martes, 10 de marzo de 2015

México, una nación puesta a prueba


El escándalo hundió la imagen del Gobierno y sacó de su madriguera al viejo demonio mexicano de la sospecha



México es una nación puesta a prueba. El desafío no procede de un peligro exterior ni de una crisis financiera, ni siquiera de la espiral de violencia. Las fronteras son más estables que nunca; la economía, aunque lentamente, avanza, y la narcoguerra es menor que en épocas pasadas. El reto, esta vez, es interior. México, inmerso en una profunda crisis de confianza, ha dejado de creer en sus políticos. Y estos lo saben. El propio presidente, Enrique Peña Nieto, cuyos índices de popularidad rozan mínimos históricos, ha admitido públicamente el alcance de esta ola de “incredulidad y desconfianza” y, ante el vendaval, ha cuestionado su propio rumbo. “Hay que reconsiderar hacia dónde nos dirigimos”, ha declarado. Sus próximos pasos son, por ahora, una incógnita. Pero no le queda mucho tiempo. El clamor es cada día más amplio. Algo se ha roto. Como ha sentenciado el escritor Fernando del Paso, “la patria se desmorona”.
El enorme impulso con que arrancó el Ejecutivo y que debía detonar este año, con la puesta en marcha de su ambicioso plan de reformas, quedó congelado después del verano. Tres golpes lo frenaron. El primero llegó con la muerte a sangre fría de 15 civiles en Tlatlaya a manos de militares. El ocultamiento de los asesinatos, quebrado gracias a una testigo, dejó en evidencia al Ejército. Luego vino la tragedia de Iguala. La matanza de los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, perpetrada por sicarios con apoyo de la policía municipal, expuso en toda su crudeza la connivencia entre el poder político y el crimen organizado. La indefensión de las víctimas, la enloquecida brutalidad de los asesinos, la complicidad de las autoridades locales desataron una gigantesca ola de rechazo. México, unido en el dolor, clamó contra la barbarie. Y fue justo entonces cuando saltó la última estocada: en una imparable tanda de revelaciones periodísticas, quedó al descubierto que tanto la esposa del presidente como el todopoderoso secretario de Hacienda habían comprado sus casas de lujo a uno de los grandes contratistas de la Administración. Ella a plazos, y el secretario gracias a un crédito concedido por el propio empresario. Luego, también se descubrió que el presidente había incurrido en una práctica parecida en su etapa de gobernador.
El escándalo hundió la imagen del Gobierno y sacó de su madriguera al viejo demonio mexicano de la sospecha. El país volvió al pasado. Ya no estaba en tela de juicio únicamente el paradero de los 43 normalistas, sino los 23.000 desaparecidos desde el inicio de la guerra contra el narco. Tampoco se debatía ya un conflicto de interés por la compra de una casa sino la corrupción del sistema entero. La duda pasó a ocupar el carril central de la política.
“Estamos en los albores de una revolución social. Hay una gran frustración, una gran confusión y un gran desánimo. Y el centro de todo ello es la corrupción, el conflicto de interés. Esta vez, no se va a resolver con el olvido ni con el paso de tiempo. Como ocurrió en los años ochenta con el fraude electoral, hay un clamor para que se cambien las reglas del juego. Eso es innegociable”, afirma el escritor e intelectual Héctor Aguilar Camín.
Al descrédito y la desconfianza se ha añadido un factor inesperado: la crisis del petróleo
El incendio ha sido advertido por los estrategas del Gobierno. En diciembre mismo el presidente trató de desactivar el descontento con una segunda agenda de reformas, destinada a reforzar la seguridad y combatir la impunidad. El paquete legislativo incluía la disolución paulatina de la policía municipal. Pasadas las navidades, ha vuelto a la carga. Consciente de que se enfrenta a una crisis de dimensiones históricas, el Ejecutivo ha abandonado el discurso triunfal de la etapa reformista, ha admitido errores y prometido más receptividad. Como cortafuegos ante los escándalos inmobiliarios, Peña Nieto ha designado un zar anticorrupción con la encomienda de investigar los casos en los que él mismo, su esposa y secretario de Hacienda se han visto envueltos. En el terreno de la seguridad, ha apretado el acelerador de las capturas. En apenas una semana han caído el líder de Los Caballeros Templarios, el cartel cuya extrema brutalidad desató la revuelta de las autodefensas, y el último cabecilla de Los Zetas, la más sanguinaria de las organizaciones criminales. Y para pasar página en el caso Iguala, ha reemplazado al procurador general, Jesús Murillo Karam, el político que personificó la investigación del caso y que estableció como “verdad histórica” una versión oficial rechazada por los padres. En su puesto, ha situado a una senadora priista, muy vinculada al Poder Judicial y hermana de un vicepresidente de Televisa.
Los efectos de ambos nombramientos están por ver, aunque difícilmente tendrán capacidad por sí mismos para dar un vuelco a la crisis de confianza. Murillo Karam, profundamente erosionado por las aristas de Iguala, era desde hace meses un cadáver político. En el caso del zar anticorrupción, el hecho de haber sido designado por el presidente y de que sea un hombre próximo al secretario de Hacienda han diluido, en origen, su credibilidad.
