miércoles, 31 de julio de 2013

Un gesto anónimo de Sabato

Aquél era un verano desolado: no se podía trabajar para el alma y se trataba apenas de mantener vivo el cuerpo. Era el comienzo de 1975 y Natalicio Barragán, en Abaddón... , al amanecer, sobre los mástiles del Riachuelo, había visto al gran dragón bermejo que anunciaba la era de la sangre, la llegada del tiempo que no dejaría piedra sobre piedra.
Atrás había quedado 1974 con la muerte de Juan Domingo Perón, el 1º de julio, y con los crímenes callejeros de Silvio Frondizi, Atilio López y el general chileno Carlos Prats. Y serían aquellas tres muertes brutales apenas una parte de los asesinatos relacionados con la Triple A, que llegarían a 359 homicidios comprobados tan sólo en 1975 (investigación Conadep, 1984), nunca juzgados y ni siquiera investigados.
Si los diarios son la voz de una nación, pocas veces, como entonces, la Argentina enmudecía. Porque el oficio de periodista, acosado por el terror, se iba convirtiendo en imposible. Por eso, Ernesto, ahora y mientras Anubis lo lleva a la otra orilla, permita que le hable al oído, como hacían los egipcios para hablar con el alma eterna de los ancianos y los muertos, y deje que le recuerde los amargos hechos por los cuales fui cobijado bajo su enorme y solidaria presencia.
En el diario El Mundo, durante la noche del 23 de febrero, un camión se detuvo frente al edificio: bajaron grupos de la Juventud Peronista de la República Argentina y ametrallaron la redacción durante veinte minutos. Algunos pudimos escapar por las terrazas, como delincuentes. Y finalmente, cuando llegó la policía, los periodistas que habían sobrevivido bajo sus escritorios fueron detenidos, mientras los atacantes se retiraban por Sarmiento y Suipacha.


Tiempo después, y a partir del secuestro y asesinato del fotógrafo Julio César Fumarola, el diario fue clausurado y empezaron, en nuestras casas, las amenazas telefónicas hasta la madrugada. Varias noches, junto a otros colegas, debimos abandonar nuestros domicilios y dormir en la Asociación de Periodistas, en Avenida de Mayo (algunos de los amenazados "desaparecieron", otros se exiliaron, pero 600 de ellos figuramos en una lista de la revista Cabildo , publicada en 1986, junto a "subversivos" como "¡Lula da Silva y Gabriel García Márquez"!). Las intimidaciones no cesaron y ese año hubo que dejar la revista Panorama porque José López Rega y la Triple A cayeron sobre la Editorial Abril y su propietario y director, César Civita, tuvo que huir de la Argentina. Otro empleo terminó en forma abrupta cuando el diario La Calle, donde trabajábamos decenas de periodistas, fue clausurado (junto a Crónica), mientras en Córdoba volaban los talleres de La Voz del Interior.


Ya por entonces se percibía, en algún lugar de la ciudad, algo así como un agujero por el que se iban (despedazadas) muchas personas admiradas y queridas. Y al salir de las redacciones, en la noche intimidante, se repetía un diálogo arquetípico, en el que sólo cambiaba el nombre de la víctima:

-¿Quién mató al padre Mujica...?

-Y... fueron ellos...

Y la palabra ausente parecía reventar en las miradas. Porque nadie ignoraba quiénes eran, pero decíamos "Ellos". Y recurríamos a esa no-lengua porque el sentido de las palabras había terminado por derrumbarse. Y porque empezábamos a hablar, también nosotros, en el mismo lenguaje de los seres desesperados que mantienen penosos soliloquios contra la pared de los hospicios, en ese idioma que no tiene cabida en las bibliotecas de lo dicho ni en los archivos de la gramática.

