985. / JEAN GAUMY (MAGNUM PHOTOS / CONTACTO)

La muerte, que siempre ha estado presente en la literatura latinoamericana, se manifiesta estos días con fuerza. Allí, donde sostiene un fuerte duelo con la vida al ser desvalorizada por bandas criminales y el propio Estado y sus representantes, como ha ocurrido estos días en México, y antes en Colombia, y antes en Venezuela y Argentina y Chile… y donde muchas personas sacralizan y desacralizan la vida y la muerte con la misma ilusión de engañar a una y a otra, veinte de las voces literarias latinoamericanas más prometedoras se adentran en esos predios para seguir sus huellas y ponerle su verdadero rostro, el de la vida.
Veinte relatos-testimonio escritos expresamente para la antologíaDisculpe que no me levante (Demipage). Cuentos que van y vienen, sin perder de vista de donde son sus autores porque “en la historia de Chile, de México ahora, y de Latinoamérica en general, hemos tenido que lidiar con nuestra historia de cuerpos sin sepultura, de fantasmas perturbadores que denuncian desde su ausencia la violencia de los estados y el poder”, afirma la chilena Andrea Jeftanovic, autora deHasta que se apaguen las estrellas (sobre la enfermedad de su padre y la complicidad que se establece entre ambos).


Cuando se habla de muerte aparece México. Primero por sus raíces culturales al acercarse a ella en un sentir singular recogido en clásicos como Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Y, segundo, porque en los últimos días, y años, el país vive una relación cotidiana con un tipo de muerte en particular, explica la mexicana Laia Jufresa: “Arbitrarias, violentas, masivas e impunes, que además muchas veces no se nombran como tal. Tenemos (y también tiene Centroamérica) muchos desaparecidos (más de 25.000) (sí, veinticinco mil personas) cuyas familias no pueden con certeza, con un acta, llamar muertos. Son muertos no nombrados, gente que ya no está, y un montón de duelos que no pueden emprenderse cabalmente”. Una situación que ha influido en la escritura, aunque, se lamenta Jufresa, autora de El esquinista, “hay algunos libros notables y también hay mucha basura que, so pretexto de retratar la realidad, coloca la violencia en un pedestal, trabaja con estereotipos y deja de ocuparse de la labor narrativa que es generar mundos propios que se sostengan independientemente de cuánto se parezcan a este”.
Autores que en silencio comparten las palabras de La viuda de Montiel, del relato de Gabriel García Márquez, cuando, tras fallecer su marido, se queja: “El mundo está mal hecho”, al pensar que “si Dios no hubiera descansado el domingo habría tenido tiempo para terminar el mundo”, y no le hubieran quedado “tantas cosas mal hechas. Al fin y al cabo, le quedaba toda la eternidad para descansar”.
Una cosa mal hecha para gracia de las artes que tienen ese entuerto como punto fuerte de inspiración, creación, reflexión y belleza. Muertes, entierros, duelos y pesares recogidos desde el mismo origen de la literatura, con Epopeya de Gilgamesh, y seguido con el testimonio de los grandes autores de todos los tiempos que palpitan en las historias de Disculpe que no me levante. En esta última antología, la sombra de la muerte se manifiesta de múltiples maneras, la tragedia de una enfermedad, el impacto de un adiós súbito, la visión del primer difunto, los fantasmas de las ausencias presentes, las pulsiones de cortar la vida, el sueño de inmortalidad, las musarañas surgidas tras una pérdida, las emociones del sepulturero…
Milenios que escritura que no despejan dudas. “La muerte es incógnita, duda o miedo porque es quizá la única acción humana cuyo testimonio no compartimos”, recuerda Carlos Yushimito, autor de El peso inevitable de las palomas. Para el escritor peruano, “más que el acto nuevo, lloramos siempre una rotura o una discontinuidad de lo precedente, del mismo modo que, al leer, nos afecta sobre todo aquello que llega al borde de algo, lo que decía Borges que era la experiencia estética: la inminencia de una revelación que no se produce”.