“Los mexicanos estamos disgustados, desolados, hartos, decepcionados, desesperados. Lo que sorprende es que, a pesar de que el presidente ha reconocido que en México hay desconfianza y escepticismo, no se estén tomando medidas para enfrentar esa situación. Me refiero a medidas drásticas como una crisis de gabinete”, indica María Amparo Casar, catedrática de Estudios Políticos del CIDE.
“Las salidas han sido en falso, no han logrado restablecer la conversación entre el Gobierno y los ciudadanos, los mensajes no han cambiado el estado de ánimo, porque han sido muy superficiales”, añade Edna Jaime, directora del think tankindependiente México Evalúa.
La partida política aún está por jugarse, pero las cartas no son buenas. Al descrédito y la desconfianza se ha añadido un factor inesperado: la crisis del petróleo. En un país altamente dependiente de los ingresos del crudo, la caída de precios ha enfriado la economía y forzado recortes en el gasto y las previsiones (en torno al 3%). La inestabilidad de algunas zonas, como Guerrero, donde hasta Coca-Cola ha dejado de distribuirse por los continuos asaltos de la izquierda radical, no hacen sino ensombrecer el horizonte de recuperación. El consumo, temeroso, aún no ha roto aguas y el sueño del despegue económico ha sido aplazado un año más. “Soy moderadamente pesimista. No veo una recesión ni una crisis grave, pero sí un problema estructural que no se ha resuelto: el mercado interno no se recupera, y mientras eso ocurra, la economía no despegará, seguirá frenada”, afirma Gerardo Esquivel, profesor-investigador del Colegio de México.
Todo ello confluye en un momento clave para México. El 7 de junio se celebran las elecciones parciales (Cámara de Diputados, 1.015 ayuntamientos, 17 Cámaras estatales y 9 gobernadores). Los comicios serán inevitablemente una reválida para Peña Nieto y para su partido, el PRI. Pero también para las otras fuerzas.
La tragedia de Iguala y las fuerzas liberadas por el estallido popular que le siguió han alcanzado de lleno a la izquierda. El PRD, que en las pasadas presidenciales quedó en segundo puesto, ha perdido el pulso. Su fundador y patriarca, Cuauhtémoc Cárdenas, ha abandonado sus filas, y el que fuera su más carismático candidato electoral, Andrés Manuel López Obrador, ha fundado su propio partido, Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), con un solo objetivo: disputar la presidencia en 2018.
Con sus dos mayores adversarios divididos, el PRI se enfrenta a las elecciones con cierta calma
Un poco mejor sitúan las encuestas al PAN. La formación que en 2000 logró acabar con 71 años de dominio ininterrumpido de poder priista, se mantiene en torno al 25% para la Cámara de Diputados, un resultado similar al obtenido en las presidenciales. El porcentaje le ubica como segunda fuerza, pero muy lejos de cualquier ambición presidencial. Y en su horizonte se atisba una cruenta batalla interna. La facción que perdió las primarias de mayo frente a Gustavo Madero, un pragmático que apoyó los pactos con Peña Nieto, se ha reagrupado para un nuevo combate en torno a Margarita Zavala, la esposa del expresidente Felipe Calderón (2006-2012) y principal detractor de los acuerdos.
Con sus dos mayores adversarios divididos, el PRI se enfrenta a las elecciones con cierta calma. Es la única formación que mantiene sin demasiado desgaste su tercio electoral. Encabeza las encuestas con un 30%, y, para completar su mayoría, cuenta con una formación satélite, el Partido Verde, una chirriante amalgama que igual pide la pena de muerte que el cierre de los circos, pero cuya intensa campaña mediática le coloca en la disputa por la tercera plaza.
“Van a quedar dos grandes partidos, el PRI y el PAN, y luego tres intermedios PRD, Morena y Partido Verde. Es inevitable que las elecciones se vean como un plebiscito presidencial, pero Peña Nieto va estar fuera de la contienda. Ya no es un activo para el PRI y el partido no quiere cargar con su desprestigio”, señala el analista político Roy Campos.
La victoria del PRI en un entorno tan hostil confirmaría que es la maquinaria política más adaptada al abrupto territorio mexicano. Pero ni un triunfo electoral daría descanso a Peña Nieto. La verdadera partida, la gran apuesta, son las presidenciales de 2018. En un sistema donde la reelección no es posible, el presidente, que a diferencia de todos sus antecesores priistas, es el único forjado en la experiencia seminal de la oposición, tiene como tarea dejar la puerta abierta a su sucesor. Para lograrlo, como señalan los expertos consultados, tendrá que volver al punto inicial que le llevó al poder. Recuperar la confianza y lograr el despegue económico. Muchos obstáculos se interponen. El descrédito es posiblemente el mayor de ellos. México, como ha dicho el propio Peña Nieto, es una nación puesta a prueba. Su presidente, también.



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