Las llamadas que condenaban a muerte se extendieron contra las familias, y algunos magistrados recomendaban, "como precaución", que los amenazados fuesen separados de ellas "para que no vayan a sufrir daños las madres, las parejas y los hijos". Muchos matrimonios fueron fulminados por las amenazas. Y las recriminaciones, las querellas, el pánico y la soledad, empezaron a minar las cabezas. Vigilados por quienes debían protegernos, enfermados por los que tenían que curarnos, concibiendo hijos en la huida hacia ninguna parte, algunos salimos por una puerta y entramos por otra.

El pabellón N° 7 era una sala en el primer piso del hospital Borda, sin ventanas y con las camas alineadas en dos filas. Recién al oír la lluvia sobre los tejados, muchos parecían darse cuenta de que no tenían que estar allí, drogados por los psicofármacos y sin nadie en el mundo. El doctor Rodolfo Cerruti, afectuoso, me recibía por las mañanas:

-Mire, le aseguro que los enfermeros sólo son enfermeros.

-Pero creo que muchos de ellos son de la Triple A...

-Olvídese...

Una mañana me explicó que en adelante haría hospital de día y podría dejar la internación. Y agregó sonriente:

-Le cuento que esta mañana vino la secretaria del doctor Sisto [Carlos, entonces director]. Alguien llamó al hospital de parte del escritor Ernesto Sabato... Y dejaron un número de teléfono para usted.

-¿Para mí? Pero no conozco a Ernesto Sabato...

-Parece que un amigo suyo le alcanzó lo que usted escribe.

Ya se había instalado la dictadura militar. Ahora sabíamos mejor de dónde provenía el terror que, por otra parte, mantenía algunos parecidos con el anterior.

El primer encuentro tuvo lugar en La Biela. Ernesto Sabato, oculto bajo los lentes oscuros, era al mismo tiempo frágil y agresivo. Lo primero que me sorprendió fue que, a pesar de haberse ocupado de llamarme, no resultaba tierno ni afable.

Pidió café y me miró preocupado:

-¿Usted escribió esto? -dijo, mostrándome unas poesías que un amigo le había alcanzado a Ben Molar, quien se las había entregado a él.

Dije que sí. Y de pronto su trato se volvió campechano.

-Debe de ser difícil vivir con esto -dijo, y señaló, en aquel cuaderno, algo sobre un caso de suicidio.

Parecía atraído por el tema de la locura. Creo que consideraba a los enfermos mentales algo así como "héroes de la cultura".

Sabato no tenía el estilo depurado de Borges ni la fluidez de García Márquez, pero sus novelas eran relatos fragmentarios, apocalípticos, habitados por fuerzas terribles que nos gobernaban (¿no tendría razón?). Sus personajes eran incestuosos, extraños, criminales profundos que habitaban el subsuelo moral argentino, el mismo que había radiografiado Roberto Arlt.

Y además, los detalles: la familia de Alejandra (en Sobre héroes y tumbas ) no sólo conservaba la cabeza cortada del coronel Acevedo, sino que la guardaba en una caja de sombreros.

A poco de conocerlo, se advertía que la rigurosidad de Sabato podía llegar a la crueldad. Por afuera se veía concentrado y medido, pero por dentro era como una usina recalentada y a punto de reventar.

De púber había intentado ahorcar a su hermano recién nacido y, hasta la adolescencia, había padecido sonambulismo. Había sido secretario general de la Juventud Comunista y luego, renegado del comunismo; primero había atacado al peronismo, pero lo había defendido después, en 1955.

-Muchas veces atiendo a personas que están al borde del abismo -dijo, y recuerdo que usó esa palabra: "atiendo".

Después pidió que lo visitase un sábado (¿o un domingo?), a las nueve de la mañana, en su casa. Y me regaló un ejemplar de Cartas a un joven escritor (Ediciones El Mendrugo). Y lo firmó sin poner la fecha y con una letra complicada y diminuta.

