Los inmortales
Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos.
Bebió otro trago, miró a su alrededor como si no hubiese nadie mas que él y yo, y comenzó con su relato:
Aquella mañana parecía igual a todas, camino al taller de muebles donde trabajaba independientemente desde los veintitrés años, compraba el periódico en el kiosco de Jean Paul, hablábamos de cosas cotidianas y por lo general banales que van moldeando la vida de todo mortal. Al llegar encontré el fatídico cartel que decía "cerrado por la muerte de su dueño". Intenté averiguar el lugar donde velarían sus restos, pero ningún comerciante vecino supo decirme donde se realizaría, ni siquiera parecía interesado en saberlo. Estaba avisado de la frialdad del ciudadano europeo, pero jamas imagine encontrarme con semejante témpano de hielo.
Aquella noticia y su derivada situación cambió de manera inmediata mi estado de ánimo a estado de desánimo. Igualmente fui al taller como forma de evitar pensar en la muerte de Jean Paul, necesitaba pensar en otra cosa.
Fue imposible, porque la muerte de Jean Paul me obligó a pensar en la muerte, ese cazador profesional al que uno le escapa durante toda la vida, hasta que en el momento menos pensado nos pega el escopetazo final. A media tarde, temprano, decidí volver a casa y encendí la radio para escuchar un poco de música, y a los pocos minutos debí apagarla. Cada tema musical era interrumpido para dar una mala noticia acerca de la muerte o el aniversario de la muerte de algún personaje famoso, o algún accidente fatal que se había cobrado la vida de una significativa cantidad de víctimas. El día era negro en todo sentido, el cielo encapotado no tardó en desatar un fuerte aguacero. No había mucho que hacer, decidí dormir una siesta, no pude, ni pude evitar pensar en la desinteresada actitud de los comerciantes vecinos de Jean Paul.
Denis, el zapatero, giró su cabeza hacia la pared llena de cajas y zapatos, y en un remito comenzó a anotar los talles que comenzaban a escasear. Solo me respondió
-La muerte es así, ¿que le vamos a hacer?...
Francoise, el verdulero, ni me miró. Albert, el carnicero, continuó llamando a sus clientes por numero de llegada.
Margueritte, la empleada de la agencia de loterías, hizo como que no me escuchó y me vendió un billete para el sorteo de esa misma noche, se lo compré solo para extender la posibilidad de conseguir alguna respuesta, le pagué, pero antes de entregármelo escribió algo en su reverso y no le di importacia suponiendo que era el horario del sorteo.
Mientras, recostado pensaba metódicamente en todo lo ocurrido, delante mío estaba el billete de lotería que a nadie le deseo que gane. Ahí estaba la clave, decía "Bar Los Inmortales", Rue Varennes 1891 Paris. Sentí revivir de golpe, no sabía que era lo que iba a encontrar allí, pero allí debía ir.
Esperé que pase la tormenta, a esa altura ya había caído la noche, el raro optimismo que se había despertado en mí, me abrió el apetito. Comí una enorme milanesa con su correspondiente porción de papas fritas acompañadas de un vaso de vino tinto que siempre ayuda a la digestión. Me abrigué con una polera negra y una campera de cuero marrón, y en su bolsillo derecho guardé el billete de lotería.
Antes de salir miré la pieza, la casa, como si las estuviera viendo por última vez, con la extraña certeza de que no las volvería a ver de esa manera.
Paré un taxi, le indiqué la dirección, Rue Varennes 1891, el conductor me miró extrañado, condujo en silencio todo el camino, cosa poco común en un taxista.
Al llegar, el lugar se veía desolado, el taxista me preguntó si estaba seguro de la dirección y si estaba seguro que quería bajarme. Le pagué y bajé, caminé el empedrado rodeando la entrada que se encontraba en la ochava. Sobre portón de madera de dos hojas enormes y altas, por encima de la pintura blanca y descascarada, con mucho esfuerzo se podía leer "Bar Los Inmortales".
