Los enfrentamientos de este último fin de semana en Apatzingán ponen de nuevo el foco en esta peligrosa zona del oeste mexicano, donde el crímen organizado mantiene sus bastiones
Nada hubiera hecho pensar a un foráneo el viernes por la noche que Tepalcatepec, en el mexicano Estado de Michoacán, está en medio de una “guerra”. Cientos de vecinos reunidos en la plaza central de este pueblo levantado en armas desde el 24 de febrero, asistían al espectáculo organizado para elegir a la reina de la belleza del municipio. Tres muchachas de 16 años movían con soltura las caderas desfilando sobre el escenario, y entremedias, las actuaciones de las gemelas Francia y Grecia, interpretando clásicos mexicanos, amenizaban la velada. Nada hubiera hecho pensar en la lucha excepto los comentarios de algunos padres: “Mañana va a haber muchas sorpresas. Quién sabe lo que vaya a pasar”, murmuraban dos mujeres entre el público. Las mismas que al día siguiente cambiarían la música de los boleros por el ruido de las balas.
A las tres y media de la tarde del sábado el pánico volvió a Michoacán. A esa hora, varias granadas cayeron en la plaza principal del municipio de Apatzingán, una ciudad de unos 124.000 habitantes situada a 500 kilómetros de la capital mexicana, en la región de Tierra Caliente, donde en los últimos meses han crecido los enfrentamientos con el cártel de los Caballeros Templarios. El ataque, con francotiradores apostados en la torre de la catedral, la presidencia municipal y un billar que rodean el zócalo, se producía media hora después de que las guardias comunitarias de hasta seis municipios de la zona ingresaran en la ciudad con el propósito de “liberarla de la presencia del crimen organizado”.
Unas 3.000 personas de los pueblos levantados en armas en febrero habían comenzado al alba una caravana con alrededor de 200 camionetas desde la localidad de San Juan de los Plátanos, a unos ocho kilómetros de Apatzingán. Lo llaman el “camino más largo del mundo” porque nadie ha sido capaz de completarlo en los últimos meses ante el temor de ser asesinado, explica un vecino. “En realidad estamos presos en nuestros propios pueblos, pero en ellos estamos seguros”. La marcha de civiles tardó en llegar a su destino más de cinco horas. Militares y policías federales les impidieron el paso en dos ocasiones. “Nosotros no somos los criminales, deberían protegernos de ellos y sin embargo, nos están deteniendo y quitando las armas”, gritaban los manifestantes, en ocasiones exaltados. Finalmente las fuerzas de seguridad permitieron el paso de la marcha pero despojaron a las guardias comunitarias de todo armamento. Pese a estar desprotegidos, continuaron la ruta: “Si nos matan, que nos maten”, decía un hombre que en tres días iba a ser padre de su primer hijo.
“En nuestros pueblos estamos seguros porque tenemos hombres valientes, que nos protegen desde hace ocho meses”, aseguraba el viernes María José, una mujer de 42 años que asistía a la fiesta en Tepalcatepec. En alrededor de 30 comunidades de la región, los habitantes decidieron rebelarse después de años de abusos del crimen organizado. Una de las profesoras del pueblo explicaba que estaban hartos: “Durante dos meses, los sicarios me esperaban en la puerta de mi casa y cada 15 días me sacaban 35.000 pesos [unos 2.700 dólares]”. Además de las cuotas, denuncian, los Caballeros Templarios irrumpían en los ranchos de la zona para llevarse a las mujeres, a las que retenían y violaban durante el tiempo que fuese. “Solo decían: 'el jefe la quiere' y la levantaban. A una muchacha se la llevaron tres semanas, estuvo atada. Luego la devolvieron. Ya se ha ido del pueblo”, dicen. El cártel, una escisión de La Familia Michoacana cuyo líder es un antiguo maestro de escuela, Servando Gómez Martínez, más conocido como La Tuta, protagonizó una ola de violencia en julio pasado, con más de 30 muertos en varios enfrentamientos. Muchos de ellos policías federales, que reconocen el miedo: “Nosotros no podemos movernos por algunos pueblos”, decía uno el sábado, “ya hemos sufrido demasiadas bajas”. A finales de septiembre, los Templarios dejaron tres cabezas en la carretera que llega al municipio de Los Reyes, sin policía comunitaria. Las víctimas murieron a causa de los balazos en el cráneo y fueron decapitadas después de su muerte. Eran vecinos de Tepalcatepec, “de las primeras bajas desde febrero”, dicen los líderes del movimiento en el pueblo.
La entrada en Apatzingán el sábado se anunció como pacífica. “Pretendíamos dar un mitin en la plaza central, frente a la presidencia. Queríamos que la gente de la ciudad se uniera a nosotros, que dijera basta ya”, explicaba a los medios el doctor José Manuel Mireles, uno de los líderes del movimiento y el rostro más visible de las autodefensas de Michoacán. “Pero no nos dejaron”. Las granadas y las balas espantaron a la gente, que según los testigos, corrió a esconderse. La reyerta duró unos minutos y fue aplacada por militares y policía federal. Tres personas resultaron heridas. “No entendemos cómo es que nos desarman y ellos sí tienen con qué dispararnos”, se quejaba Mireles.
“Nosotros nada más somos árbitros”, comentaba un oficial del Ejércitoque hacía guardia pocas horas después del atentado. “Esto se va a poner bien feo en la noche”, decía otro. Pero ante el temor de nuevos enfrentamientos, las autoridades apuraron una solución. Tras una reunión de varias horas las guardias comunitarias aceptaron retirarse de Apatzingán, dejando solo a un grupo de representantes en la ciudad. Como contraparte, los militares se comprometieron a poner hasta diez controles de seguridad en los puntos de entrada a la urbe con tres elementos de las autodefensas en cada uno de ellos para evitar el acceso de criminales. La marcha de regreso inició alrededor de las ocho y media de la noche, pero un tráiler incendiado en el camino interrumpió el paso durante otra media hora. Durante este tiempo, las autodefensas aguardaron nerviosas, preparadas ante un posible nuevo ataque de los Templarios y escoltadas en todo momento por los militares, dando órdenes también muy tensos.
El resto de la población, vecinos de Apatzingán y visitantes, quedó atrapada en la ciudad, con la suspensión de líneas de autobuses, los comercios cerrados y sin venta de tortillas, alimento básico para los mexicanos. La medida, según las autodefensas, fue un elemento de presión de los Templarios para que nadie del municipio se uniera a la toma de la ciudad, sobre la que se rumoreaba días atrás.
El ataque en Apatzingán fue seguido en la madrugada de atentados contra gasolineras y plantas eléctricas en Morelia y otros nueve municipios más. Los incidentes causaron cortes de luz en la capital y daños materiales. El domingo, los cuerpos de cinco hombres fueron encontrados muertos a balazos. Mientras, los vecinos de Tierra Calientevolvieron a casa como cualquier otro padre o madre de familia. Al doctor Mireles lo esperaba la morisqueta (arroz cocido) que había preparado su esposa para la cena. Esa tarde de sábado, además, se perdió una fiesta de los quince años en la que debía hacer de padrino. Al no llegar al evento, sus hijas pequeñas pidieron en Facebook a las amigas que rezasen por él.
PAULA CHOUZA Apatzingán
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