de "La mesa de los Galanes", por Roberto Fontanarrosa. (Fragmento)
Me gusta Rosario cuando llega el invierno. Cuando caen las primeras nevadas y por el Paraná bajan los grandes bloques de hielo. De chico, yo subía a la terraza de mi casa, me trepaba a un pilar y desde allí veía, entre algunos edificios, pedazos del río y el rayón verde de la isla. Y también divisaba los hielos, derivando aguas abajo de la misma forma en que lo hacían los camalotes durante el verano. Quintina decía haber visto animales sobre aquellos témpanos. Monos, pecaríes y hasta víboras, pero no se le podía creer mucho porque ella era muy fantasiosa a pesar de su simpleza. Lo cierto es que yo había visto una familia de paraguayos bajando en un camalote y Eduardito contaba que una vez venía una lampalahua comiéndose un chancho arriba de uno de esos hielos.
Lo que a mí me encantaba era mirar la llegada del hidroavión. Yo sabía que llegaba a Rosario a eso de las cinco de la tarde y me escapaba hacia la terraza. Acuatizaba muy cerca de la zona donde yo vivía (Catamarca y Corrientes, el Edificio Dominicis) y entonces se lo podía ver, próximo y brillante, metálico, como si ya viniera mojado. Era un aparato panzón, hermoso, y se divisaba bajo las alas --y entre los dos inmensos flotadores-- la fila de ventanitas. Incluso a veces llegaban a verse los rostros levemente despavoridos de los pasajeros, aún no muy acostumbrados a aquellas aventuras. El hidroavión descendía y yo no lo veía tocar el agua porque ya me lo tapaban los edificios. Y eso que aterrizaba bastante antes de la Estación Fluvial porque, en aquellos tiempos, toda la zona frente a la estación estaba ocupada por la actividad increíble de las dársenas. Estoy hablando, por supuesto, de antes de que los porteños nos robaran el puerto. Mi viejo me llevaba muchas veces a visitar el puerto. No se permitía entrar. Siempre había un marinero de guardia pero mi viejo le decía un par de cosas, muy suelto, canchero, y el marinero nos facilitaba la entrada. De allí en más crecía un bosque de mástiles y de torretas de los barcos y, dejando el auto (un Fiat Balilla, negro), empezábamos a recorrer los depósitos y los galpones entre la multitud de gente. Aquello era una sinfonía de razas y de colores. Había marinos rubios y colorados, de pelo casi blanco algunos, muy atildados que llegaban de los vapores de ultramar europeos. Había hindúes, con sus turbantes y taparrabos. Chinos, malayos, que bajaban de sus praos procurando conseguir perros para comer (decía Quintina que tía Lilia les había vendido el "Batuque" cuando ya estaba viejo). Había árabes que siempre parecían pelearse por su forma aparatosa de conversar. Y había negros, gigantescos algunos, llegados desde Africa en galeones o esquifes que, en ocasiones, procuraban escapar solicitando trabajo en la construcción del Monumento a la Bandera (el primero, el que no se terminó). Todo eso le daba al lugar una algarabía, una vitalidad y una atmósfera formidable. Los gritos, las órdenes, el azote de las velas al desplegarse, los mil idiomas diferentes, las corridas de los marineros franceses cruzando el boulevard costanero para cambiar divisas en el Sunderland o en el Wembley. El rezongar de los animales, que también los había. Estaban los enormes caballos de la Policía Montada con sus jinetes de uniforme azul que los hacían caracolear entre los bultos y los cajones descargados procurando evitar robos y fundamentalmente peleas, entre los balleneros nórdicos y los atuneros de El Callao, que bajaban siempre absolutamente borrachos con agua de alcanfor. Y había chivos, camélidos, jaulas repletas de loros, guacamayos y monos amazónicos. Hasta una jirafa ví un día, algo absorta, como espantada por todo aquel caótico mundo que la rodeaba. Y los jueves (porque aquel día fue un jueves) se cruzaban desde la isla los charrúas a vender sus pieles de nutria y de manatí. Llegaban con sus chalupas gambeteando la multitud de falúas, bajeles, balsas y monitores hasta amarrar bien enfrente del espigón de madera del Náutico, donde