miércoles, 31 de julio de 2013

Un gesto anónimo de Sabato

Aquél era un verano desolado: no se podía trabajar para el alma y se trataba apenas de mantener vivo el cuerpo. Era el comienzo de 1975 y Natalicio Barragán, en Abaddón... , al amanecer, sobre los mástiles del Riachuelo, había visto al gran dragón bermejo que anunciaba la era de la sangre, la llegada del tiempo que no dejaría piedra sobre piedra.
Atrás había quedado 1974 con la muerte de Juan Domingo Perón, el 1º de julio, y con los crímenes callejeros de Silvio Frondizi, Atilio López y el general chileno Carlos Prats. Y serían aquellas tres muertes brutales apenas una parte de los asesinatos relacionados con la Triple A, que llegarían a 359 homicidios comprobados tan sólo en 1975 (investigación Conadep, 1984), nunca juzgados y ni siquiera investigados.
Si los diarios son la voz de una nación, pocas veces, como entonces, la Argentina enmudecía. Porque el oficio de periodista, acosado por el terror, se iba convirtiendo en imposible. Por eso, Ernesto, ahora y mientras Anubis lo lleva a la otra orilla, permita que le hable al oído, como hacían los egipcios para hablar con el alma eterna de los ancianos y los muertos, y deje que le recuerde los amargos hechos por los cuales fui cobijado bajo su enorme y solidaria presencia.
En el diario El Mundo, durante la noche del 23 de febrero, un camión se detuvo frente al edificio: bajaron grupos de la Juventud Peronista de la República Argentina y ametrallaron la redacción durante veinte minutos. Algunos pudimos escapar por las terrazas, como delincuentes. Y finalmente, cuando llegó la policía, los periodistas que habían sobrevivido bajo sus escritorios fueron detenidos, mientras los atacantes se retiraban por Sarmiento y Suipacha.


Tiempo después, y a partir del secuestro y asesinato del fotógrafo Julio César Fumarola, el diario fue clausurado y empezaron, en nuestras casas, las amenazas telefónicas hasta la madrugada. Varias noches, junto a otros colegas, debimos abandonar nuestros domicilios y dormir en la Asociación de Periodistas, en Avenida de Mayo (algunos de los amenazados "desaparecieron", otros se exiliaron, pero 600 de ellos figuramos en una lista de la revista Cabildo , publicada en 1986, junto a "subversivos" como "¡Lula da Silva y Gabriel García Márquez"!). Las intimidaciones no cesaron y ese año hubo que dejar la revista Panorama porque José López Rega y la Triple A cayeron sobre la Editorial Abril y su propietario y director, César Civita, tuvo que huir de la Argentina. Otro empleo terminó en forma abrupta cuando el diario La Calle, donde trabajábamos decenas de periodistas, fue clausurado (junto a Crónica), mientras en Córdoba volaban los talleres de La Voz del Interior.


Ya por entonces se percibía, en algún lugar de la ciudad, algo así como un agujero por el que se iban (despedazadas) muchas personas admiradas y queridas. Y al salir de las redacciones, en la noche intimidante, se repetía un diálogo arquetípico, en el que sólo cambiaba el nombre de la víctima:

-¿Quién mató al padre Mujica...?

-Y... fueron ellos...

Y la palabra ausente parecía reventar en las miradas. Porque nadie ignoraba quiénes eran, pero decíamos "Ellos". Y recurríamos a esa no-lengua porque el sentido de las palabras había terminado por derrumbarse. Y porque empezábamos a hablar, también nosotros, en el mismo lenguaje de los seres desesperados que mantienen penosos soliloquios contra la pared de los hospicios, en ese idioma que no tiene cabida en las bibliotecas de lo dicho ni en los archivos de la gramática.

Las llamadas que condenaban a muerte se extendieron contra las familias, y algunos magistrados recomendaban, "como precaución", que los amenazados fuesen separados de ellas "para que no vayan a sufrir daños las madres, las parejas y los hijos". Muchos matrimonios fueron fulminados por las amenazas. Y las recriminaciones, las querellas, el pánico y la soledad, empezaron a minar las cabezas. Vigilados por quienes debían protegernos, enfermados por los que tenían que curarnos, concibiendo hijos en la huida hacia ninguna parte, algunos salimos por una puerta y entramos por otra.

El pabellón N° 7 era una sala en el primer piso del hospital Borda, sin ventanas y con las camas alineadas en dos filas. Recién al oír la lluvia sobre los tejados, muchos parecían darse cuenta de que no tenían que estar allí, drogados por los psicofármacos y sin nadie en el mundo. El doctor Rodolfo Cerruti, afectuoso, me recibía por las mañanas:

-Mire, le aseguro que los enfermeros sólo son enfermeros.

-Pero creo que muchos de ellos son de la Triple A...

-Olvídese...

Una mañana me explicó que en adelante haría hospital de día y podría dejar la internación. Y agregó sonriente:

-Le cuento que esta mañana vino la secretaria del doctor Sisto [Carlos, entonces director]. Alguien llamó al hospital de parte del escritor Ernesto Sabato... Y dejaron un número de teléfono para usted.

-¿Para mí? Pero no conozco a Ernesto Sabato...

-Parece que un amigo suyo le alcanzó lo que usted escribe.

Ya se había instalado la dictadura militar. Ahora sabíamos mejor de dónde provenía el terror que, por otra parte, mantenía algunos parecidos con el anterior.

El primer encuentro tuvo lugar en La Biela. Ernesto Sabato, oculto bajo los lentes oscuros, era al mismo tiempo frágil y agresivo. Lo primero que me sorprendió fue que, a pesar de haberse ocupado de llamarme, no resultaba tierno ni afable.

Pidió café y me miró preocupado:

-¿Usted escribió esto? -dijo, mostrándome unas poesías que un amigo le había alcanzado a Ben Molar, quien se las había entregado a él.

Dije que sí. Y de pronto su trato se volvió campechano.

-Debe de ser difícil vivir con esto -dijo, y señaló, en aquel cuaderno, algo sobre un caso de suicidio.

Parecía atraído por el tema de la locura. Creo que consideraba a los enfermos mentales algo así como "héroes de la cultura".

Sabato no tenía el estilo depurado de Borges ni la fluidez de García Márquez, pero sus novelas eran relatos fragmentarios, apocalípticos, habitados por fuerzas terribles que nos gobernaban (¿no tendría razón?). Sus personajes eran incestuosos, extraños, criminales profundos que habitaban el subsuelo moral argentino, el mismo que había radiografiado Roberto Arlt.