Lo que más me impresionó fue la manera en que las personas se acercaban a la mesa: todas creían en él. Agradecían sus actitudes y lo consolaban como si padeciera una enfermedad grave. Y entonces, rodeado por la gente, volvía a ser distante y frágil y contestaba apretando los labios, con una mueca triste, que debía suponerse como de agradecimiento. Tuve tiempo de hacerle una última pregunta:

-Sabato, ¿usted qué opina de la lucha armada?

-No puedo estar de acuerdo. No soy capaz de matar a nadie. Y sería muy cretino si aprobase el crimen a sabiendas de que son otros los que van a ir matar por mí...

En la puerta de La Biela, dijo:

-Le voy a dar un consejo: no haga de su dolor algo curricular. Sólo escriba.

Había ido a verlo, acompañado por una novia flamante. Y Sabato la miraba atraído. Pero no era una mirada lujuriosa. Era la de un hombre que pedía auxilio. Sabato era un maestro. Pero tenía los ojos de un náufrago.

Beda el Venerable dijo que la vida es un pájaro que llega de la sombra, entra a una habitación luminosa y sale por una ventana, otra vez hacia la oscuridad. De ser así, Sabato habría pasado su vida cruzando por esa casa de persianas envejecidas y rodeada por un jardín que parece una selva de araucarias, palmeras y magnolias.

Fui recibido por Matilde (Kusminsky-Richter, 1918-1998), mujer y protectora de Sabato a partir de 1935, desde que se fugó con él, enamorada, a los 17 años.

-Viene enseguida -dijo, y me llevó del brazo hasta una habitación llena de libros.

Sabato se demoró; hablamos de poesía, y Matilde leyó (se lo rogué) una de las suyas: hablaba del amor por Ernesto y se lamentaba porque, alguna vez, después de toda una vida, deberían separarse y el otro tendría que deambular por una casa vacía y desamparada. Luego llegó Sabato y me invitó "a caminar juntos hasta la estación". Otra vez, presencié el amor y el respeto de la gente: en un bar, al que entró para saludar a un vecino, el dueño apagó el televisor apenas lo vio.

En otro encuentro, volvimos a caminar y hablamos sobre el hospital psiquiátrico. Le conté del ex boxeador que decía que "la locura y la angustia son rivales de brazos largos y, si querés pelearles de lejos, te cagan a trompadas"; de la paciente embarazada por un desconocido, que tenía un hijito; no se lo dejaban ver y lloraba frente a la nursery del Moyano, y del médico que robaba, escondida en el portafolio, la carne que después no comían los pacientes.

Hablamos también sobre la muerte. Sabato creía que los viejos mueren por partes y que la muerte, entonces, no es una tragedia ni llega de golpe. Y dijo que quería morir en la casa de Santos Lugares, rodeado del afecto familiar. Supe, más tarde, que la muerte de Matilde lo había desgarrado, que se la pasaba junto a la puerta del cuarto en que ella murió y evocaba los últimos tiempos juntos, cuando se tiraba en la cama y la miraba durante largo rato, y se daba cuenta de que nunca, en los 65 años de convivencia, la había querido tanto como en esos póstumos instantes.

Aquella mañana, Sabato dijo que se había comunicado con el editor Miguel Schapire para que publicase mi libro en su editorial.

No le había pedido nada. Y en aquel momento, experimenté un raro sentimiento que el propio Sabato había definido de manera genial en uno de sus libros: "Y entonces fui casi feliz. Pero intensamente".

Y quise abrazarlo. Pero no fue posible. Creo que la única persona del mundo que en ese tiempo podía tocarlo era Matilde. (¿Por qué, Ernesto? ¿Por qué al menos no abrazó usted a su hijo Jorge, aquel hombre sensible y culto fallecido en 1995? Supe que después lo lamentó y que, como una forma de tenerlo a su lado, empezó a escuchar con desesperación la misma música que Jorge escuchaba.)