ya los esperaban grupos de comerciantes, ávidos por adquirirles de todo, incluso artesanías. Antes, me contaba mi viejo, los charrúas venían casi desde la zona de Victoria (carpincheros, más que nada) pero habían sido muy corridos por los "ajeros", vendedores de ajo, rosarinos que recorrían los esteros en pequeños grupos trashumantes, muy agresivos y rencorosos desde que fueran expulsados del Circo Criollo. Después, con los años, lamentablemente los charrúas fueron cada vez más y más hostigados hasta que terminaron, unos pocos, fundando un club de fútbol, en la zona de Tablada. Pero aquel jueves volví a recuperar, por sobre todas las cosas, le impresión que me causaban los olores de esos indios. Relucían sus pieles curtidas bajo el baño de sudor (venían remando desde El Embudo) y resaltaban, nítidos, los tatuajes primitivos que reproducían sábalos, manduvíes y viejas del agua sobre pechos y muslos. Había uno de ellos, recuerdo, que me impresionó porque lucía en la espalda el esquema completo del sistema nervioso de un surubí, lo que demostraba hasta qué punto conocían aquellos salvajes la fauna del territorio. Pero el aroma era fuerte. Ellos embadurnaban sus cuerpos con grasa de boga macho para adquirir un olor familiar al de su presa predilecta ("bogueros" solían llamarlos antiguamente los querandíes), o bien con la sustancia que sacaban de una glándula suprarrenal que tienen las tarariras tras las agallas y que (según los zoólogos) les trae buena suerte a dichos peces. Era un olor penetrante, que aún hoy llevo instalado en las narices y que prevalecía sobre las mixturas a sorgo híbrido, a canela, a coco, pimentón, almizcle, alcanfor, láudano, bosta de caballo y goma quemada. Yo nunca me había acercado mucho a los charrúas, en parte porque de inmediato se arremolinaban en torno a ellos docenas de comerciantes procurando esquilmarlos y en parte porque mi padre tenía cierto recelo hacia esas criaturas (se hablaba de que habían dado muerte en la isla a fines de la centuria, a un abuelo de Candiotti, el famoso nadador de aguas abiertas). Pero ese día estaba tío Enrique con nosotros, y tío Enrique era policía. No policía de uniforme, si no detective, lo que lo hacía más interesante. Era un par de días antes de Navidad, fecha que siempre me ponía muy alegre y expectante, y yo con mi viejo y mi tío, nos estábamos encargando de las compras para las fiestas. El tío incluso me había prometido que si había llegado algún vapor desde el Kuomintang (Pekín) podría comprarme petardos y fuegos de artificios, dado que en eso los chinos eran verdaderos maestros. Pero el real motivo de nuestra visita al puerto era muy otro. Ya mi viejo había apalabrado a los charrúas para que nos trajeran un chancho jabalí, cosa de hacerlo al horno para la Nochebuena. Tío Enrique era un personaje casi mitológico en mi casa, especialmente porque aparecía muy de vez en cuando. Cuando venía, al llegar nomás, sacaba de abajo del saco un revólver gigantesco y se lo entregaba a mi madre, casi oculto, para que lo tuviera alejado de los chicos. Vestía siempre camisa blanca abierta, sin corbata, saco marrón y bombachas grises. Botas también, porque andaba mucho por zonas rurales y solía ocuparse de casos de abigeato. Manejaba un antiguo Ford --de los llamados "a bigote"-- y en él ese día nos fuimos para el puerto a buscar el chancho, programa que me encantaba compartir. Aquel jueves, sin embargo, tío Enrique me sorprendió al llegar a casa, no solo porque no le entregó el revólver a mi vieja, si no porque me preguntó algo.
-- ¿Tenés una lupa, Negrito? --me dijo--. Yo, sin decir nada, fuí a buscar mi lupa, la de la escuela, de plástico, que se prolongaba en un reglita de diez centímetros y, como tenía punta, podía hacer las veces de cortapapeles.
-- ¿Y la tuya, Enrique? --escuché que preguntaba mi viejo.
-- ¿La de la repartición? Sabés que pasa, Berto... la llevé a arreglar a Lutz Ferrando. Se descalibran las lupas. Y más con este clima puto de Rosario. Húmedo. Pierden balance. Uno empieza a ver cualquier cosa. ....
Me gusta Rosario cuando llega el invierno. Cuando caen las primeras nevadas y por el Paraná bajan los grandes bloques de hielo. De chico, yo subía a la terraza de mi casa, me trepaba a un pilar y desde allí veía, entre algunos edificios, pedazos del río y el rayón verde de la isla. Y también divisaba los hielos, derivando aguas abajo de la misma forma en que lo hacían los camalotes durante el verano. Quintina decía haber visto animales sobre aquellos témpanos. Monos, pecaríes y hasta víboras, pero no se le podía creer mucho porque ella era muy fantasiosa a pesar de su simpleza. Lo cierto es que yo había visto una familia de paraguayos bajando en un camalote y Eduardito contaba que una vez venía una lampalahua comiéndose un chancho arriba de uno de esos hielos.
Lo que a mí me encantaba era mirar la llegada del hidroavión. Yo sabía que llegaba a Rosario a eso de las cinco de la tarde y me escapaba hacia la terraza. Acuatizaba muy cerca de la zona donde yo vivía (Catamarca y Corrientes, el Edificio Dominicis) y entonces se lo podía ver, próximo y brillante, metálico, como si ya viniera mojado. Era un aparato panzón, hermoso, y se divisaba bajo las alas --y entre los dos inmensos flotadores-- la fila de ventanitas. Incluso a veces llegaban a verse los rostros levemente despavoridos de los pasajeros, aún no muy acostumbrados a aquellas aventuras. El hidroavión descendía y yo no lo veía tocar el agua porque ya me lo tapaban los edificios. Y eso que aterrizaba bastante antes de la Estación Fluvial porque, en aquellos tiempos, toda la zona frente a la estación estaba ocupada por la actividad increíble de las dársenas. Estoy hablando, por supuesto, de antes de que los porteños nos robaran el puerto. Mi viejo me llevaba muchas veces a visitar el puerto. No se permitía entrar. Siempre había un marinero de guardia pero mi viejo le decía un par de cosas, muy suelto, canchero, y el marinero nos facilitaba la entrada. De allí en más crecía un bosque de mástiles y de torretas de los barcos y, dejando el auto (un Fiat Balilla, negro), empezábamos a recorrer los depósitos y los galpones entre la multitud de gente. Aquello era una sinfonía de razas y de colores. Había marinos rubios y colorados, de pelo casi blanco algunos, muy atildados que llegaban de los vapores de ultramar europeos. Había hindúes, con sus turbantes y taparrabos. Chinos, malayos, que bajaban de sus praos procurando conseguir perros para comer (decía Quintina que tía Lilia les había vendido el "Batuque" cuando ya estaba viejo). Había árabes que siempre parecían pelearse por su forma aparatosa de conversar. Y había negros, gigantescos algunos, llegados desde Africa en galeones o esquifes que, en ocasiones, procuraban escapar solicitando trabajo en la construcción del Monumento a la Bandera (el primero, el que no se terminó). Todo eso le daba al lugar una algarabía, una vitalidad y una atmósfera formidable. Los gritos, las órdenes, el azote de las velas al desplegarse, los mil idiomas diferentes, las corridas de los marineros franceses cruzando el boulevard costanero para cambiar divisas en el Sunderland o en el Wembley. El rezongar de los animales, que también los había. Estaban los enormes caballos de la Policía Montada con sus jinetes de uniforme azul que los hacían caracolear entre los bultos y los cajones descargados procurando evitar robos y fundamentalmente peleas, entre los balleneros nórdicos y los atuneros de El Callao, que bajaban siempre absolutamente borrachos con agua de alcanfor. Y había chivos, camélidos, jaulas repletas de loros, guacamayos y monos amazónicos. Hasta una jirafa ví un día, algo absorta, como espantada por todo aquel caótico mundo que la rodeaba. Y los jueves (porque aquel día fue un jueves) se cruzaban desde la isla los charrúas a vender sus pieles de nutria y de manatí. Llegaban con sus chalupas gambeteando la multitud de falúas, bajeles, balsas y monitores hasta amarrar bien enfrente del espigón de madera del Náutico, donde ya los esperaban grupos de comerciantes, ávidos por adquirirles