Iván Granados, que organizó los libros del Nobel en su domicilio, recuerda, desde una respetuosa prudencia, el espacio íntimo del escritor
“Él me dijo: ‘Acá está la biblioteca’”, e Iván Granados se puso a reorganizar los libros de Gabriel García Márquez en su casa de la ciudad de México. Empezó en 2006, o en 2007, no recuerda la fecha exacta. Granados, de 42 años, se queja de no acordarse con más precisión de cosas de las que debería acordarse automáticamente. Cuando habla de otros asuntos de su periodo de bibliotecario personal del Nobel, a veces se queda medio parado, detiene su explicación; sentado en un taburete del bar, mira callado hacia el vestíbulo de su hotel de Guadalajara, y a través de sus gafas de pasta gruesa se ven los destellos eléctricos de un árbol de Navidad.
“Organizar bibliotecas privadas es convivir con gustos profundos, caprichos, manías, partes de la personalidad con las que nadie convive: los gustos raros, los culposos, incluso los vacíos están en una biblioteca”. Granados ha venido a la FIL de Guadalajara para participar en el homenaje a García Márquez. Trabajó en su biblioteca hasta que murió, la primavera pasada, y sigue yendo de vez en cuando a organizarla. “Pero ahora ya no soy el bibliotecario de García Márquez, porque se murió. O a lo mejor, porque se murió, ya soy para siempre el bibliotecario de García Márquez”.
Lo conoció de pequeño, en la ciudad de México, porque su madre era amiga de él. Dice que era un señor con “un carisma muy llamativo”. Recuerda una tarde de los años ochenta, mucho antes de ser su bibliotecario, que apareció entusiasmado diciendo que la sonda Voyager había pasado cerca de Neptuno y que estaba mandando las primeras señales de lo que iba encontrando. Por esa época, Granados, que no era un niño de libros, empezó a leer sus cuentos. Le gustó mucho El verano feliz de la señora Forbes. Llevaba años viviendo en México, pero se volvió otra época larga a Colombia. Cuando regresó a la ciudad de México en los 2000, ya hecho un lector de verdad y con estudios en Literatura, sus amigos-genios colombianos seguían allí. Uno era Álvaro Mutis.
Un día de 2005, o poco antes, o poco después, fue a visitarlo. Empezaron a mirar la biblioteca y le dijo a Mutis que tenía demasiados libros acostados, puestos en horizontal sobre la fila vertical. Granados aún no era bibliotecario, ni había hecho estudios de bibliotecario. Mutis le respondió que los libros acostados eran una pesadilla para él, un hombre tan quisquilloso que decía que no podía estar en una sala con un cuadro torcido sin levantarse a enderezarlo. Granados se comprometió a ayudarlo un par de fines de semana para poner orden pero los dos se dieron cuenta pronto de que eso no bastaba. Ordenar la biblioteca de Mutis le llevó un año. Algo de tiempo después, un gran amigo de Mutis se enteró de su destreza ordenando libros y le dijo aquello de acá está mi biblioteca.
Sin más indicaciones, Iván Granados se puso a trabajar en los libros de Gabriel García Márquez, ya octogenario. Era una biblioteca grande, de un sólo espacio, luminoso, armonioso, tranquilo. Los primeros años iba varias veces a la semana, por las mañanas. García Márquez ya estaba trabajando, sentado en su mesa delante de la computadora, leyendo o escribiendo.
–Buenos días, maestro –le decía.
García Márquez le respondía casi siempre preguntándola si había leído tal cosa, o si se había enterado de tal noticia. García Márquez solía llevar puesto un overol. Granados se ponía a trabajar y en dos o tres o cuatro horas apenas intercambiaban algunas palabras. Dice que era “asombroso” ver con qué concentración y con qué dedicación trabajaba, como si no hubiese nada alrededor. Él se limitaba a “no estorbar”.
Cuenta que la biblioteca estaba ordenada de acuerdo a temas “muy definidos”, los que siempre fueron una línea continua de interés para García Márquez. Periodismo, cine, literatura... Sus amigos escritores tenía un espacio de privilegio: por ejemplo, Mutis y Cortázar. Luego estaban sus referentes en otras lenguas: Hemmingway, Faulkner, Kafka... Y muchos diccionarios. “Todos los que uno soñaría tener a lo largo de toda una vida”, dice Granados.
En esos momentos en los que detiene sus explicaciones y mira hacia el árbol de Navidad, uno no sabe si es que ya ha dicho lo que quería decir, si es que hay algo que no recuerda bien o si calibra con parsimonia para no tocar nada íntimo. Lo poco que dice sobre los adentros de la biblioteca de García Márquez es que no guardaba grandes secretos. “Es un autor más entrañable que misterioso”, dice. “Él siempre desnudó sus influencias y sus lecturas”.
–¿Y qué tenía sobre la mesa de trabajo?
–Nada.
–¿Nada?
–Pues no. No tenía nada. Aunque él siempre dijo que lo único que necesitaba para escribir era tener una rosa amarilla sobre su escritorio. Era una respuesta sencilla para los curiosos.
PABLO DE LLANO Guadalajara (México) //http://cultura.elpais.com/
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