Rutas literarias que hunden sus raíces en la vida. Y que debería ser tratado con la misma óptica o técnica que el resto de historias, pero con cierto cuidado. “Sin ceder ante los extremos del sentimentalismo, la ornamentación o la truculencia, porque si se lo hace se corre el riesgo de hacer demasiado ruido y opacar el texto”, explica el mexicano-boliviano Sebastián Antezana, autor de Si contarlo está en tu poder. “Ficcionalizar la muerte requiere de equilibrio y mucha edición”, agrega, “es complejo por todas las implicaciones que trae la idea de muerte y su condición de punto de encuentro de pulsiones y tensiones varias, pero no más complejo que, digamos, escribir una escena de sexo o un buen diálogo”.
Para escribir sobre cualquier tema doloroso, explica el boliviano Maximiliano Barrientos, autor deMoscas, “un escritor no necesariamente tiene que haber pasado por una experiencia traumática, pero sí tiene que estar ligado a esta ya sea por el miedo o por la obsesión. A veces el miedo de perder a las personas amadas es un motor narrativo más poderoso que el luto de la pérdida real. Hay que escribir sobre aquello que late en la cabeza, no importa qué tipo de voz sea la que suena”.
A veces procede de la primera vez que el autor se topa con la catrina.En las historias de la argentina Selva Almada es un tema presente, un personaje que le resulta familiar. Toda su serie En familia (del libro ‘Una chica de provincia’) gira en torno al suicidio de su tío. “Si tenía alguna aprensión para escribir sobre muertes y muertos, creo que la superé escribiendo esos cuentos”, confiesa la creadora de El viejo muerto.
La mezcla de recuerdos infantiles y adolescentes y las suposiciones son un buen material para los autores. Es el combinado con el cual el colombiano Andrés Felipe Solano creó Baila en el bosque. Sus padres tenían una pequeña casa de campo a las afueras de Melgar, un pueblo muy caliente a dos horas de Bogotá, donde hay una base aérea militar. Así es que en el cuento se imaginó “un encuentro enloquecido entre una pareja joven, que lleva saliendo muy poco, y varios soldados gringos en una discoteca de Melgar. Me interesaba cruzar esos dos mundos a ver qué salía”. Y de fondo las cenizas de su abuelo.
Esa visibilidad de la pelona también es azarosa. Le ocurrió a la chilena Lina Meruane como lo relata en Ay. Una historia que la acompaña desde que empezó a escribir y se encontró con una nota muy breve en el diario sobre una familia de enterradores de un barrio marginal que se habían negado a enterrar a su hija. “La dificultad”, cuenta Meruane, “era la de la separación y la del duelo, pero también estaba la pobreza... Recorté esa nota, la archivé como posible material pero en sucesivos cambios de casa la perdí; muchos años después, escribiendo por encargo, esa escena resurgió como relato de la relación entre una madre y su hija y los muchos modos de pérdida que ocurren entre ellas, no sólo la de la vida”.
En ese mundo de los sepultureros también entra la uruguaya Fernanda Trías en Cuerpos Extraños. Lo hizo porque ese otro lado de la muerte suele ser ignorado. “Al pensar en la muerte pensamos en el que muere o en los que padecen la ausencia”, dice Trías. Y recuerda que “los sepultureros deben lidiar con lo más prosaico, los restos materiales de la muerte, lo que nadie quiere ver, ni siquiera imaginar. Son seres fantasmas que asociamos con frialdad y desinterés. Y sin embargo allí hay una persona, con vida, con hijos, con problemas. El sepulturero está envuelto en la niebla del tabú y me interesaba rescatar esa voz, dejarlo hablar".
¿Y si tuviera razón la viuda de Montiel?

Finados, funerales y adioses literarios inolvidables

Selección de las primeras muertes que leyeron o las que más les gusta a los autores de Disculpe que no me levante (Demipage).
Hamlet, de William Shakespeare.
Madame Bovary, Gustave Flaubert.
Don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes.
Los muertos, de James Joyce.
La muerte de Ivan Illich, de Leon Tólstoi.
Pedro Páramo, Juan Rulfo.
Mi planta de naranja-lima, de José Vasconcelos .
La luz difícil, de Tomás González.
Moby Dick, de Herman Melville.
La amortajada, de María Luisa Bombal.
Mujercitas, de Louse Alcott.
Tierras de cristal, de Alessandro Baricco.
Sandokán, de Emilio Salgari.
Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy.
La hojarasca, de Gabriel García Márquez.
Muerte en Venecia, de Thomas Mann.
La dama de las camelias, de Alejandro Dumas.
Anna Karenina, de León Tolstoi.
Cien años de soledad y La hojarasca, de Gabriel García Márquez.
Mientras agonizo y El ruido y la furia, de William Faulkner.
Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar

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