Rómulo Gallegos
- I -
Mano Carlos
Esto fue cuando Juan Lorenzo tenía cinco años.
Una noche, a las primeras horas, estaba él en las piernas de la madre, que le cantaba para dormirlo, cuando llegó un hombre a la puerta y dijo:
-Señora, dígale a Mano Carlos que aquí está Julián Camejo que viene a cumplile lo ofrecío.
Efigenia dejó al niño en la mecedora y entrando en el cuarto del marido se acercó a la hamaca donde él estaba y le dijo, con su voz de sierva sumisa que habla al amo que acaba de azotarla:
-Que ahí está Julián Camejo que viene a cumplirte lo ofrecido.
El hombre saltó de la hamaca y se precipitó fuera del cuarto a grandes pasos, a tiempo que desabrochaba la tirilla del revólver en la faja que llevaba siempre al cinto.
Efigenia comprendió entonces lo que iba a suceder pero no hizo nada por evitarlo, paralizada por el terror. Juan Lorenzo que estaba mancornado en la mecedora, se enderezó rápidamente cuando el padre atravesó el corredor, dirigiéndose a la calle.
Transcurrieron los instantes precisos para que el Comandante Carlos Gerónimo Figuera atravesara el zaguán; pero a Efigenia le parecieron infinitos, porque durante ellos estallaron en su cerebro un tropel de pensamientos que, para sucederse unos a otros habían requerido largo espacio de tiempo. Esperando oír el disparo inevitable le pareció que dilataba tanto que se preguntó mentalmente: ¿Cuándo sonará?
Por fin oyó. Algo espantoso que no se borraría jamás de su memoria: un quejido estrangulado, corto, angustioso como un hipo mortal, y luego el ruido del portón contra el cual había caído algo muy pesado.
Mucho tiempo después Efigenia recordó que entonces había dicho ella, lentamente y a media voz: ¡ya lo mataron!; y que afuera, en la calle, en todo el pueblo, en el aire, había un silencio horrible.
Luego comenzaron a oírse voces de los vecinos agrupados en la puerta. Lamentaciones de mujeres que parecía que hablaban tapándose las bocas con las manos trémulas de espanto:
-¡Ave María Purísima! ¡Dios me salve el lugar!
Un hombre que decía:
-¡Lo sacó de pila!
Una voz autoritaria.
-No lo atoquen. Hasta que no venga el Juzgao no se pué levantá el cuerpo.
Voces lejanas:
-¡Cójanlo! ¡Cójanlo!
Poco después, Juan Lorenzo, que se había quedado inmóvil en su asiento del corredor, vio que unas mujeres abrían la entrepuerta para dar amplio paso a los que traían el cadáver del Comandante Figuera. Cautelosamente fue deslizándose en el asiento hasta alcanzar el suelo y sin quitar la vista de la puerta por donde iba a aparecer aquella cosa horrible. Luego echó a correr hacia donde estaba la madre.
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