Y además, los detalles: la familia de Alejandra (en Sobre héroes y tumbas ) no sólo conservaba la cabeza cortada del coronel Acevedo, sino que la guardaba en una caja de sombreros.

A poco de conocerlo, se advertía que la rigurosidad de Sabato podía llegar a la crueldad. Por afuera se veía concentrado y medido, pero por dentro era como una usina recalentada y a punto de reventar.

De púber había intentado ahorcar a su hermano recién nacido y, hasta la adolescencia, había padecido sonambulismo. Había sido secretario general de la Juventud Comunista y luego, renegado del comunismo; primero había atacado al peronismo, pero lo había defendido después, en 1955.

-Muchas veces atiendo a personas que están al borde del abismo -dijo, y recuerdo que usó esa palabra: "atiendo".

Después pidió que lo visitase un sábado (¿o un domingo?), a las nueve de la mañana, en su casa. Y me regaló un ejemplar de Cartas a un joven escritor (Ediciones El Mendrugo). Y lo firmó sin poner la fecha y con una letra complicada y diminuta.

Lo que más me impresionó fue la manera en que las personas se acercaban a la mesa: todas creían en él. Agradecían sus actitudes y lo consolaban como si padeciera una enfermedad grave. Y entonces, rodeado por la gente, volvía a ser distante y frágil y contestaba apretando los labios, con una mueca triste, que debía suponerse como de agradecimiento. Tuve tiempo de hacerle una última pregunta:

-Sabato, ¿usted qué opina de la lucha armada?

-No puedo estar de acuerdo. No soy capaz de matar a nadie. Y sería muy cretino si aprobase el crimen a sabiendas de que son otros los que van a ir matar por mí...

En la puerta de La Biela, dijo:

-Le voy a dar un consejo: no haga de su dolor algo curricular. Sólo escriba.

Había ido a verlo, acompañado por una novia flamante. Y Sabato la miraba atraído. Pero no era una mirada lujuriosa. Era la de un hombre que pedía auxilio. Sabato era un maestro. Pero tenía los ojos de un náufrago.

Beda el Venerable dijo que la vida es un pájaro que llega de la sombra, entra a una habitación luminosa y sale por una ventana, otra vez hacia la oscuridad. De ser así, Sabato habría pasado su vida cruzando por esa casa de persianas envejecidas y rodeada por un jardín que parece una selva de araucarias, palmeras y magnolias.

Fui recibido por Matilde (Kusminsky-Richter, 1918-1998), mujer y protectora de Sabato a partir de 1935, desde que se fugó con él, enamorada, a los 17 años.

-Viene enseguida -dijo, y me llevó del brazo hasta una habitación llena de libros.

Sabato se demoró; hablamos de poesía, y Matilde leyó (se lo rogué) una de las suyas: hablaba del amor por Ernesto y se lamentaba porque, alguna vez, después de toda una vida, deberían separarse y el otro tendría que deambular por una casa vacía y desamparada. Luego llegó Sabato y me invitó "a caminar juntos hasta la estación". Otra vez, presencié el amor y el respeto de la gente: en un bar, al que entró para saludar a un vecino, el dueño apagó el televisor apenas lo vio.

En otro encuentro, volvimos a caminar y hablamos sobre el hospital psiquiátrico. Le conté del ex boxeador que decía que "la locura y la angustia son rivales de brazos largos y, si querés pelearles de lejos, te cagan a trompadas"; de la paciente embarazada por un desconocido, que tenía un hijito; no se lo dejaban ver y lloraba frente a la nursery del Moyano, y del médico que robaba, escondida en el portafolio, la carne que después no comían los pacientes.

Hablamos también sobre la muerte. Sabato creía que los viejos mueren por partes y que la muerte, entonces, no es una tragedia ni llega de golpe. Y dijo que quería morir en la casa de Santos Lugares, rodeado del afecto familiar. Supe, más tarde, que la muerte de Matilde lo había desgarrado, que se la pasaba junto a la puerta del cuarto en que ella murió y evocaba los últimos tiempos juntos, cuando se tiraba en la cama y la miraba durante largo rato, y se daba cuenta de que nunca, en los 65 años de convivencia, la había querido tanto como en esos póstumos instantes.

Aquella mañana, Sabato dijo que se había comunicado con el editor Miguel Schapire para que publicase mi libro en su editorial.

No le había pedido nada. Y en aquel momento, experimenté un raro sentimiento que el propio Sabato había definido de manera genial en uno de sus libros: "Y entonces fui casi feliz. Pero intensamente".

Y quise abrazarlo. Pero no fue posible. Creo que la única persona del mundo que en ese tiempo podía tocarlo era Matilde. (¿Por qué, Ernesto? ¿Por qué al menos no abrazó usted a su hijo Jorge, aquel hombre sensible y culto fallecido en 1995? Supe que después lo lamentó y que, como una forma de tenerlo a su lado, empezó a escuchar con desesperación la misma música que Jorge escuchaba.)

El libro estuvo listo a principios de 1978. La dictadura militar estaba en su apogeo y organizaba el Mundial de Fútbol. El crimen se había vuelto más terrible y abierto. Pero otra vida empezaba a latir tenuemente en las catacumbas. Y fue así como, de pronto, me encontré rodeado de personas como Fernanda Mistral y Duilio Marzio, Daniel Toro y la pintora Aída Carballo, que se sumaban para resistir el terror a través de la solidaridad y del arte.

Pero, de manera inusitada, Sabato tuvo una respuesta sorprendente al negarse a presentar el libro y, acto seguido, se encerró en un mutismo imprevisto y casi hostil.

Llamé preocupado a Matilde para preguntarle si había hecho algo mal: "No te preocupes -dijo-. Ernesto te tiene cariño y aunque él diga que no, es probable que vaya a verte en la presentación".

Finalmente, aquella noche, Sabato llegó solo, sin aviso. Y ante el silencio que provocó su entrada, dijo simplemente:

-Vengo a presentar su libro.

Habló durante quince minutos, fue muy aplaudido, y no le hicieron preguntas. Después se acercó, me acarició la cabeza y dijo terminante:

-Y ahora, no quiero verlo nunca más. No me llame...

-¿Hice algo malo, Ernesto?

-No. Pero no quiero amigos nuevos. No quiero más afectos de los que ya tengo.

