lunes, 16 de septiembre de 2013

Mario Benedetti


Fragmento de "La Tregua"





Desde el dormitorio, ella me llamó. Se había levantado, así, envuelta en la frazada, y estaba junto a la ventana mirando llover. Me acerqué, yo también miré cómo llovía, no dijimos nada por un rato. De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha. Nunca había sido tan plenamente feliz como en ese momento, pero tenía la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo, por lo menos en ese grado, con esa intensidad. La cumbre es así, claro que es así. Además estoy seguro de que la cumbre es sólo un segundo, un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas. Allá abajo un perro trotaba sin prisa y con bozal, resignado a lo irremediable. De pronto se detuvo y obedeciendo a una rara inspiración levantó una pata, después siguió su trote tan sereno. Realmente, parecía que se había detenido a cerciorarse de que seguía lloviendo. Nos miramos a un tiempo y soltamos la risa. Me figuré que el hechizo se había roto, que la famosa cumbre había pasado… Pero ella estaba conmigo, podía sentirla, palparla, besarla. Podía decir simplemente: “Avellaneda.” “Avellaneda” es, además, un mundo de palabras. Estoy aprendiendo a inyectarle cientos de significados y ella también aprende a conocerlos. Es un juego. De mañana digo: “Avellaneda”, y significa: “Buenos días”. (Hay un “Avellaneda” que es reproche, otro que es aviso, otro más que es disculpa.) Pero ella me malentiende a propósito para hacerme rabiar. Cuando pronuncio el “Avellaneda” que significa: “Hagamos el amor”, ella muy ufana contesta: “¿Te parece que me vaya ahora? jEs tan temprano!”. Oh, los viejos tiempos en que Avellaneda era sólo un apellido, el apellido de la nueva auxiliar (sólo hace cinco meses que anoté: “La chica no parece tener muchas ganas de trabajar, pero al menos entiende lo que uno le explica”), la etiqueta para identificar a aquella personita de frente ancha y boca grande que me miraba con enorme respeto. Ahí está ahora, frente a mí, envuelta en su frazada. No me acuerdo cómo era cuando me parecía insignificante, inhibida, nada más que simpática. Sólo me acuerdo de cómo es ahora: una deliciosa mujercita que me atrae, que me alegra absurdamente el corazón, que me conquista. Parpadeé conscientemente, para que nada estorbara después. Entonces mi mirada la envolvió, mucho mejor que la frazada; en realidad, no era independiente de mi voz, que ya había empezado a decir: “Avellaneda”. Y esta vez me entendió perfectamente.

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