Por Jorge Luis Borges
Buenos Aires, trece de diciembre de 1980
Buenos Aires, trece de diciembre de 1980
Shakespeare que tantos hombres fue, Shakespeare, que fue Macbeth y fue el rey Duncan, acuchillado por Macbeth, Macduff que mató a Macbeth, solía despojarse de esas máscaras que la forma dramática le imponía y ser William Shakespeare. En 1609 apareció su único libro íntimo, que consta de ciento cincuenta y cuatro sonetos y del poema titulado A Lover's Complaint (La queja de un amante). La impersonal portada sugiere que otro, no Shakespeare, fue el editor. Leemos así: Sonetos de Shakespeare, nunca hasta ahora impresos. La obra está dedicada al señor W.H., único padre (literalmente engendrador) de los siguientes sonetos .
La obra es intrincada y oscura, precisamente porque es íntima. Nos depara fragmentos cuyo contexto no será revelado, nos deja oír respuestas a preguntas cuya respuesta siempre será dudosa.
Estas incertidumbres, que han inspirado muy diversas hipótesis entre ellas una de Oscar Wilde, sugieren el suplicio de Tántalo, condenado, según se sabe, a morir eternamente de hambre y de sed, entre fuentes y frutas. Felizmente, esa analogía es del todo falsa. El espectáculo de las aguas y de las frutas no podían satisfacer el apetito de Tántalo: el lector puede prescindir del incierto sentido de los sonetos, y deleitarse con su música y sus imágenes. Citemos este ejemplo:
La obra es intrincada y oscura, precisamente porque es íntima. Nos depara fragmentos cuyo contexto no será revelado, nos deja oír respuestas a preguntas cuya respuesta siempre será dudosa.
Estas incertidumbres, que han inspirado muy diversas hipótesis entre ellas una de Oscar Wilde, sugieren el suplicio de Tántalo, condenado, según se sabe, a morir eternamente de hambre y de sed, entre fuentes y frutas. Felizmente, esa analogía es del todo falsa. El espectáculo de las aguas y de las frutas no podían satisfacer el apetito de Tántalo: el lector puede prescindir del incierto sentido de los sonetos, y deleitarse con su música y sus imágenes. Citemos este ejemplo:
Sweet with sweets war not, joy delights in joy
El sentido es baladí; la forma es espléndida. Busquemos otro:
Not mine own fears, nor the prophetic soul
Of the wide world dreaming on things to come
Nuestra fe en el anima mundi, nuestro juicio, favorable o desfavorable, del panteísmo, nada, absolutamente nada, tienen que ver con la vasta y vaga majestad de las líneas citadas.
Transcribamos otro pasaje, que no me animo a traducir:
Transcribamos otro pasaje, que no me animo a traducir:
Thy pyramids built up with newer might
To me are nothing novel, nothing strange,
They are but dressings of a former sight.
Se advierte en estos versos una alusión a la doctrina del tiempo circular, que profesaron los pitagóricos y los estoicos y que San Agustín refutó. También puede advertirse que Shakespeare descreía de novedades.
Técnicamente los sonetos de Shakespeare son, es indiscutible, inferiores a los de Milton, a los de Wordsworth, a los de Rossetti o a los de Swinburne. Incurren en alegorías momentáneas, que sólo justifica la rima y en ingeniosidades nada ingeniosas. Hay, sin embargo, una diferencia que no debo callar. Un soneto de Rossetti, digamos, es una estructura verbal, un bello objeto de palabras que el poeta ha construido y que se interpone entre él y nosotros; los sonetos de Shakespeare son confidencias que nunca acabaremos de descifrar, pero que sentimos inmediatas y necesarias.
Según el dictamen de Walter Pater, todas las artes aspiran a la condición de la música; parejamente, en el caso de estos sonetos, importa menos el dudoso sentido que la manifiesta hermosura. Swinburne los llama documentos divinos y peligrosos; se refiere, tal vez, a lo menos importante que puede darnos, el testimonio de una anormalidad que es asaz común y que no justifica ni la ostentación ni el oprobio.
El soneto isabelino consta de tres cuartetos decasílabos de rima cambiante y de un dístico rimado. Esta forma, ahora no menos grata a nuestro oído, se ha difundido por el mundo; baste recordar ciertas composiciones de La urna (1911) del injustamente olvidado Enrique Banchs. De los ciento cincuenta y cuatro sonetos del texto original, Manuel Mújica Láinez ha traducido con maestría cuarenta ocho.
Técnicamente los sonetos de Shakespeare son, es indiscutible, inferiores a los de Milton, a los de Wordsworth, a los de Rossetti o a los de Swinburne. Incurren en alegorías momentáneas, que sólo justifica la rima y en ingeniosidades nada ingeniosas. Hay, sin embargo, una diferencia que no debo callar. Un soneto de Rossetti, digamos, es una estructura verbal, un bello objeto de palabras que el poeta ha construido y que se interpone entre él y nosotros; los sonetos de Shakespeare son confidencias que nunca acabaremos de descifrar, pero que sentimos inmediatas y necesarias.
Según el dictamen de Walter Pater, todas las artes aspiran a la condición de la música; parejamente, en el caso de estos sonetos, importa menos el dudoso sentido que la manifiesta hermosura. Swinburne los llama documentos divinos y peligrosos; se refiere, tal vez, a lo menos importante que puede darnos, el testimonio de una anormalidad que es asaz común y que no justifica ni la ostentación ni el oprobio.
El soneto isabelino consta de tres cuartetos decasílabos de rima cambiante y de un dístico rimado. Esta forma, ahora no menos grata a nuestro oído, se ha difundido por el mundo; baste recordar ciertas composiciones de La urna (1911) del injustamente olvidado Enrique Banchs. De los ciento cincuenta y cuatro sonetos del texto original, Manuel Mújica Láinez ha traducido con maestría cuarenta ocho.
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