Siempre tuvo miedo de olvidar. No quería perder el recuerdo de nada. Se desesperaba cuando el título de una canción, o el nombre de un artista, no brotaba espontáneamente a su reclamo. Imaginaba un absurdo suicidio de la memoria, cuando debía detenerse unos segundos para recordar la ubicación de una calle o una casa. Para él, el olvido era una aberración inconcebible, casi un insulto a su personalidad, y se vanagloriaba de poseer una memoria perfecta.
Con los años, comprendió que le era imposible recordar absolutamente todo, y para ocultar sus olvidos, comenzó en secreto a llevar un ayuda memoria donde anotaba cumpleaños, aniversarios, nombres, títulos, direcciones, fechas, en fin, todo el acontecer de su vida, día a día.
Continuamente leía sus anotaciones, tratando de memorizarlas. Terminó archivándolas por rubros, dedicando un día fijo a cada uno.
Cuando en la casa no quedó espacio en pared alguna, donde poner un estante para sus biblioratos, decidió que había llegado a un límite, y que ya no podía seguir atesorando más recuerdos.
Retiró del banco sus ahorros, vendió el televisor, la radio, libros, cuadros y joyas, ordenó a un minimercado cercano los alimentos que periódicamente debían enviarle, y se recluyó para siempre, en medio de su absurdo archivo de fantasmas.
Pasó el resto de su vida como un ermitaño, dentro de su biblioteca de recuerdos, y murió cuando ya nadie recordaba su existencia, en el más atroz de los olvidos.
Jorge A. Geller / Premio El meridiano de la palabra 2010 / Paraná / Argentina
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