Chloe Aridjis
" En el lado oriental, entretanto, soldados con uniformes grises y cascos de hierro recorrían con paso marcial la Karl Marx Allee. Me imaginaba choques espectaculares entre carne y metal, orden y caos, uniformidad y diversidad, pero bien sabía que, en la vida real, tales enfrentamientos eran en el fondo mucho más abstractos; nuestros padres habían querido llevarnos al otro lado de la frontera para mostrarnos «la verdadera cara del comunismo», pero surgió un misterioso problema con nuestros visados, y tuvimos que quedarnos toda la semana en la parte occidental, tratando de imaginarnos cómo sería la vida allí, cada vez más intrigados por los conceptos de «este lado» y «del otro lado». Seguía llegando gente. Los cánticos y eslóganes se hacían más sonoros, y yo apenas podía entender lo que me decía tal o cual miembro de la familia, que se inclinaba hacia mí, como si aquella noche hubiese quedado en suspenso nuestra lengua, y el alemán se hubiese convertido en el único medio de comunicación. Pero había otras maneras de hacerse escuchar, y al poco nos unimos a la larga cadena humana frente al muro y me encontré de la mano de un hombre con una coleta que llevaba una cazadora negra de cuero, hasta que uno de mis hermanos insistió para intercambiar mi sitio con el suyo. Yo trataba de imaginarme a las miles de personas con las que estaríamos vinculadas en Berlín occidental mediante aquel gesto solidario, pero la idea me causaba vértigo, así que me concentré en los punks que jugaban con sus perros por allí cerca, tirándoles lejos lo que parecían ser zapatillas de tenis gastadas, para que los perros corrieran tras ellas y las trajeran de vuelta. Entonces el punk lanzaba en otra dirección el señuelo, que a veces impactaba por error en la cabeza o en el hombro de alguien, lo que provocaba unas enormes carcajadas.
Se hacía de noche. Entre la muchedumbre pasaban los organizadores repartiendo unas velas blancas. Había quien no las quería y prefería prender su propio encendedor. Ese océano luminoso hacía que el Reichstag pareciese más lúgubre y abandonado, y que la puerta de Brandenburgo, con su diosa de la Victoria y sus doce columnas dóricas, quedara doblemente silenciada por el crepúsculo. No muy lejos de nosotros, un viejo punk pertrechado con una antorcha se encaramó al muro y lanzó unos gritos hacia el Este, unas enfurecidas palabras que, sin embargo, no logramos entender.
Mi madre nos dijo que desde el otro lado unos ojos invisibles estarían espiando sus más mínimos gestos. No parecía que hubiese nadie en los miradores que alcanzábamos a ver, pero nos imaginamos a unos hombres con gorros, observando todo aquel espectáculo con mirada gatuna, prestos a reaccionar si alguno de nosotros penetraba siquiera un centímetro en su territorio.
Nos quedamos en la manifestación hasta que se consumieron las velas, se agotaron los encendedores y las voces se quedaron roncas, hasta que nuestros relojes marcaron las doce y la gente recogió sus bártulos y empezó a marcharse. "
" En el lado oriental, entretanto, soldados con uniformes grises y cascos de hierro recorrían con paso marcial la Karl Marx Allee. Me imaginaba choques espectaculares entre carne y metal, orden y caos, uniformidad y diversidad, pero bien sabía que, en la vida real, tales enfrentamientos eran en el fondo mucho más abstractos; nuestros padres habían querido llevarnos al otro lado de la frontera para mostrarnos «la verdadera cara del comunismo», pero surgió un misterioso problema con nuestros visados, y tuvimos que quedarnos toda la semana en la parte occidental, tratando de imaginarnos cómo sería la vida allí, cada vez más intrigados por los conceptos de «este lado» y «del otro lado». Seguía llegando gente. Los cánticos y eslóganes se hacían más sonoros, y yo apenas podía entender lo que me decía tal o cual miembro de la familia, que se inclinaba hacia mí, como si aquella noche hubiese quedado en suspenso nuestra lengua, y el alemán se hubiese convertido en el único medio de comunicación. Pero había otras maneras de hacerse escuchar, y al poco nos unimos a la larga cadena humana frente al muro y me encontré de la mano de un hombre con una coleta que llevaba una cazadora negra de cuero, hasta que uno de mis hermanos insistió para intercambiar mi sitio con el suyo. Yo trataba de imaginarme a las miles de personas con las que estaríamos vinculadas en Berlín occidental mediante aquel gesto solidario, pero la idea me causaba vértigo, así que me concentré en los punks que jugaban con sus perros por allí cerca, tirándoles lejos lo que parecían ser zapatillas de tenis gastadas, para que los perros corrieran tras ellas y las trajeran de vuelta. Entonces el punk lanzaba en otra dirección el señuelo, que a veces impactaba por error en la cabeza o en el hombro de alguien, lo que provocaba unas enormes carcajadas.
Se hacía de noche. Entre la muchedumbre pasaban los organizadores repartiendo unas velas blancas. Había quien no las quería y prefería prender su propio encendedor. Ese océano luminoso hacía que el Reichstag pareciese más lúgubre y abandonado, y que la puerta de Brandenburgo, con su diosa de la Victoria y sus doce columnas dóricas, quedara doblemente silenciada por el crepúsculo. No muy lejos de nosotros, un viejo punk pertrechado con una antorcha se encaramó al muro y lanzó unos gritos hacia el Este, unas enfurecidas palabras que, sin embargo, no logramos entender.
Mi madre nos dijo que desde el otro lado unos ojos invisibles estarían espiando sus más mínimos gestos. No parecía que hubiese nadie en los miradores que alcanzábamos a ver, pero nos imaginamos a unos hombres con gorros, observando todo aquel espectáculo con mirada gatuna, prestos a reaccionar si alguno de nosotros penetraba siquiera un centímetro en su territorio.
Nos quedamos en la manifestación hasta que se consumieron las velas, se agotaron los encendedores y las voces se quedaron roncas, hasta que nuestros relojes marcaron las doce y la gente recogió sus bártulos y empezó a marcharse. "
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