viernes, 12 de julio de 2013

Modigliani, el pintor que destrozaba a sus amantes

Era bajo y adicto a los excesos, pero tremendamente exitoso con las mujeres. Aunque a muchas las maltrató, incluso físicamente, ninguna le olvidó y todas le amaron intensamente. Dos de ellas se suicidaron, una cuando el pintor la abandonó y otra al morir éste, a los 35 años. Una ambiciosa exposición de sus desnudos y retratos revela cómo veía Amedeo, “El Maldito”, el mundo de desenfreno que le rodeaba.

Por Gonzalo Ugidos


Morir de amor no es necesariamente un tópico literario. A veces es una verdad forense. Paolo y Virginia o Romeo y Julieta son emblemas de ese síndrome, como París es la ciudad emblemática de los amantes. En sus calles hay placas que balizan los sitios en los que se detuvo la vida de enamorados inmortales. Por eso sorprende que nada en la Rue Amyot recuerde la tragedia que hace 86 años tuvo lugar allí. Era invierno y una joven de 19 años, madre de una niña de 2 y embarazada de ocho meses, se dejaba caer de espaldas desde el balcón de un quinto piso. Era pintora, se llamaba Jeanne Hébuterne y la causa de su desconsuelo era que la víspera su amante, Amedeo Modigliani, había muerto de meningitis tuberculosa. No fue la única de sus amantes confrontada con el desgarro. Las pintaba para desnudarlas, las desnudaba para pintarlas, las amaba de mala manera. Intoxicado de penas y alcohol, a una la defenestró y a otra le marcó la cara con cristales rotos. Ninguna recuperó el sosiego tras la catástrofe de la separación. Muchas de ellas murieron jóvenes.


(Batrice Hastings. La escritora posó para Modigliani durante los dos años que duró su romance./ MODIGLIANI INSTITUTE ROMA / ROYAL ACADEMY OF ARTS)

 Modigliani (Livorno, 1884) apenas medía 1,65; pero era bello, intenso y excesivo. Murió a los 35 de su propia vida, infectada por la bohemia de las noches largas de hachís, alcohol, sexo, pendencias y otras ebriedades no menos líricas. En sus borracheras buscaba el alcaloide de esa aleación de vértigo y fugacidad a la que los románticos llamaban «vida». Era un epígono entusiasta del vive a tope, muere joven y deja un hermoso cadáver. Por eso, cuando la cocaína mezclada con hachís le sabía a poco, se colocaba con una absenta explosiva llamada mominette, un alucinatorio destilado hecho de patatas. Sus amigos Cocteau, Picasso, Brancusi, Blaise Cendrars… le llamaban Modí, que es exactamente como se pronuncia la palabra francesa para decir «maldito». Nomen, omen: el nombre es el destino. El suyo fue el de un marginal de porte aristocrático con su traje de terciopelo ocre, camisa amarilla, bufanda roja y un sombrero de ala ancha. Picasso dijo de él que era el único tipo en París que sabía vestir. Recitaba fragmentos de La Divina Comedia, mientras serpenteaba por entre las mesas de La Rotonde ofreciendo dibujos por unos pocos francos o un vaso de vino. Dessins à boire, arte no por comercio, sino por dipsomanía.


Desde niño se sintió amado por las mujeres, por su madre la francesa Eugenia Garsin, que era intelectual, corajuda, librepensadora e inculcó en su vástago el veneno del arte absoluto. Por su tía Laura, que le leía a Kropotkin y lo reconciliaba con su compleja herencia sefardí. Más tarde, por las mujeres de su Livorno natal, por las prostitutas de los arrabales venecianos. A los 22 años llegó a París. Era brillante, exquisito y hablaba el francés sin acento. Vivió en buhardillas miserables, en falansterios o comunidades utópicas cosmopolitas, en habitaciones de amantes eventuales, en hoteluchos de tres al cuarto, en la comuna de la rue Delta, de donde lo echaron por vándalo y camorrista. Con 14 años se mudó de casa 30 veces. Quería ser escultor, pero la tuberculosis, que le afectaba desde los 16 años, y su pobreza, que le impedía comprar la piedra, lo disuadieron de continuar. Empezó a pintar con la fiebre de una ansiedad que siempre lo escoltó como una sombra lacada y gris. Sus modelos eran invariablemente sus amantes, dependientas de lavanderías, bellas tenderas, groupies del arte, chicas de la academia de pintura Colarossi… Dibujó cientos de cuadros y miles de dibujos en solo 10 años. Siempre retratos y desnudos. Cuerpos y caras que expresan su avidez por desenmascarar la carne.

