ASCENSOR
La muchacha y el hombre ingresaron en el ascensor en la Planta Baja. Ella marcó el 5º piso y él marcó el 7º. Pero de pronto sobrevino un apagón y el ascensor se detuvo, naturalmente a oscuras, entre el 2º y el 3º. Él dijo: «Caramba», y ella: «Qué miedo».
Permanecieron un rato en aquel lóbrego silencio, pero al fin el hombre dijo: «Al menos podríamos presentarnos. Mi nombre es Juan Eduardo».Y ella: «Soy Lucia».
Él decidió mover de a poco el brazo izquierdo, y así, a tientas, llegó a tocar algo que le pareció un hombro de la chica. Allí se quedó, esperanzado. Ella levantó una mano y la posó sobre aquel brazo intruso. «Tenés un lindo hombro —dijo él—, parece el de una estatua». Ella apenas balbuceó: «Tu mano me gusta, al menos es cálida».
Entonces, ya mejor orientado, el brazo masculino bajó hasta la cintura femenina. Ella tembló un poco, pero acabó sintiendo. En realidad, no tuvo tiempo de preguntar nada, porque él le cerró la boca con su boca. Lucía, un poco asombrada, sintió que aquel beso le gustaba y respondió con otro, éste de su cosecha.
Así quedaron un buen rato en aquella tenebrosa intimidad. Él preguntó: «¿Sos soltera?». «Sí, ¿y vos?»; «Viudo». Inauguraron un abrazo inédito, y así permanecieron, disfrutando.
De pronto se acabó el apagón, pero el ascensor todavía quedó inmóvil. Ambos, ya con luz, se estudiaron los rostros y sobre todo las miradas. Hubo un mutuo visto bueno.
Él dijo: «No estuvo mal, ¿verdad?». Y ella: «Estuvo lindo». Él «Me parece que el ascensor va a empezar a moverse. En Planta Baja marcaste el 5º. ¿Vas allí?». Y ella: «No, ahora voy al 7º».
Al final el ascensor arrancó y los llevó como lo haría un padrino.
Mario Benedetti, Vivir adrede, Alfaguara, Madrid, 2008, pp. 117-118.
La muchacha y el hombre ingresaron en el ascensor en la Planta Baja. Ella marcó el 5º piso y él marcó el 7º. Pero de pronto sobrevino un apagón y el ascensor se detuvo, naturalmente a oscuras, entre el 2º y el 3º. Él dijo: «Caramba», y ella: «Qué miedo».
Permanecieron un rato en aquel lóbrego silencio, pero al fin el hombre dijo: «Al menos podríamos presentarnos. Mi nombre es Juan Eduardo».Y ella: «Soy Lucia».
Él decidió mover de a poco el brazo izquierdo, y así, a tientas, llegó a tocar algo que le pareció un hombro de la chica. Allí se quedó, esperanzado. Ella levantó una mano y la posó sobre aquel brazo intruso. «Tenés un lindo hombro —dijo él—, parece el de una estatua». Ella apenas balbuceó: «Tu mano me gusta, al menos es cálida».
Entonces, ya mejor orientado, el brazo masculino bajó hasta la cintura femenina. Ella tembló un poco, pero acabó sintiendo. En realidad, no tuvo tiempo de preguntar nada, porque él le cerró la boca con su boca. Lucía, un poco asombrada, sintió que aquel beso le gustaba y respondió con otro, éste de su cosecha.
Así quedaron un buen rato en aquella tenebrosa intimidad. Él preguntó: «¿Sos soltera?». «Sí, ¿y vos?»; «Viudo». Inauguraron un abrazo inédito, y así permanecieron, disfrutando.
De pronto se acabó el apagón, pero el ascensor todavía quedó inmóvil. Ambos, ya con luz, se estudiaron los rostros y sobre todo las miradas. Hubo un mutuo visto bueno.
Él dijo: «No estuvo mal, ¿verdad?». Y ella: «Estuvo lindo». Él «Me parece que el ascensor va a empezar a moverse. En Planta Baja marcaste el 5º. ¿Vas allí?». Y ella: «No, ahora voy al 7º».
Al final el ascensor arrancó y los llevó como lo haría un padrino.
Mario Benedetti, Vivir adrede, Alfaguara, Madrid, 2008, pp. 117-118.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario