La ciudad en la que se desencadenó la matanza de 43 estudiantes asiste a una sucesión de crímenes con el sello del narco que muestran que la situación crítica permanece
No amanece en Iguala. Esta histórica ciudad, que en su día fue cuna de la bandera mexicana y que ahora figura en los anales por la muerte y desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, sigue presa de la violencia extrema. Solo entre el miércoles y el viernes de esta semana, en menos de 72 horas, fueron asesinadas 14 personas en el municipio. El recuento del baño de sangre, publicado por El Universal, es un viaje a las simas de la brutalidad. Una embarazada acribillada junto a su hijo, un médico tiroteado en la cabeza, un representante agrario ultimado a la puerta de su casa, dos jóvenes baleados en pleno centro, tres cadáveres hallados junto al río San Juan, seis ejecutados por el extraño grupúsculo Sierra Unida Revolucionaria… Los días son oscuros en esta población de 130.000 habitantes y calles rectilíneas, donde, lejos del discurso oficial, el narcoterror impera y se suma al caos de un Estado en llamas.
En Guerrero, los grupos radicales, con ramificaciones en los movimientos guerrilleros del sur, mantienen a diario virulentas protestas, con cortes de carreteras, ataques a sedes oficiales y tomas de empresas (Coca-Cola ha dejado de distribuirse por los asaltos sufridos).
El poder estatal, sumido en el descrédito tras años de corrupción, carece de capacidad para contener la marejada. Y las fuerzas federales a duras penas mantienen el equilibrio. En este horizonte convulso, el narco no deja de afilar su guadaña. Solo en Acapulco, la antigua perla del Pacífico mexicano, han muerto asesinadas 137 personas en tres meses. E Iguala, enclavada en el corazón de las rutas del narco, le sigue los pasos.
Detrás de la oleada de crímenes de estos últimos días aparece, en al menos seis casos, la mano de Los Rojos. Este sangriento cartel es el rival de Guerreros Unidos, la organización que, según la versión oficial, asesinó y quemó la noche del 26 al 27 de septiembre a los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa al confundirles precisamente con sus adversarios.
El poder estatal carece de capacidad para contener la marejada y las fuerzas federales a duras penas mantienen el equilibrio
La implacable guerra entre ambos grupos, que ha tenido en Iguala uno de sus epicentros, hunde sus raíces en la caída el 16 de diciembre de 2009 de Arturo Beltrán Leyva, el llamado Jefe de Jefes. Su muerte dejó sin cabeza un narcoimperio que ocupaba vastas extensiones entre el Pacífico y el centro de México. El vacío de poder fue ocupado casi inmediatamente por una constelación de bandas ultraviolentas que empezaron a disputarse el botín. En esta turbulenta confrontación, ganaron terreno rápidamente Guerreros Unidos y Los Rojos. Enemigos encarnizados, su enfrentamiento ha cubierto de sangre durante los últimos años el territorio. El propio líder de Los Rojos, Crisóforo Rogelio Maldonado Jiménez, tras escapar herido de una emboscada, fue ultimado el 14 de diciembre de 2012 en una unidad de vigilancia intensiva de la Ciudad de México. Allí le mató con silenciador un sicario disfrazado de médico. Un tiro en el abdomen y otro en el tórax.
La persecución emprendida por las fuerzas policiales contra ambos carteles no ha sido capaz de contener esta espiral. La caída de los cabecillas de Guerreros Unidos tras la ola detenciones desencadenada por la matanza de normalistas ha dejado campo abierto a Los Rojos. Los asesinatos han seguido y en ciudades como Iguala, con cientos de desaparecidos, ni el desmantelamiento de la Policía Municipal, corroída hasta la médula, ni los controles de la Policía Federal y el Ejército han traído la tranquilidad. El miedo sigue imperando. Catorce muertos en menos de 72 horas dan fe de ello.
JAN MARTÍNEZ AHRENS México
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