En la vida del hombre de Santos Lugares, hay cuestiones que podrían discutirse (en otra nota). Pero no es convincente la especulación de algunos escritores (María Pía López, Alejandro Korn o el recientemente fallecido David Viñas), en el sentido de que "la verdadera profesión de Sabato fue la de constituirse a sí mismo en una santidad inmaculada". Porque aunque fuese cierto que "trabajó toda su vida para un destino de bronce", la verdad es que lo consiguió. Y ese logro es meritorio para la Argentina actual, cuando tantos personajes públicos intentan construirse a sí mismos sin haber hecho nada al respecto.

Para Gilles Deleuze, los hechos históricos son como un toallón: según cómo se lo doble, unas partes se verán y otras, no. Sobre esa idea, se ha establecido que "una situación histórica es una situación porque nos obliga a habitarla y a pensarla desde adentro. De lo contrario, sólo es una mera ocasión para desplegar un pensamiento previamente constituido" (Ignacio Lewkowicz, filósofo e historiador argentino).

Habitar no es tan sólo interpretar. Habitar es pensar una situación habiéndola vivido. Y doblar el toallón con autenticidad es unir la experiencia propia con los puntos externos de aquel momento histórico.

Lo vivencial es la actitud de Sabato en este caso y en su momento de mayor prestigio personal. Y los puntos externos son los de la Argentina de 1975, dividida en zonas militares y con Isabel Martínez de Perón viajando a Chile para condecorar a Augusto Pinochet con la Orden del Libertador San Martín. Una Argentina demencial y nunca juzgada, en la que el decano de Filosofía y Letras saludaba con estas palabras al rector: "Compañero Ottalagano [Alberto], le recuerdo el lema que nos guía: «Isabel, los que van a morir te saludan»".

Ninguno de los que gobernaban entonces y hacen silencio hoy tendrá jamás tanta indiferencia por el dinero como el autor del tremendo "Informe sobre ciegos". A ninguno de ellos, en medio de tamaña deshonestidad deliberada, le pesará tanto la conciencia como a Sabato, ni nunca llegará a saber que, a veces, a ciertas personas las palabras les estallan como si fueran mazazos en medio de la cabeza.

Ernesto Sabato, de quien se podrá discutir debidamente, ayudó a un hombre a ponerse de pie y jamás se le ocurrió publicitar el caso. Tan sólo ante ese hecho, y frente a la modestia de Sabato en acción, aquel staff (en muchos casos todavía vigente), queda reducido a un tumulto de monigotes mojados.

Por Luis Frontera.

Festival Caracalla... Imperdible

Una de las ciudades con intensa vida musical y cultural durante el verano es ROMA, quien desarrolla el Festival Caracalla.

El Teatro de la Ópera de Roma fue conocido como el Teatro Costanzi por su constructor, el empresario Domenico Costanzi. Fue financiado privadamente por Constanzi, quien le encargó el proyecto al arquitecto milanés Achille Sfondrini, un especialista en la construcción y renovación de teatros. Sfondrini prestó especial atención en su proyecto a la acústica de la sala, que originalmente tenía un aforo de 2.212 espectadores, planta de herradura, tres pisos de palcos, un anfiteatro y dos galerías, que culminaban en una cúpula decorada con frescos de Annibale Brugnoli.
Costanzi se encargó personalmente de la gestión del teatro, y durante su mandato se produjeron importantes estrenos mundiales, como el de Cavalleria rusticana, de Pietro Mascagni. A la muerte de Costanzi, su hijo Enrico se hizo cargo de la empresa del teatro, produciéndose en su etapa el mayor acontecimiento de la historia del teatro: el estreno de Tosca, de Giacomo Puccini (14 de enero de 1900).
La temporada de la Ópera de Roma tiene su sede principal en el antiguo Teatro Costanzi, aunque algunas representaciones, principalmente ballet  y conciertos, se han trasladado al recientemente restaurado Teatro Nazionale, un antiguo cine situado en la Piazza del Viminale, a pocos metros del Costanzi. Por otra parte, desde 1937 se lleva a cabo una temporada estival de representaciones al aire libre en el escenario levantado en las Termas de Caracalla.

Durante los meses de verano la actividad se muda a las Termas de Caracalla.Las Termas de Caracalla o Termas Antoninas, fueron baños públicos de la Roma imperial . Se construyeron entre 212 y 217 d. C., bajo el gobierno del emperador Caracalla. Se inauguraron con el nombre de Termas Antoninas, pues era el nombre de la dinastía a la que pertenecía el emperador Marco Aurelio Antonino Basiano, quien nunca fue conocido como Caracalla. Actualmente, las extensas ruinas de estas termas son una atracción turística importante.
Para todos aquellos turistas que visiten Roma, una visita imperdible, el Festival Caracalla en las legendarias termas romanas donde podrán disfrutar de excelente propuestas artísticas.

Más información: www.operaroma.it

Por: Martín Leopoldo Díaz.


¿Para qué sirven los museos?

¿En qué se han convertido? ¿Qué es un museo hoy en día? ¿Lugar de espectáculo y entretenimiento o de conocimiento? La irrupción de las industrias culturales y el turismo puso a la institución en crisis. En la era en que las pantallas y la visualidad mandan, pueden enseñar a mirar y a criticar a través de la imagen o convertirse en apenas un paseo para las multitudes, no muy distinto de la tevé. En la imagen, Museo Soumaya, del magnate Carlos Slim, en México.


Todo comenzó por acumulación, esa vieja costumbre que tenemos los humanos. Cráneos, huesos, animales disecados, estampillas, libros, vasijas, bocetos, pinturas, momias, muebles, joyas, esqueletos, tacitas de té… A algunos difuntos, en el Neolítico –y aún en la actualidad– hasta se los enterraba con estos objetos queridos, acumulados a lo largo de toda la vida. Tal era el lazo de apego, tal la significancia. En la Antigüedad Clásica, en cambio, en tiempos en que las reliquias eran los ítems a coleccionar, empezó a esbozarse un concepto distinto, una especificidad: comenzó a valorarse la belleza, y como consecuencia, al coleccionismo de objetos artísticos. Por eso también comenzaron a formarse en Grecia colecciones civiles y privadas, cuyo fin era ostentar un poder económico y político. En realidad, algo bastante parecido a lo que pasa en la actualidad con las colecciones y los coleccionistas salvo que, como dirá más adelante el coleccionista Eduardo Costantini –también dueño del Malba–, hay una característica que tomó un relieve fundamental hoy en día: la de la pequeña sociedad, la comunidad que una colección crea alrededor. “Se va creando una comunidad entre coleccionistas, y entonces se hacen circuitos, se habla sobre las obras, se va a eventos juntos”, dirá Costantini.