Cuerpos transfigurados por el deseo y la serenidad; rostros de mujeres atemporales, ojos azules de pupilas ausentes por donde se asoma el alma, cabezas oblongas, cuellos cilíndricos como robados a los cisnes. Retratos estilizados que parecen enmarcados en la horca. Festín sensual de líneas definidas y formas ovales. Sus malabarismos palpitan entre lo íntimo y lo remoto, entre lo tradicional y lo moderno, entre lo occidental y lo exótico. Es un hombre solo, un artista único, un pobre elegante, un moderno antiguo, un italiano francés, un desgarro en carne viva. Pintaba a sus amigos, al pintor analfabeto Chiam Soutine o al canalla Maurice Utrillo.


(Jeanne Hébuterne. Los padres de la modelo nunca aceptaron a ese “pintor pobre, judío y extranjero”./ MODIGLIANI INSTITUTE ROMA / ROYAL ACADEMY OF ARTS)

Pero sobre todo a las mujeres. Decía que «pintar a una mujer es poseerla». Así tuvo a la actriz Elvira, a una judía enigmática, a la modelo negra Aicha, a la mantenida Gaby, a Adrienne, a la señora Menier, a la rubia Renée, a Hanka Zborowska, a Louise o a la argelina Almaisa. En todas descubrió el borboteo de la sangre y la vaga distorsión de sus miradas. Muchas habían conocido el temblor de sus manos en caricias balbucientes, en gozos voluptuosos envenenados por el estrépito de las drogas y el repeluzno de la inminencia de la muerte. A muchas las maltrató de obra y palabra, pero ninguna le olvidó y todas le amaron. Algunas se sintieron, incluso, viudas del excéntrico pintor cuando éste murió.


De manera retórica, no física, amó a Eleonora Duse, la amante y musa del escritor Gabriele D’Annunzio. Él tenía 21 años cuando la pintó; ella, 47, y formaba junto con Sarah Berhardt y Ellen Terry, el trío de las tres gracias de la escena del siglo XIX y los primeros años del XX. A la Duse, Modigliani la pintó con el rostro difuminado, como queriendo rescatar en la tela la enigmática luminosidad de su rostro perfecto. Si el pintor la amaba, la amaba como a un ángel. Todavía le faltaban varios herbores para que del artista joven empezara a brotar el sátiro.

Cuatro años después, sedujo a la mejor poetisa rusa de todo el siglo XX, Anna Ajmátova, a quien conoció en París cuando ella estaba de luna de miel con su marido, el poeta Nicolai Gumilev. Modí tenía 26 años; ella, 21, con ojos verdiaguados, cabello oscuro y un perfil egipcio, como el de las máscaras que el pintor había admirado en el Trocadero parisino. El artista y la modelo se enamoraron, pasaron juntos el verano de 1911 y, bajo esa influencia, ella escribió poemas convulsos que forman parte de su primer libro, Atardecer. Él no llegó a pintarla nunca, pero la dibujó 20 veces. Aunque intercambiaron tiernas cartas de amor, se perdieron en el sitio de Leningrado. Fue la menor de las tragedias de la vida azarosa y triste de Anna Ajmátova.