El libro estuvo listo a principios de 1978. La dictadura militar estaba en su apogeo y organizaba el Mundial de Fútbol. El crimen se había vuelto más terrible y abierto. Pero otra vida empezaba a latir tenuemente en las catacumbas. Y fue así como, de pronto, me encontré rodeado de personas como Fernanda Mistral y Duilio Marzio, Daniel Toro y la pintora Aída Carballo, que se sumaban para resistir el terror a través de la solidaridad y del arte.

Pero, de manera inusitada, Sabato tuvo una respuesta sorprendente al negarse a presentar el libro y, acto seguido, se encerró en un mutismo imprevisto y casi hostil.

Llamé preocupado a Matilde para preguntarle si había hecho algo mal: "No te preocupes -dijo-. Ernesto te tiene cariño y aunque él diga que no, es probable que vaya a verte en la presentación".

Finalmente, aquella noche, Sabato llegó solo, sin aviso. Y ante el silencio que provocó su entrada, dijo simplemente:

-Vengo a presentar su libro.

Habló durante quince minutos, fue muy aplaudido, y no le hicieron preguntas. Después se acercó, me acarició la cabeza y dijo terminante:

-Y ahora, no quiero verlo nunca más. No me llame...

-¿Hice algo malo, Ernesto?

-No. Pero no quiero amigos nuevos. No quiero más afectos de los que ya tengo.

En la vida del hombre de Santos Lugares, hay cuestiones que podrían discutirse (en otra nota). Pero no es convincente la especulación de algunos escritores (María Pía López, Alejandro Korn o el recientemente fallecido David Viñas), en el sentido de que "la verdadera profesión de Sabato fue la de constituirse a sí mismo en una santidad inmaculada". Porque aunque fuese cierto que "trabajó toda su vida para un destino de bronce", la verdad es que lo consiguió. Y ese logro es meritorio para la Argentina actual, cuando tantos personajes públicos intentan construirse a sí mismos sin haber hecho nada al respecto.

Para Gilles Deleuze, los hechos históricos son como un toallón: según cómo se lo doble, unas partes se verán y otras, no. Sobre esa idea, se ha establecido que "una situación histórica es una situación porque nos obliga a habitarla y a pensarla desde adentro. De lo contrario, sólo es una mera ocasión para desplegar un pensamiento previamente constituido" (Ignacio Lewkowicz, filósofo e historiador argentino).

Habitar no es tan sólo interpretar. Habitar es pensar una situación habiéndola vivido. Y doblar el toallón con autenticidad es unir la experiencia propia con los puntos externos de aquel momento histórico.

Lo vivencial es la actitud de Sabato en este caso y en su momento de mayor prestigio personal. Y los puntos externos son los de la Argentina de 1975, dividida en zonas militares y con Isabel Martínez de Perón viajando a Chile para condecorar a Augusto Pinochet con la Orden del Libertador San Martín. Una Argentina demencial y nunca juzgada, en la que el decano de Filosofía y Letras saludaba con estas palabras al rector: "Compañero Ottalagano [Alberto], le recuerdo el lema que nos guía: «Isabel, los que van a morir te saludan»".

Ninguno de los que gobernaban entonces y hacen silencio hoy tendrá jamás tanta indiferencia por el dinero como el autor del tremendo "Informe sobre ciegos". A ninguno de ellos, en medio de tamaña deshonestidad deliberada, le pesará tanto la conciencia como a Sabato, ni nunca llegará a saber que, a veces, a ciertas personas las palabras les estallan como si fueran mazazos en medio de la cabeza.

Ernesto Sabato, de quien se podrá discutir debidamente, ayudó a un hombre a ponerse de pie y jamás se le ocurrió publicitar el caso. Tan sólo ante ese hecho, y frente a la modestia de Sabato en acción, aquel staff (en muchos casos todavía vigente), queda reducido a un tumulto de monigotes mojados.

Por Luis Frontera.

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