de todo, incluso artesanías. Antes, me contaba mi viejo, los charrúas venían casi desde la zona de Victoria (carpincheros, más que nada) pero habían sido muy corridos por los "ajeros", vendedores de ajo, rosarinos que recorrían los esteros en pequeños grupos trashumantes, muy agresivos y rencorosos desde que fueran expulsados del Circo Criollo. Después, con los años, lamentablemente los charrúas fueron cada vez más y más hostigados hasta que terminaron, unos pocos, fundando un club de fútbol, en la zona de Tablada. Pero aquel jueves volví a recuperar, por sobre todas las cosas, le impresión que me causaban los olores de esos indios. Relucían sus pieles curtidas bajo el baño de sudor (venían remando desde El Embudo) y resaltaban, nítidos, los tatuajes primitivos que reproducían sábalos, manduvíes y viejas del agua sobre pechos y muslos. Había uno de ellos, recuerdo, que me impresionó porque lucía en la espalda el esquema completo del sistema nervioso de un surubí, lo que demostraba hasta qué punto conocían aquellos salvajes la fauna del territorio. Pero el aroma era fuerte. Ellos embadurnaban sus cuerpos con grasa de boga macho para adquirir un olor familiar al de su presa predilecta ("bogueros" solían llamarlos antiguamente los querandíes), o bien con la sustancia que sacaban de una glándula suprarrenal que tienen las tarariras tras las agallas y que (según los zoólogos) les trae buena suerte a dichos peces. Era un olor penetrante, que aún hoy llevo instalado en las narices y que prevalecía sobre las mixturas a sorgo híbrido, a canela, a coco, pimentón, almizcle, alcanfor, láudano, bosta de caballo y goma quemada. Yo nunca me había acercado mucho a los charrúas, en parte porque de inmediato se arremolinaban en torno a ellos docenas de comerciantes procurando esquilmarlos y en parte porque mi padre tenía cierto recelo hacia esas criaturas (se hablaba de que habían dado muerte en la isla a fines de la centuria, a un abuelo de Candiotti, el famoso nadador de aguas abiertas). Pero ese día estaba tío Enrique con nosotros, y tío Enrique era policía. No policía de uniforme, si no detective, lo que lo hacía más interesante. Era un par de días antes de Navidad, fecha que siempre me ponía muy alegre y expectante, y yo con mi viejo y mi tío, nos estábamos encargando de las compras para las fiestas. El tío incluso me había prometido que si había llegado algún vapor desde el Kuomintang (Pekín) podría comprarme petardos y fuegos de artificios, dado que en eso los chinos eran verdaderos maestros. Pero el real motivo de nuestra visita al puerto era muy otro. Ya mi viejo había apalabrado a los charrúas para que nos trajeran un chancho jabalí, cosa de hacerlo al horno para la Nochebuena. Tío Enrique era un personaje casi mitológico en mi casa, especialmente porque aparecía muy de vez en cuando. Cuando venía, al llegar nomás, sacaba de abajo del saco un revólver gigantesco y se lo entregaba a mi madre, casi oculto, para que lo tuviera alejado de los chicos. Vestía siempre camisa blanca abierta, sin corbata, saco marrón y bombachas grises. Botas también, porque andaba mucho por zonas rurales y solía ocuparse de casos de abigeato. Manejaba un antiguo Ford --de los llamados "a bigote"-- y en él ese día nos fuimos para el puerto a buscar el chancho, programa que me encantaba compartir. Aquel jueves, sin embargo, tío Enrique me sorprendió al llegar a casa, no solo porque no le entregó el revólver a mi vieja, si no porque me preguntó algo.
-- ¿Tenés una lupa, Negrito? --me dijo--. Yo, sin decir nada, fuí a buscar mi lupa, la de la escuela, de plástico, que se prolongaba en un reglita de diez centímetros y, como tenía punta, podía hacer las veces de cortapapeles.
-- ¿Y la tuya, Enrique? --escuché que preguntaba mi viejo.
-- ¿La de la repartición? Sabés que pasa, Berto... la llevé a arreglar a Lutz Ferrando. Se descalibran las lupas. Y más con este clima puto de Rosario. Húmedo. Pierden balance. Uno empieza a ver cualquier cosa. ....
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