Las mafias mexicanas del narcotráfico tienen en su punto de mira a los pequeños y pobres pueblos mineros de la sierra de Guerrero
El líder de la policía comunitaria de Nuevo Balsas muestra fotos del capo local / SAÚL RUIZ
La señal de tráfico funciona como un aviso doble. El letrero dice "curvas peligrosas" y está agujereado por siete impactos de bala. Marcelo Ríos conduce a diario por esta carretera sinuosa y estrecha de dos carriles que atraviesa la sierra de Guerrero como el surco asfaltado de una culebra. Es el regidor de obras públicas del pequeño pueblo al final del camino. El viernes 13 de marzo, al rebasar otra curva peligrosa, detiene su coche entre los arbustos secos del arcén y señala hacia uno de los cerros levantados sobre el horizonte. “Esa es la mina de oro de mi pueblo, Nuevo Balsas”.
–¿Y qué había ahí antes de la mina?
–Ahí, Marihuanolandia.
El clima caluroso y seco de estas montañas bajas propició que durante décadas los agricultores aprovecharan, entre los campos de maíz o frijol, para cosechar la más lucrativa marihuana. Guerrero es además el origen de la mitad de la amapola que produce México. Es también uno de los estados más pobres y violentos, marcado por la actividad criminal de las mafias del narcotráfico. Para llegar en coche hasta Nuevo Balsas hay que cruzar antes Cocula, el municipio donde el pasado septiembre unos sicarios aliados con la policía supuestamente asesinaron y calcinaron en un basurero los cuerpos de los 43 normalistas.
Enfundado en unas aparatosas gafas de sol con los cristales naranjas, Ríos, de 27 años y licenciado en Derecho, avanza carretera arriba y continúa explicando el significado de cada curva como si fuera un guía con las salas de un museo. En una muy cerrada con forma de pera secuestraron a su madre. En otra, a su tío. A su prima. A él mismo. Dos veces. “Desde que tenemos la mina nos hemos beneficiado porque nos da trabajo pero también nos ha traído muchas desgracias. Hay más dinero y las mafias se pelean por este territorio. Somos un cheque al portador para ellos. Y si no pagas, te matan”.
A esta zona serrana, conocida comoel cinturón de oro de Guerrero, han llegado en los últimos años las grandes corporaciones. La mina Media Luna, levantada en 2012 sobre un cerro con la corteza pelada por las excavaciones, está aún en fase exploración y genera para Nuevo Balsas y el resto pequeños pueblos aledaños cerca de 5.000 empleos, de los cuales tres cuartas partes son a través de subcontratas. La empresa canadiense propietaria, Torex, espera sacar 5,8 millones de onzas de oro, equivalentes en el mercado a unos siete millones de dólares. La economía de Guerrero, basada en los servicios y la agricultura, tiene unos índices de pobreza de casi el 70% de la población.
La noche del seis de febrero, un grupo de sicarios armados con fusiles de asalto secuestró en la carretera a 14 personas, entre ellos varios trabajadores de Media Luna que volvían a sus casas del trabajo. “Vienen a por el dinero de la mina y de los pobladores de Nuevo Balsas”, fue la advertencia que llegó al pueblo de boca de uno de los rehenes liberado para que hiciera de mensajero. Los policías comunitarios, grupos de civiles levantados en armas como partisanos contra la invasión del narco, montaron un dispositivo de búsqueda y peinaron los cerros con las escopetas que usan los fines de semana para cazar tejones e iguanas. Con la intervención también de la policía federal, liberaron al día siguiente a 12 de los secuestrados. Los dos restantes pagaron por su rescate.
Al jefe de los comunitarios de Nuevo Balsas se le conoce como comandante Marcos. Un grupo de sus hombres hace guardia a la entrada del pueblo, frente a un altar acristalado con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Sentado a la sombra de un mango, con un cinturón de balas del calibre 12 alrededor de su cintura panzuda, Marcos enseña una foto del autor de los secuestros. Un hombre espigado y cetrino, de unos 40 años, con tatuajes en los brazos y travestido de mujer en lo que parece la celebración de una fiesta. “Al pendejo, le gusta disfrazarse”, dice el comandante con una media sonrisa. El de la foto es Uriel Vences Delgado, alias La Burra, un capo mediano de la Familia michoacana, uno de los cárteles que se disputan el territorio minero con otros grupúsculos como los Rojos, responsables de la muerte reciente de tres trabajadores de otra las minas de la zona. Los cuerpos aparecieron el 14 de marzo en una cuneta.
La Burra es un viejo conocido del pueblo, de apenas 1.500 habitantes. Nació y se crió en Nuevo Balsas. Su familia tenía un rancho entre las casas bajas de ladrillo blanco y techos de metal rojo de esta comunidad hundida entre cerros y bañada por un lago. Antes de la llegada de la minera, durante los años más duros del cartel michoacano, su banda ya se dedicaba a extorsionar a los pescadores y los secuestros dentro del pueblo eran frecuentes. “A mi marido se lo llevaron y nos pedían un millón de pesos. Le dimos lo que teníamos, algo de dinero, una furgoneta y un par de escopetas”, recuerda Esperanza Miranda mientras amasa tortillas de maíz en un humilde restaurante del centro.
La emergencia de la policía comunitaria a finales de 2013, después de que unos sicarios mataran a sangre fría a un muchacho porque había cruzado en su lancha a un grupo de militares hasta la otra orilla del lago, donde supuestamente se escondían los delincuentes, expulsó a la Burra del mapa de Nuevo Balsas. Hasta los secuestros del pasado febrero. La prensa local ha especulado con que la minera está pagando sobornos a la mafia, algo desmentido con rotundidad por la empresa. Los comunitarios, representantes oficiosos de la gente del pueblo, exigen a la compañía que su seguridad, tanto privada como un destacamento alquilado de la policía estatal, proteja también a los vecinos.
La postura oficial de la empresa canadiense es que ellos no están autorizados a dar seguridad al pueblo, y que su función se limita a facilitar las negociaciones con las fuerzas del orden público desplegadas en la zona: policía estatal, gendarmería y ejército. Los convoyes de la minera que diariamente viajan por la serpenteante carretera transportando material pesado van escoltados por dos pickups de la policía estatal, una delante y otra detrás, como las diligencias del viejo Oeste.
DAVID MARCIAL PÉREZ Cocula
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