Muchos siglos después de Grecia, hace tan sólo diez años, tiburones inmersos en piletas de formol –que no, no son las salas de Anatomía I de la Facultad de Medicina, sino las esculturas de Damien Hirst–, y más esculturas hechas sólo con luz, otras con sangre disecada, gritos guardados en formatos digitales, performances grabadas en DVD o documentadas en fotografías, pinturas hechas con comida, con gusanos, con materia orgánica, también fueron acumulables, coleccionables y susceptibles de ser expuestos, mostrados, en público y en privado… Era la hora del coleccionismo de arte contemporáneo (en realidad, del arte del siglo pasado).

Todos estos objetos acumulados, coleccionados a lo largo de distintas épocas y contextos, fueron formando recordatorios emocionales, conjuntos, pequeños y grandes depósitos a puertas abiertas o cerradas, creados –fundamentalmente– en Europa. Al menos, esta es la parte de la Historia que conocemos. Hasta ahora estamos hablando de coleccionismo, de esa antiquísima dinámica que Susan Sontag define como una conexión entre presa y cazador, entre objeto y amo. Nos referimos al coleccionismo como la antesala del tema que nos interesa: tan sólo porque es un pariente del museo, (“Museos –dirá en su libro sobre el tema Américo Casilla, ex director Nacional de Patrimonio y Museos, ex director del área cultural de la Fundación Antorchas y actual director de Typa)–, esos artefactos tecnológicos producidos por las culturas más diversas”. Las colecciones son su antepasado y también sus primos. Están en varias partes de su árbol genealógico. Recién en la segunda mitad del s. XVIII, con el Barroco y de la mano de los postulados de la Ilustración, se originó un tipo de coleccionismo diferente a todos los anteriores. Con la Ilustración y su afán didáctico, enciclopédico y científico, y luego de siglos de colecciones creadas fijándose a veces más en la cantidad que en la calidad, sin criterios de jerarquización ni clasificación, salvo cuando aparecieron las Wunderkammer , Kunsterkammer , Wonder chamber , Cabinets de Curiosités o Cámaras de Maravillas, durante los s. XVI y XVII, esas habitaciones donde se almacenaban, guardaban o archivaban objetos exóticos o fascinantes. Ahí sí se esbozaron las categorías de “Artificialia”, “Naturalia”, “Exotica” y “Scientifica”. Fue ese coleccionismo el que dio nacimiento al museo, a esos museos que reconocemos emblemáticos, como el Louvre o el Británico. Es el modelo de museo que se asentó en el s. XIX.

En la Argentina, ejemplos claros y grandiosos de este tipo de institución son el Museo de Ciencias Naturales de La Plata y el Bernardino Rivadavia. Gigantes, repletos de mamuts reconstruidos a partir de un hueso, y con vitrinas antiguas, con museografías de otras épocas que conviven con otras contemporáneas, presentan, en un mismo espacio, temporalidades diferentes. “Fijate que las vitrinas del Museo de La Plata no están hechas para que el público pueda admirar lo que se expone, porque son altísimas, en ellas todo está muy arriba, sino que fueron hechas para guardar objetos, o para los investigadores. Y hoy en día siguen funcionando”, dirá el antropólogo y crítico cultural Néstor García Canclini cuando le pregunte sobre los museos a lo largo de los siglos. Por su parte, Irina Podgorny –antropóloga e historiadora de los museos de ciencia–, comentará cómo éstos fueron creándose, en la Argentina, en el s. XIX, a la par que nuestro país, un poco por casualidad, un poco por favor político, otro por voluntad y algo por buena fe.

En América Latina, y en especial en nuestro país, hay varios tipos de museos: existen las casas-talleres de artistas, los de ciencias, los universitarios, los creados en lugares históricos –como el Museo Marítimo en el ex Presidio de Ushuaia–, las salitas armadas con colecciones amateurs, que sobreviven en algunas provincias; y también estos grandes museos más aggiornados, de importancia nacional, con mayor presupuesto, algunos de ellos privados.

Los que hoy tienen más relevancia y visitas son sin duda los de arte contemporáneo. ¿Porque ofrecen educación, como se pretendía en el s. XIX? ¿Porque ofrecen diversión, consecuencia del nacimiento de las industrias culturales de mediados del s. XX? ¿O porque ofrecen, simplemente, un paseo ritual, un “deber hacer”?

En otras palabras, ¿qué es un museo hoy en día? Contesta Néstor García Canclini, vía telefónica desde México: “Los museos hoy en día son muchas cosas, no hay un solo modelo de museo ni una política predominante en el mundo. Mi idea es que ese ciclo de los museos-espectáculo, con arquitectos de nombre, y con un atractivo puesto más en el continente que en el contenido, está cerrándose, esta agotándose.

Entonces, ¿qué modelo de museo piensa que se está formando en el s. XXI en el mundo y en Latinoamérica?

No veo un modelo predominante en el futuro. En América Latina creo que hay varios pertinentes. La Pinacoteca de Sao Paulo tiene un modelo a partir de la restauración de un edificio y de un programa de pocas adquisiciones pero convenios muy inteligentes con exposiciones internacionales itinerantes, como la de Cruz- Diez, que estuvo hace meses allí. Primero estuvo en el Malba y ahora la tenemos en el de Arte Contemporáneo de México.

Más que un modelo de museo, eso es un modelo de itinerancia de las muestras. Eso va creciendo. Otro punto importante es la internacionalización.


¿Por qué es importante la relación internacionalizada de los museos? ¿Qué les aporta?


Bueno, es difícil ya defender un museo ensimismado. La historia de los museos es la de la exhibición de su propia identidad o de las conquistas, si hablamos de los imperios, como en el caso del Museo Británico. Pero todo estuvo centrado en la historia nacional, y en lo que esas naciones habían hecho consigo mismas y con los otros. En la actualidad, la interdependencia es tal, que hasta han surgido nuevos museos, como el de las migraciones, el de las fronteras… y los propios museos nacionales –de historia o de arte– han tenido que reconocer esa interdependencia con lo que sucede en el mundo, con el mercado, con los nuevos medios de comunicación. O sea, los museos compiten con la televisión, con las redes sociales; y las pueden usar, también.