Con la escritora y periodista sudafricana Beatrice Hastings, Modigliani vivió dos años en Montparnasse. Le hizo 11 retratos y una copiosa serie de dibujos. Bajo seudónimos múltiples, esta feminista mística, misteriosa y sexualmente liberada, evocaría el esplendor y las broncas de aquel amor tempestuoso. «Era un cerdo y una perla, hachis y brandy, ferocidad y glotonería», así lo recordó hace años en la revista New Age. Contó también que Modí la arrojó una vez contra el cristal de una vitrina. Sola y pobre, muchos años después Beatrice Hastings metió la cabeza en el horno de gas y se quitó de en medio para siempre.

La maldición de Modí alcanzaba a sus mujeres como un efluvio del diablo. Lo comprobó en carne propia la canadiense Simone Thiroux, que se había propuesto viajar a París para compartir el sueño, y sobre todo sus prólogos, con cuantos más artistas mejor. Rubia, alta y elegante, se acomodó bien a las borracheras heroicas del artista y a la destemplanza de sus resacas, salvo que una noche de delirio etílico el artista endemoniado le marcó la cara con un vaso roto. Estaba embarazada y Modiglinai la acusó de dormir con otros, rechazó su paternidad y la puso en la calle. Cuando el niño nació, su madre lo llamó Serge Gérard y lo dio en adopción. Era el vivo retrato de Amedeo. Simone quiso volver con su amante. «No puedo estar sin ti, necesito que no me odies. Un poco de cariño me haría mucho bien». Modí no escuchó su súplica. Ella murió después de tuberculosis a los veintitantos. Sólo un año sobrevivió a su amante.

Pero sobre todo a las mujeres. Decía que «pintar a una mujer es poseerla». Así tuvo a la actriz Elvira, a una judía enigmática, a la modelo negra Aicha, a la mantenida Gaby, a Adrienne, a la señora Menier, a la rubia Renée, a Hanka Zborowska, a Louise o a la argelina Almaisa. En todas descubrió el borboteo de la sangre y la vaga distorsión de sus miradas. Muchas habían conocido el temblor de sus manos en caricias balbucientes, en gozos voluptuosos envenenados por el estrépito de las drogas y el repeluzno de la inminencia de la muerte. A muchas las maltrató de obra y palabra, pero ninguna le olvidó y todas le amaron. Algunas se sintieron, incluso, viudas del excéntrico pintor cuando éste murió.

De manera retórica, no física, amó a Eleonora Duse, la amante y musa del escritor Gabriele D’Annunzio. Él tenía 21 años cuando la pintó; ella, 47, y formaba junto con Sarah Berhardt y Ellen Terry, el trío de las tres gracias de la escena del siglo XIX y los primeros años del XX. A la Duse, Modigliani la pintó con el rostro difuminado, como queriendo rescatar en la tela la enigmática luminosidad de su rostro perfecto. Si el pintor la amaba, la amaba como a un ángel. Todavía le faltaban varios herbores para que del artista joven empezara a brotar el sátiro.

Su gran amor.

 Antes hubo otras muchas: Nina Hamnet, Lunia Czechowska, María Vassilieff, Burty Haviland. Ellas le dieron amor, dulzura y mucha paciencia; él las desnudaba el cuerpo y las revelaba el alma en telas que ahora son caras e inmortales. Los romanos llamaban fascinatio al vínculo entre el sexo masculino erguido y la mirada que lo sorprende. Modigliani era fascinante no sólo por el fuego de su mirada. Pero de todas las historias de su corazón la más triste y desgarradora fue la última. Conoció a Jeanne Hébuterne en 1917, cuando ella tomaba clases de pintura en la academia Colarossi y él tenía su taller justo al lado, en Montparnasse. Jeanne Hébuterne tenía 16 años; Modigliani, 33. Pasaba por ser un solitario cimarrón, abismado en una angustia perpetua. A ella le gustó él porque había un reverbero de dolor en su mirada. A él le gustó Jeanne por la frescura de su rostro fino, sus ojos azules, el esplendor de su cabello castaño. La encontró dulce y melancólica. Jeanne Hébuterne aún no sabía que ese hombre bello era un implacable destructor de las mujeres que amaba. No supo que ese amor oscuro la atraparía hasta la aniquilación.


