En esta porción de El Libro Negro, Gog narra una visita que hizo a una ciudad donde sus habitantes tenían costumbres muy distintas a todo lo que el millonario había visto alrededor del mundo. He aquí un fragmento que expone una de esas particularidades:
[...] Casi todos los habitantes siguen la antigua doctrina de Zaratustra, por lo cual creen en una divinidad creadora y bondadosa que lucha contra otra divinidad destructora y pésima. Mas, de esa doctrina sus seguidores deducen una consecuencia increíble y jamás pensada: su culto, las oraciones, ritos y sacrificios, son tributados únicamente a la divinidad mala, o sea al Diablo. Todos los santuarios están consagrados al Demonio, todos los sacerdotes están al servicio de Satanás. Las razones con que justifican tan diabólica adoración merecen ser consignadas, aun cuando tengan sabor a paradojas infernales.
Afirman sus teólogos que Dios es un padre amoroso, y por su naturaleza eterna no puede menos que amar y perdonar. No tiene necesidad de ofrendas ni de oraciones, sabe mejor que nosotros lo que se precisa cada día y no puede menos que proteger a sus hijos. El Dios malo, por el contrario, necesita ser adulado, propiciado, implorado, a fin de que no se ensañe contra nosotros. Se dedican ofrendas y tributos a los monstruos con la esperanza de que no se ensañen contra nosotros. Pues tal cosa es la que hacemos con el demonio. El mayor pecado del diablo es la soberbia, y por lo tanto nuestro culto exclusivo hacia él, nuestras alabanzas a su poder, nuestra perenne y humilde veneración logran halagarlo, dulcificarlo, ablandarlo, de tal manera que sus venganzas nos alcanzan mucho menos que a otros pueblos. El Dios Bueno, en su bondad infinita tiene compasión de nuestro miedo y debilidad, y sabe perfectamente que, aun cuando el culto externo sea para el Demonio, nuestro amor interno es para Él.
El delegado del rey, que me hizo saber todas estas cosas, no me dejó entrar en ningún templo de la ciudad, aun cuando le ofrecí una gruesa suma de oro para que me lo permitiese.
Me fui de Ascenzia lleno de estupor y asaltado por la curiosidad.
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[...] Casi todos los habitantes siguen la antigua doctrina de Zaratustra, por lo cual creen en una divinidad creadora y bondadosa que lucha contra otra divinidad destructora y pésima. Mas, de esa doctrina sus seguidores deducen una consecuencia increíble y jamás pensada: su culto, las oraciones, ritos y sacrificios, son tributados únicamente a la divinidad mala, o sea al Diablo. Todos los santuarios están consagrados al Demonio, todos los sacerdotes están al servicio de Satanás. Las razones con que justifican tan diabólica adoración merecen ser consignadas, aun cuando tengan sabor a paradojas infernales.
Afirman sus teólogos que Dios es un padre amoroso, y por su naturaleza eterna no puede menos que amar y perdonar. No tiene necesidad de ofrendas ni de oraciones, sabe mejor que nosotros lo que se precisa cada día y no puede menos que proteger a sus hijos. El Dios malo, por el contrario, necesita ser adulado, propiciado, implorado, a fin de que no se ensañe contra nosotros. Se dedican ofrendas y tributos a los monstruos con la esperanza de que no se ensañen contra nosotros. Pues tal cosa es la que hacemos con el demonio. El mayor pecado del diablo es la soberbia, y por lo tanto nuestro culto exclusivo hacia él, nuestras alabanzas a su poder, nuestra perenne y humilde veneración logran halagarlo, dulcificarlo, ablandarlo, de tal manera que sus venganzas nos alcanzan mucho menos que a otros pueblos. El Dios Bueno, en su bondad infinita tiene compasión de nuestro miedo y debilidad, y sabe perfectamente que, aun cuando el culto externo sea para el Demonio, nuestro amor interno es para Él.
El delegado del rey, que me hizo saber todas estas cosas, no me dejó entrar en ningún templo de la ciudad, aun cuando le ofrecí una gruesa suma de oro para que me lo permitiese.
Me fui de Ascenzia lleno de estupor y asaltado por la curiosidad.
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