¿La tevé y las redes sociales compiten con los museos porque son un entretenimiento más?


En parte sí. Aunque no son sólo un entretenimiento: tienen que tener en cuenta que la visualidad hoy no se enseña sólo en la escuela o en el cine, si no en una serie de pantallas muy diversas y que ofrecen una variedad, no sólo de entretenimiento sino de información, digerida de otra manera. Esto no quiere decir que el museo deba atelevisarze o convertirse en una red social: tiene un espacio físico que debe considerarse en su especificidad, en su potencialidad. Pero por eso mismo es muy interesante la concepción de colección que están manejando algunos de los principales curadores de los más importantes museos del mundo, como Manuel Borja-Villel, del Reina Sofía, quien habla de centrar los misterios del acervo y de la circulación del arte no en la noción de colección sino de circulación de los acervos.


Por su parte, Jessica Morgan, curadora de la Tate Modern de Londres, en charla telefónica desde esa ciudad, sostiene que “los museos se han transformado en espacios mucho más sociales, comunes e interactivos que lo que eran antes, cuando solían ser espacios para la contemplación individual y reflexiva”. Si se le pregunta para qué sirve un museo hoy en día, responde que los museos hoy son, por lejos, espacios culturales muchísimo mejor situados que cualquier otra institución del mismo tipo (el teatro, el cine, la danza), para hacer frente, como potencia social, a una dirección que podría ser impuesta. “En un museo –agrega con razón–, nadie se ve obligado a sentarse en una silla y a ver algo que le imponen. Yo les doy la bienvenida a los cambios que incrementaron la popularidad de los museos. Creo que es un malentendido imaginar que el incremento de público o de popularidad significa necesariamente una baja de la cualidad.


¿Piensa que los museos se convirtieron en espectáculos o en atracciones turísticas?


No estoy en contra de la idea de espectáculo o de entretenimiento. Creo que el arte puede –y con frecuencia, debe– ser entretenido. Por otro lado, siempre han sido atracciones turísticas. Pienso en el “gran tour”, que se realizó en el s. XVIII como parte de un crucero por museos y sitios culturales europeos...

¿Qué tipo de conocimiento le brindan los museos de hoy en día al público?

Un conocimiento que se deriva del aprendizaje visual, el que en la edad de la sobrecarga de los medios de comunicación es extremadamente importante. Los museos pueden enseñar a mirar, a criticar, a comprender y crear a través de la imagen, en lugar del lenguaje. Son una herramienta muy poderosa de nuestra época.

Para Guillermo Alonso, director del Museo Nacional de Bellas Artes, “un museo tiene distintas funciones. El MNBA, que es un museo de colecciones, es principalmente un lugar de estudio, de preservación de sus propias colecciones. Eso es lo primero. Luego, es sumamente importante la relación que mantiene con la comunidad y con su entorno. En el fin del s. XX y en lo que va del XXI, veo que la conducta del público dentro de los museos se modificó. Las personas van, se quedan horas ahí, cada vez pasan más tiempo. Cuando yo estudiaba Derecho en el edificio frente al MNBA y ni me imaginaba que podía llegar a dirigirlo, venía a estudiar a las salas del museo porque estaban vacías y, entonces, eran silenciosas. Eso hoy es imposible. No habría cómo preparar Derecho Romano en este espacio”, dice con una sonrisa.

Marcelo Pachecho, curador jefe del Malba, no tiene dudas: “Sigo creyendo en el museo –dice– como en una de las instituciones creadas por la Modernidad, transmisora de valores. Sigo creyendo que un museo es el mediador de lazos comunitarios y de pertenencia. Más allá de la transformación que sufrió el museo al entrar en las industrias culturales en los últimos veinte años, con todo el tema de las industrias turísticas, y del ingreso al ámbito del negocio y del show, los museos siguen teniendo esa capacidad. Y me parece una función central. Porque creo que siguen siendo un lugar en el que se maneja fundamentalmente la distribución de valores y que tiene que ver con valores de intercambio, esa distribución particular de la identidad. Y con la inclusión de la ciudadanía, con la pertenencia... Sigue funcionando eso. Pero de una manera complicada, porque enfrenta una situación muy difícil de resolver, en términos de que se han transformado en centros vinculados con el espectáculo y con una concepción del museo donde la gente pasa por las salas sin tener ya relación con la obra.


Entonces, ¿para qué va el público al museo?


Porque el museo se transformó en una institución más de las industrias culturales.

Van de paseo. Los museos construidos en el mundo en los últimos veinte años tienen cada vez mayor cantidad de metros dedicada a las confiterías y tiendas, antes que a las salas de exposición. Muchas veces no es un buen negocio, pero siguen ampliándose porque la imagen sigue siendo poderosa. La imagen sigue siendo uno de los principales mecanismos de construcción de la ciudadanía. Y aun más con la globalización.

En este tipo de museos, donde las exposiciones son tan marketineadas y publicitadas como un espectáculo de Broadway, ¿dejó de importar la obra?

En parte sí, porque en realidad lo que se está vendiendo es una marca. Lo que vendés es el poder de convocatoria que tienen determinados artistas, y todo lo que se mueve alrededor de la historia del arte en relación a los grandes maestros, por ejemplo. Entonces es cierto que parte de las exposiciones se olvidan de las obras. Eso depende de las decisiones institucionales y curatoriales.

En 2001, Eduardo Costantini decidió hacer pública su colección de arte y crear su propio museo. ¿Por qué? Responde en estos términos: “Bueno, yo soy un coleccionista nato. De chico, coleccionaba estampillas. Pero tiempo después, con mi colección de obras, a medida que fue mejorando y los años fueron pasando, tomé conciencia del valor artístico de la colección. Tomé conciencia, también, de la dimensión social que tiene una obra de arte, sobre todo, un conjunto de obras de arte. Y llegó un punto en que me di cuenta de que tanto las obras como los coleccionistas tienen un rol social.” Comenta García Canclini sobre el tema: “Los coleccionistas jugaron un papel importante en la historia de los museos, pero también a veces han puesto muchas condiciones”. “Es un papel complejo. Pero en la Argentina, el papel del coleccionista está condicionado por la despreocupación del Estado, que no compra casi nada de obra contemporánea. O sea, no compra obra en el momento en que se está produciendo. Esto pasa y pasó en la Argentina y en otros países de América Latina. ¿Qué consecuencias arrastra? Que en buena medida, la obra se está yendo de la región”.





INVENTAR UNA HISTORIA DEL ARTE
POR Luis Pérez Oramas - Curador de Arte Latinoamericano del MOMA


La de arte contemporáneo es una noción inestable, resbaladiza, porosa. Los museos que se la atribuyen existen en una aguda ambigüedad de tiempos: se consagran al arte producido durante las últimas 24 horas y también a aquel concebido en los últimos 45 años.

En realidad todo museo de arte debería estar destinado a ser un museo de arte contemporáneo. Todo museo es una instancia presente en la que se proyectan, gracias al halo de luz que emana de nuestros días, las sombras de objetos pasados –aun cuando fuesen hechos durante las últimas 24 horas– para hacerse así contemporáneos.

Entender la dimensión anacrónica del presente, la arqueología inmediata del estar-aquí, ahora; la densidad histórica de nuestro tiempo: tal es el desafío de lo contemporáneo. Ser contemporáneo es tener el coraje de enfrentar la oscuridad de nuestros días, creo recordar que ha dicho Giorgio Agamben. Lo que no debe ser el museo de arte contemporáneo es el promotor de un estilo internacional en el que se aplanen todos los relieves, se aclaren todas las sombras, se disimulen todas las estrías para hacernos creer que vivimos en un mundo global y sin historia. Sólo es global el mercado, y siempre en detrimento de la realidad.

Los museos de arte contemporáneo en América Latina son novedad. En realidad siempre existió una confusión: se llamó así, desde el inicio, a museos destinados a la investigación de nuestras modernidades. Museos de arte moderno –en San Pablo, Caracas, Bogotá, quizá en Bs. As.– usurparon el nombre del arte contemporáneo, y viceversa. Sucede, en reglas generales, que nuestras modernidades artísticas surgieron antes de que existiesen las narrativas históricas que pueden enmarcarlas. Nuestras modernidades precedieron a nuestra historia del arte, y cuando no fue así entonces la acompañaron en su surgimiento –incluso en México, donde la musealización de las culturas precolombinas es, de hecho, una de las escrituras de la modernidad.

Los museos son dispositivos de capitalización: allí se acumula y se inventa un capital simbólico; desde allí se refuerza la dimensión capital de un lugar, una ciudad, un acervo, un tiempo. Capitalizar el presente: tal sería una misión para el museo de arte contemporáneo: hacer(nos) ver, allí, en nuestro tiempo.

Finalmente, si en Europa los museos fueron el resultado de la historia del arte, en América Latina la precedieron. Existieron antes de que esta se haya constituido en disciplina autónoma, o antes de que hubiese alcanzado sanción académica o social suficiente, aún menos política. De allí una misión aún más exigente: inventar nuestra historia del arte, incesantemente.



¿PARA QUE UN MUSEO?


POR Irina Podgorny - Investigadora del CONICET en el Archivo Historico del Museo de La Plata

Los museos suelen describirse como “lugares de la memoria” aunque con ello se niegue su historia y el olor de olvido que hasta hace poco exhalaban. La década de 1820 vio surgir el fervor de los museos públicos. Lejos de rememorar el pasado, proyectaban el futuro, ligando el bien general al conocimiento de la naturaleza. En el museo, el público aprendería el lenguaje universal de las cosas y, los sabios, a determinar la riqueza de las nuevas repúblicas. Esas creaciones no perduraron pero revivieron con las distintas modas científicas del s. XIX y las industrias culturales del XX. En la Argentina proliferaron los coleccionistas de fósiles y antigüedades indígenas. Pocos usaron su fortuna para construir un monumento a sus obsesiones. Recurrieron, en cambio, a ministros y legisladores y las transformaron en cuestión de Estado. Su destino se ató a la política de favores: de allí surgirían –o no– los edificios, estanterías y salarios. Pocos gobernantes podían explicar para qué servían. La supervivencia de los museos muestra, en realidad, la capacidad de sus directores para adaptarse al medio. Algunos, como el de La Plata y el Bernardino Rivadavia, se consolidaron como espacios de investigación, formación de científicos y visita escolar obligada. Los inventarios, el objetivo de su fundación, se postergarían hasta el s. XXI. Valga esto como testimonio de una historia cuya continuación nadie puede predecir.



¿SE ACABAN LOS MUSEOS DE ARTE CONTEMPORANEO?
Por Nestor Garcia Canclini - Antropologo, Critico cultural


Guggenheim, MACBA, Reina Sofía, Tate Modern ¿Por qué estos museos se volvieron protagonistas de la cultura contemporánea, el turismo masivo y la renovación urbana? En parte, porque en ellos se condensan alteraciones de época. Los museos –aun los de arte– nacieron para guardar y exhibir trofeos de las conquistas y lo que las elites nacionales declaraban signos de identidad. Los museos de arte contemporáneo, en cambio, pueden tener colecciones o no tenerlas. Su tarea es construir escenas para que circulen artefactos de muchas culturas. Lo buscan con una arquitectura que asombra (Renzo Piano, Paul Gehry, Zaha Hadid), generando alrededor tiendas, cafés y restaurantes “de tendencia”, con la promesa de que las multitudes hallarán a Demian Hirst, Louise Bourgeois u otros nombres que ya vieron en las revistas, y las miradas no convencionales de curadores sobre las encrucijadas del mundo: Okwui Enwezor, Catherine David, Cuauhtémoc Medina.

Pero hay algo más. Si estos museos recientes lideran es también porque el pool de experimentaciones llamado arte contemporáneo instauró en el tráfico cultural y económico un juego de apelaciones y referencias que las artes visuales nunca habían tenido y que compite parejo con los otros productores de sentido: la tevé, la moda, las redes sociales.

Lo que importa decir es que la efervescencia creativa, de fluido cosmopolitismo, circula también en centros culturales polivalentes, movimientos parapolíticos de indignación que duran unos meses, medialabs donde se reúnen jóvenes para quienes la vida pública ya no está en los partidos, ni en instituciones de varios siglos o recién diseñadas. Sus innovaciones se extienden más lejos de lo que se llamaba arte en el s. XX, suben a las redes y se intercambian entre Londres, Estambul, Bs. As. y Tokio. El ciclo de los museos, las críticas a su somnolencia o elitismo y la pretensión de democratizarlos pasa a otra etapa ante nuevos modos de crear, reproducir, descargar y ver.

Signo trágico de que una época se agota: decenas de museos en Europa y EE.UU. con edificios de autor y colecciones improvisadas, que ahora, sin presupuesto, repiten diez meses la misma exposición. O cierran parte del año.

No deberíamos tomar como destino universal esta agonía del norte en países latinoamericanos con pocos y deficientes museos, donde ocurrió ya hace una o dos décadas la crisis económica de 2008-2012. Cuando apenas salíamos de esas turbulencias, Argentina logró que sus colecciones habitaran por primera vez sitios dignos como el Malba (2001), los museos MNBA de Neuquén y MACRO de Rosario (2004); la UNAM revitalizó con el magnífico Museo Universitario de Arte Contemporáneo la política museológica mexicana detenida en los 70. Algunos están comprando obra contemporánea y saben convertirse, a la vez, en centros de experimentación intercultural, con cine y publicaciones alternativas. El Museo del Barrio en Asunción y el Micromuseo en Lima aprovechan la falta de instituciones que se ocupan del patrimonio para fusionar lo culto y lo popular en una nueva visión de lo contemporáneo. Los museos, archivos y colecciones bien investigadas son, entre nosotros, labores incipientes.





Fuente: Mercedes Pérez Bergliaffa, Clarín.
 

El primer cuadro sobre el descubrimiento de América fue comprado por el Rijksmuseum

El prestigioso museo de Amsterdam anunció la compra de la obra del pintor holandés renacentista Jan Mostaert "Paisaje con un episodio de la conquista de América", considerada "única" por ser la primera representación iconográfica conocida sobre el descubrimiento y conquista de América por los españoles.



El cuadro es "único, un icono de la Historia del Arte occidental", dijo el conservador del Rijsksmuseum Matthias Ubl al presentar la obra.
Explicó que junto con la particularidad de ser el primer cuadro "conocido" sobre el descubrimiento América en 1492, la "excepcionalidad de la obra radica además en utilizar un fondo paisajístico para representar un tema histórico en lugar de uno religioso o mitológico" como era habitual en la época.
Datado aproximadamente en 1535, la tabla (de 86,5 centímetros de alto por 152,5 cm de largo) muestra una hilera de población indígena desnuda dispuesta con armas rudimentarias a enfrentarse a los soldados españoles, equipados con cañones y a la espera de refuerzos que en el fondo del cuadro se acercan en embarcaciones apenas imperceptibles.
Mostaert (Haarlem, 1474-1552\53) "quería muy probablemente acentuar el contraste de la actitud pura y paradisíaca de los indígenas respecto a la fuerza de los atacantes españoles, representados como soldados", declaró a Efe el conservador.
Añadió que el autor imaginó el paisaje, ya que "casi 40 años después de la conquista de América" apenas había documentos visuales sobre ese evento.
Resaltó como excepcionalidad que los paisajes representados "se ajustan a la tradición paisajística europea", pero con la introducción de detalles "exóticos", como papagayos y monos, para incidir en el aspecto novedoso del territorio lejano".
Para el experto, la pintura "aúna a la perfección arte e historia", dos de los pilares centrales de la extensa colección de la pinacoteca holandesa.
El prestigioso museo, que ha sido recientemente renovado por los arquitectos españoles Antonio Ortiz y Antonio Cruz, muestra a lo largo de 80 salas, 8.000 objetos que narran 800 años de la historia de los Países Bajos, desde la Edad Media hasta la pintura de Mondriaan.
La pintura se puede ver desde hoy en la planta de la pinacoteca dedicada a la Edad Media y al Renacimiento, junto con "objetos y cuadros que cuentan una historia", explicó el director del museo, Wim Pijbes, quien sobre el costo de la compra se limitó a decir que ha sido "millonario".
La pinacoteca, que durante la muestra de arte de Maastricht la pasada primavera ya ofertó aunque sin éxito casi 11 millones de euros (14 millones de dólares) por la pintura, ha podido adquirirla gracias a la financiación de fondos privados y públicos.
Entre ellos figuran la lotería BankGiro, la Asociación Rembrandt, la Fundación Nacional de Arte y la familia de uno de sus propietarios originarios, el judío Jaques Goudstikker.
Adquirida por el Rijksmuseum del marchante de arte londinense Simon Dickinson, la obra del maestro nacido en la localidad holandesa de Haarlem vuelve así a los archivos nacionales de Holanda después de pasar por varios propietarios.
Goudstikker compró en los años 30 la pintura a uno de nietos del artista, pero al estallar la Segunda Guerra Mundial fue confiscada por los alemanes.
Tras el conflicto bélico, el cuadro fue custodiado por el Estado holandés y expuesto en el museo Frans Hals (situado en la ciudad natal de Mostaert), y que en 2006 devolvió el cuadro a los descendientes del pudiente comerciante judío, fallecido durante la guerra.

Recuperan 1.500 lingotes de plata de un barco hundido por los nazis

El cargamento, de 56 toneladas y con un valor actual de 40 millones de dólares, permanecía en el fondo del mar tras el hundimiento en 1941 del SS Gairsoppa



Más de 1.500 lingotes de plata con un peso total de cerca de 56 toneladas, que permanecían en el fondo del mar tras el hundimiento en 1941 del buque que los transportaba, fueron recuperados por la empresa especializada Odyssey.
Los 1.574 lingotes fueron localizados a bordo del SS Gairsoppa, que reposa a 4.700 metros de profundidad en el Atlántico Norte, al sudoeste de Irlanda, según anunció Odyssey. La compañía es de Tampa, Florida, Estados Unidos, y está especializada en la recuperación de barcos naufragados.
Odyssey no estipuló el valor de estos lingotes pero, según la cotización actual de la plata, el valor del botín recuperado ascendería a 40 millones de dólares.
El carguero británico se hundió en febrero de 1941 tras haber sido atacado por un submarino alemán que navegaba de Calcuta hacia Londres.
Odyssey ya había recuperado de este barco 1.218 lingotes con un peso total de 43 toneladas en 2012, lo que elevó a 2.792 el número de lingotes asegurados por el gobierno británico fuera del agua.
Según el contrato entre Odyssey y el Ministerio de Transporte británico, la empresa mantiene el 80% del valor del cargamento.
De acuerdo con los registros de la compañía de seguros Lloyds, otros metales preciosos sin seguro podrían encontrarse en el SS Gairsoppa, pero ninguno ha sido identificado hasta ahora.
La recuperación del cargamento se realiza mediante la utilización de dispositivos manejados a distancia equipados especialmente para las profundidades.

SANTIAGO Y EL ECO DE ROSALÍA

“Lagos, cascadas, torrentes, vegas floridas – escribe  Rosalía de Castro sobre Galicia -, valles, montañas, cielos azules y serenos como los de Italia, horizontes nublados y meláncólicos, aunque siempre hermosos como los tan alabados de Suiza; riberas apacibles y serenas, cabos tempestuosos que aterran y admiran por su gigantesca y sorda cólera…, mares inmensos…, ¿qué diré más? No hay pluma que pueda enumerar tanto encanto reunido. La tierra cubierta en todas las estaciones de hierbas y de flores; los montes llenos de pinos y de robles; los ligeros vientos que pasan; las fuentes y torrentes derramándose cristalinos (…) Galicia es siempre un jardín donde se respiran aromas puros, frescura, poesía…”

( calle de Santiago de Compostela.)

Más que las cosas, a Rosalía ,  le acompañará siempre el eco de las cosas.

“Recuerda el trinar del ave
y el chasquido de los besos;
los rumores de la selva
cuando en ella gime el viento,
y del mar las tempestades
y la bronca voz del trueno;
todo halla un eco en las cuerdas
del arpa que pulsa el genio.”
No, no es sólo recuerdo
sino que es juntamente
el pasado, el presente, el infinito,

lo que fue, lo que es y ha de ser siempre.”

El fantástico hiperrealismo de Daniel Sprick


Nació en Little Rock, Arkansas, Estados Unidos, el 1 de mayo de 1953.
Se formó en la Academia Nacional de Arte de Nueva York y en la Universidad del Norte de Colorado, en la que se licenció en 1978.
Comenzó a pintar cuando solo contaba con cuatro años de edad y pronto creció en él su amor por la pintura.


Estudió a los grandes maestros, admirando y dejándose influenciar entre otros por Robert CampinRoger van de Weyden; sabiendo aunar la técnica de los pintores antiguos con las técnicas más actuales.
Crea sus composiciones en muchas ocasiones surrealistas, con un absoluto dominio del dibujo y el color, sus objetos cotidianos, flores, muebles o paisajes, están realizados con un magnifico. De igual calidad son sus paisajes y retratos.


Ha expuesto su obra por todo Estados Unidos y diferentes países,  obtenido importantes premios.
Su obra está representada en distintas colecciones privadas,  museos y entidades públicas.
Vive y trabaja en Glenwood Springs, Colorado.


EL CRISTO DE LAS MIELES

Esta es una leyenda de mi ciudad, Sevilla (España). En el cementerio de Sevilla hay una tumba que resalta de las demás, es la tumba de un escultor de aquí. Esta en el centro del cementerio y como lápida tiene un Cristo enorme tallado en madera.
Aquí es muy popular sacar en la semana santa a las imágenes en procesión y miles de personas vienen a ver la devoción que este pueblo tiene por su Dios.
Pues el escultor que os digo tallaba imágenes, para las iglesias de Sevilla, pero el ultimo cristo lo tallo con las piernas al contrario, lo hizo con la pierna izquierda sobre la derecha, al contemplar la obra terminada vio el fallo, su negligencia se pagó con su muerte, le afectó tanto que se ahorcó, lo encontraron en su estudio colgado de una cuerda y sin vida.
Todos creyeron que el mejor homenaje para aquel hombre de dios era enterrarlo en el centro del cementerio y como cruz o lápida, el Cristo que tanto tiempo tardó en tallar.
Y así lo hicieron, unos diez años después el guarda del cementerio observó que el cristo lloraba, los responsables del Vaticano fueron a verlo y efectivamente lloraba, de sus ojos caían lagrimas de miel y todos se preguntaron por qué, era el escultor llorando su pena, dulce pena opinaban, ya que sus lágrimas eran pura miel de abeja.
Al reconocer la imagen en profundidad se vio que el milagro la hacían una abejas, el escultor talló hueco al cristo para que no pesara demasiado y unas abejas hicieron colmena dentro y de ahí las lágrimas, los ojos se tallaron tan finos que quedaron aberturas dentro de él y por ahí caía la miel.
Desde entonces fue bautizado con el nombre del cristo de las mieles y cada día 1 de noviembre, las gentes de Sevilla, van a recoger lágrimas de miel para recordar la dulzura de aquel escultor Sevillano.
Enviada por Noelia Dorado Diaz


El mejor oficio del mundo

[Discurso ante la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa -Texto completo]
Gabriel García Márquez


A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que el periodismo escrito es un género literario.
Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser periodistas, pero en realidad no lo eran.
El periódico cabía entonces en tres grandes secciones: noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero, que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor estudiante de derecho- empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.
La misma práctica del oficio imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo... como nosotros mismos lo llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.
La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos los medios inventados y por inventar.
Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes: la creatividad y la práctica.
La mayoría de los graduados llegan con deficiencias flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por la vida.
Es cierto que estas críticas valen para la educación general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de los lectores. La deshumanización es galopante.
No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. “Ni siquiera nos regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.
Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el lugar de los hechos.
Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada, porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para descifrarlas.
Un avance importante en este medio siglo es que ahora se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista piensa que su fuente es su vida misma -sobre todo si es oficial- y por eso la sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la decencia de la segunda fuente.
Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro digital- pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la pregunta siguiente.
La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.
Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.
El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la tertulia de las cinco de la tarde.
Un grupo de periodistas independientes estamos tratando de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada modesto de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una experiencia piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad específica -reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas otras- bajo la dirección de un veterano del oficio.
En respuesta a una convocatoria pública de la Fundación, los candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual corre con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren sus mejores y sus peores obras.
La duración de cada taller depende de la disponibilidad del maestro invitado -que escasas veces puede ser de más de una semana-, y éste no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio. Pues el propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los que ya lo son. No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden diplomas ni certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir quién sirve y quién no sirve.
Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países han participado en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la Fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson dirigió otro sobre información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el suicidio. Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnifico Horacio Bervitsky y el acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y el español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante de la prensa europea.
Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy positivos, y soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos de la poesía.
Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de evaluar desde un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios, compartido en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar otra vez el viejo modo de aprenderlo.
Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate. Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.

32 AÑOS SIN AKIRA KUROSAWA

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