El alumbrado público era intermitente, comenzó a lloviznar, por la calle no había ni siquiera un perro, subí a la angosta vereda del bar, sobre la Rue Varennes un gran ventanal cubierto por dos hojas de madera pintadas de un color que parecía ser verde oscuro hacían juego con el portón.
Desanimado, derrotado, sintiéndome un idiota, empecé a pensar como haría para volver a casa. Atrapado por la ira, me apoyé en el portón y lo empujé violentamente, de repente el portón se abrió y extrañas voces y personajes aparecieron delante de mí. Me miraron por un segundo, el portón de entrada se cerró, dejaron de mirarme y el murmullo continuó. Me abrí camino hasta la barra, pedí un coñac para levantar la temperatura porque extrañamente hacía mas frío que afuera, de la calle no sonaba un solo ruido, un motor o al menos una bocina. Lo acontecido no dejaba de ser extraño, de la nada esto; gente rara, algunos vestidos con antiguos trajes de siglos pasados, viejos dialectos que yo creía extinguidos, maquillados, con pelucas, otros con espadas y sables en sus vainas, las chicas del escenario bailando can-can. A mi derecha, detrás de uno de estos personajes del medioevo de repente apareció una cara conocida, sí, nada menos que el mismísimo Jean Paul bebiendo espirituosamente.
No tardé en acercarme a él y comentarle lo acontecido, yo esperaba una carcajada, un gesto de asombro, algo, pero no, no se le movió un solo músculo. Me contestó que lo único disparatado era verme a mí en ese lugar, y que sí, que "la muerte" entre comillas era eso que tenía delante de mis ojos. una especie de jubilación, retiro mezclado con kermés, no hay límites.
-Aquí venimos a parar y aquí seguimos, somos inmortales como dice el cartel del bar. Un día nos llega la carta y aquí debemos presentarnos, mientras un doble pasará por nosotros simulando nuestra muerte de manera muy cuidadosa para que nadie se entere de todo esto, y luego un muñeco de cera fría idéntico al fallecido hará nuestro papel dentro del cajón.- Bebe un trago y continúa.
- Ahora sí, hacemos lo que queremos, los pintores pintan, los escritores escriben, los actores representan obras soñadas, los lectores en algún momento y en algún lugar dentro de este laberinto se encuentran con su escritor favorito y conversan con él como lo estamos haciendo vos y yo, los músicos tocan y tocan, las chicas se divierten, todos encuentran algo que les guste hacer. Además, ya no envejecemos, no sentimos cansancio, ni dolor, nos curamos de todo; los ciegos vuelven a ver, los sordos vuelven a escuchar, los mudos hablan, los amputados recuperan sus miembros. Aquí tenemos todo, placer, tragos, paz, amistades, amores. ¿Has recorrido el lugar? no te esfuerces, nunca lo terminaras de conocer, siempre que vas a llegar al final encuentras algo mas allá y así hasta que te das por convencido que el lugar es infinito y es mejor que lo que está del otro lado de esa puerta por donde entraste, fijate, ahí esta la entrada que podría ser la salida como en cualquier lugar, ¡pero nadie sale!...ni siquiera para volver a pintar el cartel de la entrada, o las paredes, o las puertas, o barrer la vereda.-
Y después de su gran explicación, me volvió a preguntar como hice para llegar allí, si es que a mí también me había llegado la carta, le contesté que no, que me enteré de su muerte y que empecé a buscar el lugar de su sepelio, la negativa de los comerciantes que aparentemente y vaya a saber cómo, algo sabían. y después lo del billete de lotería con la dirección detrás...
Salvo por lo frío uno empezaba a sentirse bien en aquel lugar, pero al parecer era el único que sentía "ese frío" y en medio de toda esta charla por curiosidad me pidió el billete, lo miró fijamente y me dijo que tenía algo especial, que lo raspara debajo del número de serie. ¿Para que arruinar la noche?¿Qué más se podía pedir? Ya nada podría ser mejor, y por simple oposición, seguramente sería peor. Hice como que no lo escuché y cambié de tema. Con otro coñac en mi mano presencié la actuación de Charly Parker, y luego esplendorosamente cantó Edith Piaf.
