Un nuevo proceso revive una matanza de reclusos en 1992 en Brasil, una de las peores en la historia sudamericana
São Paulo, 2 de octubre de 1992. Un día antes de las elecciones municipales. Un motín en la Casa de Detención del Estado, conocida como cárcel de Carandiru por el barrio al norte de la ciudad donde está situada, es reprimido a ametralladora limpia por la policía paulista. Tras 11 horas de operación, 111 de los cerca de 7.000 reclusos han muerto acribillados. En sus cuerpos los forenses encuentran 515 impactos de bala, de los cuales 126 en la cabeza, 254 en el pecho y 135 en las demás partes del cuerpo.
Casi 21 años más tarde, comparecen ante los tribunales 26 de los 79 policías acusados de la muerte de 73 presos. La instrucción, especialmente difícil por los muchos policías acusados y el gran número de muertos —que podrían ser más que la cifra oficial, según han declarado los últimos testigos—, se hace en cuatro fases. Este es el segundo juicio. En el primero, en abril, 23 policías fueron condenados a un total de 156 años de cárcel.
Tanto el entonces gobernador de São Paulo, Luis Antonio Fleury Filho, como su secretario de Seguridad, Pedro Franco de Campos, volvieron ayer a defender su papel durante la operación. “En la misma situación, volvería a hacer lo mismo”, había dicho Franco en abril.
Durante la primera jornada del juicio, impresionaron las declaraciones del perito criminal jubilado, que recordó haber contado el día de la matanza 90 cuerpos masacrados que estaban amontonados en una sola pila a la entrada del segundo piso de la cárcel.
Sobre los cuerpos se encontraron, según el perito, huellas de impactos de ráfagas de ametralladoras, así como de disparos de revólveres y pistolas. Y las celdas cubiertas de manchas de sangre.
El gran problema para procesar a esos 79 policías es, por una parte, la lentitud de la justicia brasileña y, por otra, la impunidad que hace que o no acaben los reos en la cárcel o sean liberados enseguida.
La masacre y la posterior impunidad fueron los motores que impulsaron a un grupo de presos a fundar, un año después de la matanza, el Primer Comando de la Capital, el temido PCC, que en mayo de 2006 desencadenó una ola de violencia que aterrorizó São Paulo, con más de 120 muertos. Ese mismo año, Ubiratan Guimarães, responsable de la operación policial que desencadenó la masacre, se salvó de la ira del PCC, pero acabó siendo asesinado por una de sus amantes.
La Casa de Detención, en aquel entonces el mayor presidio de Sudamérica, quedó manchada para siempre por la matanza. En 2002, el edificio, construido en los años veinte del siglo pasado, fue demolido y reemplazado por el parque de la Juventud.
La reanudación del proceso eterno de Carandiru ha vuelto a poner sobre el tapete la dramática situación de las cárceles de Brasil, donde faltan 160.000 plazas para los presos y cuya población, compuesta en su mayoría por jóvenes negros, sigue creciendo sin parar. La situación es tan dura en dichos presidios que el actual ministro de Justicia, Eduardo Cardozo, responsable de la política carcelaria, llegó a decir meses atrás que él “preferiría morir” antes de acabar en una de esas cárceles.
JUAN ARIAS Río de Janeiro
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