“Las esposas felices se suicidan a las seis”, tituló García Márquez un artículo en febrero de 1982. Dos años antes, el 30 de diciembre de 1980, había encabezado sus líneas: “Cuento de horror para la Nochevieja”. Hacía pocas semanas que había escrito: “El cuento de los generales que se creyeron su propio cuento” y entre 1980 y 1984 los títulos luminosos se sucedieron: “Remedios para volar”, “La conduerma de las palabras”, “La desgracia de ser escritor joven”, “El campo, ese horrible lugar donde los pollos se pasean crudos”, “Un payaso pintado detrás de una puerta”, “El amargo encanto de la máquina de escribir”, “Los pobres traductores buenos”,”El avión de la bella durmiente”, “La penumbra del escritor de cine”, “La literatura sin dolor”, “Memorias de un fumador retirado”, “Estos ascensores de miércoles”, “No se preocupe: tenga miedo”, “Me alquilo para soñar”, “Un tratado para tratarnos mal”,”Náufragos del espacio”, “La historia vista de espaldas”…
Ahora que aparece un nuevo libro sobre el García Márquez periodista su arte de titular resplandece e igualmente sus precisos textos emotivos, como el que el escritor colombiano dedica en febrero de 1981 a María Moliner. “Su hijo Pedro me ha contado cómo trabajaba – descubre García Márquez en “La mujer que escribió un diccionario” -. Dice que un día se levantó a las cinco de la mañana, dividió una cuartilla en cuatro partes iguales y se puso a escribir fichas de palabras sin más preparativos. Sus únicas herramientas de trabajo eran dos atriles y una máquina de escribir portátil, que sobrevivió a la escritura del diccionario. Primero trabajó en la mesita de centro de la sala. Después, cuando se sintió naufragar entre libros y notas, se sirvió de un tablero apoyado sobre el respaldar de dos sillas. Su marido fingía una impavidez de sabio, pero a veces medía a escondidas las gavillas de fichas con una cinta métrica, y les mandaba noticia a sus hijos. En una ocasión les contó que el diccionario iba ya por la última letra, pero tres meses después les contó, con las ilusiones perdidas, que había vuelto a la primera. Era natural, porque María Moliner tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras de la vida. “Sobre todo las que encuentro en los periódicos“, dijo en una entrevista. “Porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad”. Sólo hizo una excepción: las mal llamadas malas palabras, que son muchas y tal vez las más usadas en la España de todos los tiempos. Es el defecto mayor de su diccionario, y Maria Moliner vivió bastante para comprenderlo, pero no lo suficiente para corregirlo.
Ahora que aparece un nuevo libro sobre el García Márquez periodista su arte de titular resplandece e igualmente sus precisos textos emotivos, como el que el escritor colombiano dedica en febrero de 1981 a María Moliner. “Su hijo Pedro me ha contado cómo trabajaba – descubre García Márquez en “La mujer que escribió un diccionario” -. Dice que un día se levantó a las cinco de la mañana, dividió una cuartilla en cuatro partes iguales y se puso a escribir fichas de palabras sin más preparativos. Sus únicas herramientas de trabajo eran dos atriles y una máquina de escribir portátil, que sobrevivió a la escritura del diccionario. Primero trabajó en la mesita de centro de la sala. Después, cuando se sintió naufragar entre libros y notas, se sirvió de un tablero apoyado sobre el respaldar de dos sillas. Su marido fingía una impavidez de sabio, pero a veces medía a escondidas las gavillas de fichas con una cinta métrica, y les mandaba noticia a sus hijos. En una ocasión les contó que el diccionario iba ya por la última letra, pero tres meses después les contó, con las ilusiones perdidas, que había vuelto a la primera. Era natural, porque María Moliner tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras de la vida. “Sobre todo las que encuentro en los periódicos“, dijo en una entrevista. “Porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad”. Sólo hizo una excepción: las mal llamadas malas palabras, que son muchas y tal vez las más usadas en la España de todos los tiempos. Es el defecto mayor de su diccionario, y Maria Moliner vivió bastante para comprenderlo, pero no lo suficiente para corregirlo.
(…) En 1972 fue la primera mujer cuya candidatura se presentó en la Academia de la Lengua, pero los muy señores académicos no se atrevieron a romper su venerable tradición machista. Sólo se atrevieron hace dos años, y aceptaron entonces la primera mujer, pero no fue María Moliner. Ella se alegró cuando lo supo, porque le aterrorizaba la idea de pronunciar el discurso de admisión. “¿Qué podía decir yo“, dijo entonces, “si en toda mi vida no he hecho más que coser calcetines? “.
Enamorado de las palabras, García Márquez se enamora a su vez de otra fiel enamorada de las palabras, empleando siempre su anzuelo del arte de titular.
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