Después de unas cuantas horas y bastante ebrio, la duda se fue apropiando de mi ser, me paralizó por un rato, todo era muy fuerte y todo de golpe, me levanté , me despedí de Jean Paul y me fui del bar, todos me miraron cuando encaré para salir del lugar, con cara de no poder creer lo que veían sus ojos.
Cerré la puerta, y yo tampoco lo podía creer, ya no sentía frío, caminé cuatro calles hasta encontrar un taxi que me dejo en mi querida casa.
Yo, sobre la cama; el billete, sobre la mesa de luz llamando a ser raspado, encendí la radio y la música de Charly Parker no paraba de sonar, era imposible evadirme y no aguanté mas, lo raspé, en fría letra de imprenta decía: Has ganado el premio mayor, eres mortal...
Regresé al bar esa misma noche, intenté volver a entrar y no pude abrir la puerta, la golpeé con todas mis fuerzas, no hubo forma y nadie abrió desde adentro. Me senté en la vereda a esperar algún finado que nunca llegó mientras estuve despierto. Me dormí y me volvió a despertar un oficial de Policía que me detuvo por "vagancia" porque no creyó nada de lo que le expliqué. Después de doce horas de detención volví al lugar, y para mi sorpresa solo encontré apenas el esqueleto del edificio, sus columnas. Adentro, dos obreros destruían el lugar a mazazos, ya no se veía infinito como yo lo vi, en una hoja de la puerta de entrada que aun se sostenía, se leía escrito en una nota hecha en birome y a las apuradas: Próximamente departamentos a estrenar, nos mudamos a...
Ahí terminaba, la otra mitad fue arrancada de manera bestial y cruel. Hace mas de diez años que vivo peregrinando de pueblo en pueblo y de bar en bar buscando aquel lugar, aquel bar, en busca de los inmortales.
Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos.
Bebió otro trago, miró a su alrededor como si no hubiese nadie mas que él y yo, y comenzó con su relato:
Aquella mañana parecía igual a todas, camino al taller de muebles donde trabajaba independientemente desde los veintitrés años, compraba el periódico en el kiosco de Jean Paul, hablábamos de cosas cotidianas y por lo general banales que van moldeando la vida de todo mortal. Al llegar encontré el fatídico cartel que decía "cerrado por la muerte de su dueño". Intenté averiguar el lugar donde velarían sus restos, pero ningún comerciante vecino supo decirme donde se realizaría, ni siquiera parecía interesado en saberlo. Estaba avisado de la frialdad del ciudadano europeo, pero jamas imagine encontrarme con semejante témpano de hielo.
Aquella noticia y su derivada situación cambió de manera inmediata mi estado de ánimo a estado de desánimo. Igualmente fui al taller como forma de evitar pensar en la muerte de Jean Paul, necesitaba pensar en otra cosa.
Fue imposible, porque la muerte de Jean Paul me obligó a pensar en la muerte, ese cazador profesional al que uno le escapa durante toda la vida, hasta que en el momento menos pensado nos pega el escopetazo final. A media tarde, temprano, decidí volver a casa y encendí la radio para escuchar un poco de música, y a los pocos minutos debí apagarla. Cada tema musical era interrumpido para dar una mala noticia acerca de la muerte o el aniversario de la muerte de algún personaje famoso, o algún accidente fatal que se había cobrado la vida de una significativa cantidad de víctimas. El día era negro en todo sentido, el cielo encapotado no tardó en desatar un fuerte aguacero. No había mucho que hacer, decidí dormir una siesta, no pude, ni pude evitar pensar en la desinteresada actitud de los comerciantes vecinos de Jean Paul.
Denis, el zapatero, giró su cabeza hacia la pared llena de cajas y zapatos, y en un remito comenzó a anotar los talles que comenzaban a escasear. Solo me respondió
-La muerte es así, ¿que le vamos a hacer?...
Francoise, el verdulero, ni me miró. Albert, el carnicero, continuó llamando a sus clientes por numero de llegada.
Margueritte, la empleada de la agencia de loterías, hizo como que no me escuchó y me vendió un billete para el sorteo de esa misma noche, se lo compré solo para extender la posibilidad de conseguir alguna respuesta, le pagué, pero antes de entregármelo escribió algo en su reverso y no le di importacia suponiendo que era el horario del sorteo.
Mientras, recostado pensaba metódicamente en todo lo ocurrido, delante mío estaba el billete de lotería que a nadie le deseo que gane. Ahí estaba la clave, decía "Bar Los Inmortales", Rue Varennes 1891 Paris. Sentí revivir de golpe, no sabía que era lo que iba a encontrar allí, pero allí debía ir.
Esperé que pase la tormenta, a esa altura ya había caído la noche, el raro optimismo que se había despertado en mí, me abrió el apetito. Comí una enorme milanesa con su correspondiente porción de papas fritas acompañadas de un vaso de vino tinto que siempre ayuda a la digestión. Me abrigué con una polera negra y una campera de cuero marrón, y en su bolsillo derecho guardé el billete de lotería.
Antes de salir miré la pieza, la casa, como si las estuviera viendo por última vez, con la extraña certeza de que no las volvería a ver de esa manera.
Paré un taxi, le indiqué la dirección, Rue Varennes 1891, el conductor me miró extrañado, condujo en silencio todo el camino, cosa poco común en un taxista.
Al llegar, el lugar se veía desolado, el taxista me preguntó si estaba seguro de la dirección y si estaba seguro que quería bajarme. Le pagué y bajé, caminé el empedrado rodeando la entrada que se encontraba en la ochava. Sobre portón de madera de dos hojas enormes y altas, por encima de la pintura blanca y descascarada, con mucho esfuerzo se podía leer "Bar Los Inmortales".
El alumbrado público era intermitente, comenzó a lloviznar, por la calle no había ni siquiera un perro, subí a la angosta vereda del bar, sobre la Rue Varennes un gran ventanal cubierto por dos hojas de madera pintadas de un color que parecía ser verde oscuro hacían juego con el portón.
Desanimado, derrotado, sintiéndome un idiota, empecé a pensar como haría para volver a casa. Atrapado por la ira, me apoyé en el portón y lo empujé violentamente, de repente el portón se abrió y extrañas voces y personajes aparecieron delante de mí. Me miraron por un segundo, el portón de entrada se cerró, dejaron de mirarme y el murmullo continuó. Me abrí camino hasta la barra, pedí un coñac para levantar la temperatura porque extrañamente hacía mas frío que afuera, de la calle no sonaba un solo ruido, un motor o al menos una bocina. Lo acontecido no dejaba de ser extraño, de la nada esto; gente rara, algunos vestidos con antiguos trajes de siglos pasados, viejos dialectos que yo creía extinguidos, maquillados, con pelucas, otros con espadas y sables en sus vainas, las chicas del escenario bailando can-can. A mi derecha, detrás de uno de estos personajes del medioevo de repente apareció una cara conocida, sí, nada menos que el mismísimo Jean Paul bebiendo espirituosamente.
No tardé en acercarme a él y comentarle lo acontecido, yo esperaba una carcajada, un gesto de asombro, algo, pero no, no se le movió un solo músculo. Me contestó que lo único disparatado era verme a mí en ese lugar, y que sí, que "la muerte" entre comillas era eso que tenía delante de mis ojos. una especie de jubilación, retiro mezclado con kermés, no hay límites.
-Aquí venimos a parar y aquí seguimos, somos inmortales como dice el cartel del bar. Un día nos llega la carta y aquí debemos presentarnos, mientras un doble pasará por nosotros simulando nuestra muerte de manera muy cuidadosa para que nadie se entere de todo esto, y luego un muñeco de cera fría idéntico al fallecido hará nuestro papel dentro del cajón.- Bebe un trago y continúa.
- Ahora sí, hacemos lo que queremos, los pintores pintan, los escritores escriben, los actores representan obras soñadas, los lectores en algún momento y en algún lugar dentro de este laberinto se encuentran con su escritor favorito y conversan con él como lo estamos haciendo vos y yo, los músicos tocan y tocan, las chicas se divierten, todos encuentran algo que les guste hacer. Además, ya no envejecemos, no sentimos cansancio, ni dolor, nos curamos de todo; los ciegos vuelven a ver, los sordos vuelven a escuchar, los mudos hablan, los amputados recuperan sus miembros. Aquí tenemos todo, placer, tragos, paz, amistades, amores. ¿Has recorrido el lugar? no te esfuerces, nunca lo terminaras de conocer, siempre que vas a llegar al final encuentras algo mas allá y así hasta que te das por convencido que el lugar es infinito y es mejor que lo que está del otro lado de esa puerta por donde entraste, fijate, ahí esta la entrada que podría ser la salida como en cualquier lugar, ¡pero nadie sale!...ni siquiera para volver a pintar el cartel de la entrada, o las paredes, o las puertas, o barrer la vereda.-
Y después de su gran explicación, me volvió a preguntar como hice para llegar allí, si es que a mí también me había llegado la carta, le contesté que no, que me enteré de su muerte y que empecé a buscar el lugar de su sepelio, la negativa de los comerciantes que aparentemente y vaya a saber cómo, algo sabían. y después lo del billete de lotería con la dirección detrás...
Salvo por lo frío uno empezaba a sentirse bien en aquel lugar, pero al parecer era el único que sentía "ese frío" y en medio de toda esta charla por curiosidad me pidió el billete, lo miró fijamente y me dijo que tenía algo especial, que lo raspara debajo del número de serie. ¿Para que arruinar la noche?¿Qué más se podía pedir? Ya nada podría ser mejor, y por simple oposición, seguramente sería peor. Hice como que no lo escuché y cambié de tema. Con otro coñac en mi mano presencié la actuación de Charly Parker, y luego esplendorosamente cantó Edith Piaf.
Después de unas cuantas horas y bastante ebrio, la duda se fue apropiando de mi ser, me paralizó por un rato, todo era muy fuerte y todo de golpe, me levanté , me despedí de Jean Paul y me fui del bar, todos me miraron cuando encaré para salir del lugar, con cara de no poder creer lo que veían sus ojos.
Cerré la puerta, y yo tampoco lo podía creer, ya no sentía frío, caminé cuatro calles hasta encontrar un taxi que me dejo en mi querida casa.
Yo, sobre la cama; el billete, sobre la mesa de luz llamando a ser raspado, encendí la radio y la música de Charly Parker no paraba de sonar, era imposible evadirme y no aguanté mas, lo raspé, en fría letra de imprenta decía: Has ganado el premio mayor, eres mortal...
Regresé al bar esa misma noche, intenté volver a entrar y no pude abrir la puerta, la golpeé con todas mis fuerzas, no hubo forma y nadie abrió desde adentro. Me senté en la vereda a esperar algún finado que nunca llegó mientras estuve despierto. Me dormí y me volvió a despertar un oficial de Policía que me detuvo por "vagancia" porque no creyó nada de lo que le expliqué. Después de doce horas de detención volví al lugar, y para mi sorpresa solo encontré apenas el esqueleto del edificio, sus columnas. Adentro, dos obreros destruían el lugar a mazazos, ya no se veía infinito como yo lo vi, en una hoja de la puerta de entrada que aun se sostenía, se leía escrito en una nota hecha en birome y a las apuradas: Próximamente departamentos a estrenar, nos mudamos a...
Ahí terminaba, la otra mitad fue arrancada de manera bestial y cruel. Hace mas de diez años que vivo peregrinando de pueblo en pueblo y de bar en bar buscando aquel lugar, aquel bar, en busca de los inmortales.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario