Por Eduardo Galeano
Es mediodía y James Baldwin está caminando con un amigo por las calles del sur de la isla de Manhattan. La luz roja los detiene en una esquina.
—Mira —le dice el amigo señalando el suelo.
Baldwin mira. No ve nada.
—Mira, mira.
Nada. Allí no hay nada que mirar, nada que ver. Un cochino charquito de agua contra el borde de la acera y nada más. Pero el amigo insiste:
—¿Ves? ¿Estás viendo?
Y entonces Baldwin clava la mirada y ve. Ve una mancha de aceite estremeciéndose en el charco. Después, en la mancha de aceite ve el arco iris. Y más adentro, charco adentro, la calle pasa, y la gente pasa por la calle, los náufragos y los locos y los magos, y el mundo entero pasa, asombroso mundo lleno de mundos que en el mundo fulguran; y así gracias a un amigo, Baldwin ve, por primera vez en su vida ve.
—Mira —le dice el amigo señalando el suelo.
Baldwin mira. No ve nada.
—Mira, mira.
Nada. Allí no hay nada que mirar, nada que ver. Un cochino charquito de agua contra el borde de la acera y nada más. Pero el amigo insiste:
—¿Ves? ¿Estás viendo?
Y entonces Baldwin clava la mirada y ve. Ve una mancha de aceite estremeciéndose en el charco. Después, en la mancha de aceite ve el arco iris. Y más adentro, charco adentro, la calle pasa, y la gente pasa por la calle, los náufragos y los locos y los magos, y el mundo entero pasa, asombroso mundo lleno de mundos que en el mundo fulguran; y así gracias a un amigo, Baldwin ve, por primera vez en su vida ve.
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