Entre los desafíos que enfrenta América Latina ninguno es mayor que el crimen organizado
Hace pocos días, en la plaza de armas de Huamanga, Ayacucho, las autoridades entregaron los huesos de 80 personas a sus familiares. Eran restos de personas de todas las edades, asesinadas en la década de 1980 durante la sangrienta guerra interna que asoló con particular fiereza esa región andina en el sur peruano.
Ayacucho significa “rincón de los muertos” en el quechua de dulce acento que se habla en ese departamento en el que los hechos de su historia reciente confirmaron con creces el nombre.
Tomó treinta años devolverle el nombre a los huesos, desde la fúnebre arqueología de fosas anónimas hasta los detalles confirmatorios de la antropología forense para el último encuentro de las osamentas en sus ataúdes leves con las personas envejecidas que las sobrevivieron, recordaron, buscaron y ahora, al despedirse, ven y lloran por un momento la memoria de la persona entera.
Desde El Mozote, en El Salvador, hasta las abuelas de la Plaza de Mayo, en Argentina, el guión de Ayacucho describe buena parte de la historia de América Latina durante los más de treinta años de insurrecciones guerrilleras, terrorismo, contrainsurgencia, dictaduras y terrorismo de Estado que siguieron al triunfo de la revolución cubana y la cubrieron de un extremo al otro, desde Guerrero hasta Trelew. Más de medio millón de muertos, millones de desplazados, torturas y crueldades que avanzaron las fronteras del horror fueron el costo y cosecha de esos años.
Hoy gobiernan sus naciones, con clara vocación democrática, tres presidentes surgidos de esas guerras (Dilma Rousseff, José Mujica y Salvador Sánchez Cerén); y otro con credenciales algo más opacas (Daniel Ortega); pero ninguna persona, ninguna sociedad debiera aprender el valor de la democracia a un costo tan alto.
Ahora, las fosas de Iguala, en el Estado de Guerrero, terminaron de demostrar la falacia de esa esperanza.Ese trágico costo, precisamente, alimentó la esperanza, durante los años de transición de las dictaduras a la democracia en América Latina —en la última parte del siglo XX— que los horrores de la violencia extrema, la minería de fosas clandestinas pertenecía a un pasado particularmente oscuro que el continente dejaba atrás.
En un despacho desde Iguala, publicado el mes pasado en la revistaProceso, la periodista mexicana Marcela Turati escribió sobre el olor de la muerte masiva y clandestina que “impregna el monte”: “Ese olor cada vez más frecuente en esta interminable fosa común en la que se ha convertido México. El mismo lodo podrido, con mezcla de masa orgánica, que se pisa en Tijuana, en los terrenos regados con ácidos con los que los cadáveres son disueltos. El mismo olor que despiden las fosas donde quisieron ser reducidos a nada los migrantes masacrados en San Fernando, Tamaulipas. El mismo que se hace presente, cada vez con más frecuencia, en episodios que por comunes pasan desapercibidos para la prensa”.
Según Vivanco, “el actual Gobierno considera que los temas de seguridad y de derechos humanos […] generan más bien problemas” y “dan una imagen de país inseguro”. Si el caso de Iguala resuena con indignación en México, la trágica y peligrosa realidad que representa no se circunscribe, ni mucho menos, a ese país.El director ejecutivo de Human Rights Watch para las Américas, José Miguel Vivanco, sostuvo en una entrevista para el diario El Universalque la crisis de derechos humanos es la peor que vive México “desde los tiempos de [la masacre, en 1968] Tlatelolco”. Igual que en el pasado, las masacres clandestinas vienen acompañadas por negaciones del Gobierno, el enlucido de eufemismos sobre la realidad, aparejado por un rencor implícito hacia los inoportunos cadáveres que dañan “la imagen” del país y su cuidadoso peinado.
Así como la guerrilla y la contrainsurgencia definieron trágicamente la historia de América Latina desde 1960 hasta fines del siglo XX, la región enfrenta el peligro de que el crimen organizado impregne este tiempo con su toxicidad letal.
En México, Brasil y Colombia, el crimen organizado tiene algunas características diferentes y muchas en común: su capacidad de controlar, amenazar y depredar a poblaciones enteras; su sustitución de facto del gobierno en algunas áreas de predominio abierto; su gigantesca dimensión económica y los altísimos niveles de corrupción con los que refuerza la debilidad de gobiernos e instituciones para robustecer su propia fuerza.
En Guatemala, Honduras y El Salvador, la violencia de las maras junto con la criminalidad del narcotráfico, la debilidad y corrupción de las instituciones, han creado niveles tan altos de letalidad en la vida cotidiana de los pobres, como para ser la razón más importante por la que miles de personas —niños solos entre ellos— emprendan la ruta desesperada de la migración hacia Estados Unidos, por los caminos inevitables entre fronteras donde acechan y actúan los depredadores de escala industrial.
No es la única, pero entre las amenazas que enfrenta hoy América Latina ninguna es mayor ni más peligrosa que la del crimen organizado.
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