Cuando leía, sus ojos corrían a lo largo de la página y su mente percibía el sentido, mas la voz y la lengua se quedaban inmóviles. A menudo, hallándonos allí – cualquiera podía entrar, pues no se solía anunciar la llegada de un visitante – lo observábamos mientras leía, o en silencio, nunca de otra forma, y tras quedarnos sentados silenciosamente – ¿quién se atrevería a turbar una concentración tan intensa? – nos íbamos conjeturando que, en ese rato de tiempo en el que conseguia dedicarse a relajar su mente, libre por fin del ruido de los problemas ajenos, no querría ser distraído ni explicar a un oyente atento e interesado algún pasaje oscuro del texto que estaba leyendo, ni discutir sobre alguna cuestión particularmente difícil, acabando por perder, de tal modo, una parte del tiempo destinado a la lectura, a pesar de que resultara mucho más probable el hecho de que habría empleado ese tipo de lectura silenciosa para ahorrar la voz, que se le debilitaba con gran facilidad. No importaba la razón por la que lo hiciera, para un hombre así no podía ser sino buena”.
De este modo narra San Agustín en el capítulo Vl de sus “Confesiones” la forma en que leía San Ambrosio, aquel personaje que fascinó y atrajo vital y esencialmente al que luego sería obispo de Hipona.
“Muy a menudo – evoca Steiner en “Presencias reales” (Destino) – lo que viene a llamarnos lo hace sin ser invitado. Incluso cuando hay una buena disposición, como en la sala de concierto, en el museo, en ocasión de una lectura, la verdadera entrada en nosotros no ocurrirá por un acto de voluntad”. Entra en nosotros ese invitado en la noche atravesando la habitación de la mente, rozando la luz de las pantallas, apenas haciendo ruido entre los muebles de las distracciones y se queda allí, en la música, en el fondo del cuadro, en el fondo de la página, y empieza a hablarnos – silencio y lenguaje, lenguaje y silencio – hasta atraernos, hasta convertirnos en su íntima amistad.
Artista: Dora Carrington
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