La pareja se instaló en un estudio de la rue Grande-Chaumière, contra la voluntad de los padres de ella, que no aceptaban a ese «pintor pobre, judío y extranjero». Fue amante heroica en gozo y en dolor. No sabemos mucho más. Hablaba poco, nadie la vio reír. Quedan tres fotos de ella que no la acreditan como singularmente bella, pero Jeanne Hébuterne siempre fue demasiado sensible a la belleza: tal vez ese fue su karma. También se conservan algunas de sus pinturas y dibujos a lápiz, de líneas fluidas. Una pintura representa el patio de la casa donde vivieron el último año de sus vidas; el otro es un retrato de Modigliani.

Amedeo vivía escindido entre la certeza de su talento y la evidencia de su fracaso;. Sobre todo temía morir pronto y espantaba el miedo con el frenesí. A finales de 1918 tuvieron una niña, Giovanna, que con los años escribiría la mejor biografía de Modigliani. Su padre seguía tosiendo sangre, su madre trataba de ocultar las lágrimas para posar como modelo de su amante devastado. Cuando Modigliani consiguió exponer en la galería Berthe Weill, la policía clausuró la muestra por ultraje al pudor. Son desnudos de sexualidad incendiaria que hoy suscitan la admiración universal, pero entonces prendían el escándalo. Se refugió de nuevo en el alcohol y otras dependencias, y los parroquianos de los bares de Montparnasse lo vieron declamar versos de Rimbaud y de D’Annunzio.

Modí y Jeanne vivían dentro de un interior de rayos luminosos y sombras tétricas, habían construido un ecosistema de gritos y susurros. Habían compartido lágrimas, se habían abrazado como náufragos y se habían convertido en hermanos siameses. Cuando la cirugía los separó, ella se sintió ¿demediada? Habían escrito sus destinos en la carne del otro y la carne no miente. Ni perdona. Esa carne fue su horóscopo. Amedeo Modigliani, hechizado por los enigmas del alma de su amante, la desnudaba de noche y la pintaba de día, pero nunca llegó a saberlo absolutamente todo de ella. Nunca llegó a saber que para ella amar era lo mismo que morir si moría él.

Modigliani, el solitario atormentado, el anarquista ebrio, el politoxicómano creativo, había frecuentado la piel de una legión de mujeres, pero su fantasía sólo quedó atrapada en la lealtad mineral de aquella artista adolescente herida por las estocadas del amor hasta la muerte. La había retratado no menos de 27 veces, pero nunca quiso que ella posara desnuda. El pintor, que no había dudado en retratar sin ropa a cualquier mujer que estuviera dispuesta a posar para él, no quería sin embargo que nadie viera la desnudez de Jeane Hébuterne. El amor y el secreto del otro eran lo mismo para él. Bañado en sudor y delirios, Modí falleció, el 25 de enero de 1920, en el Hospital de la Caridad. Estaba enfermo de meningitis tuberculosa. Eso dijeron los médicos. Nevaba sobre París. Al día siguiente, una inconsolable Jeanne supo que no podía vivir sin aquel hombre raro y mal compañero, que no podría extirparlo de su alma y espantar la reverberación del espanto. No esperó más. A las cuatro de la mañana de aquel domingo, abrió la ventana y se arrojó al vacío. El pavor es tanto la imposibilidad de la huida como la del contacto. El pavor y el espanto le abrieron a Jeanne las ventanas del quinto piso de la rue Amyot, enferma de un olvido imposible. Los vecinos que oyeron el estrépito, se asomaron a la calle gélida y contemplaron con estupor lo que quedaba de aquella mujer joven una vez que la vida le había arrancado de su lado al ser que amaba: un cadáver hermoso.










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