Por: Ricardo Alarcón de Quesada
Vuelve el 4 de julio. Será, otra vez, en Norteamérica, un largo fin de semana. Habrá ofertas especiales en las tiendas que impulsarán las ventas y atraerán a muchos aunque no serán pocos quienes deban contentarse con el espejismo de los anaqueles engalanados. Para la mayoría será una oportunidad para el reposo y el encuentro familiar.
Habrá también ceremonias pomposas, con redobles de tambores y fuegos de artificios, en las que abundará la retórica oficial. Serán discursos falsificadores, reiterados durante más de dos siglos, cuya eficacia nadie puede cuestionar pues han sido útiles para engatusar a mucha gente, dentro y fuera de Estados Unidos, durante mucho tiempo.
El Presidente Barack Obama exhibirá su innegable destreza en la oratoria y nuevamente nos dirá que la Nación que él dirige es excepcional, irrepetible. Aun no ha hablado pero, a no dudarlo, repetirá, palabras más, palabras menos, lo que dijo el año pasado:
“El 4 de julio de 1776 un pequeño grupo de patriotas declaró que éramos un pueblo creado igual, libre para pensar y rezar y vivir como queramos, que nuestro destino no sería determinado por otros sino sería determinado por nosotros. Y era intrépido y era valeroso. Y era algo sin precedente.
Era impensable. En ese momento de la historia humana, eran reyes, príncipes y emperadores quienes tomaban las decisiones. Pero aquellos patriotas sabían que había un modo mejor de hacer las cosas, que la libertad era posible y que para alcanzar la libertad ellos estarían dispuestos a entregar sus vidas, sus fortunas y su honor. Y así hicieron una revolución. Y pocos habrían apostado por ellos. Pero por la primera vez de muchas más que vendrían después, América probó su error a los dudosos. Y ahora, 237 años más tarde, ese improbable experimento de democracia, los Estados Unidos de América, se levanta como la nación más grande de la Tierra”.
Semejante perorata la han reproducido machaconamente, desde el primer día, todos los gobernantes norteamericanos, liberales o conservadores, demócratas o republicanos. Algunos, quizás, pudieron escudarse en la ignorancia, pero no es el caso del exprofesor de Derecho Constitucional. Todos, sin excepción han insistido en una gran mentira.
Es un discurso que nada tiene que ver con la verdad histórica de un país que surgió oprimiendo a los demás y que durante más de doscientos años ha llevado la guerra, el dolor y la muerte a todo el orbe. Tampoco es cierto que aquellos hombres hubieran pensado en hacer algún “experimento democrático”. Madison, Hamilton y Jay lo dijeron con todas las letras en los días de la fundación. La nueva república no sería gobernada por el pueblo, el poder debería estar siempre en las manos de los que poseían las tierras, las fábricas y los siervos.
Lo asombroso es que, a pesar de todo, no son pocos, los que allá y en otras partes, aun creen en una simulación más que bicentenaria. Es esa capacidad para el engaño la auténtica excepcionalidad estadounidense.
Los derechos mencionados por Obama sólo existieron para los blancos dueños de las riquezas de las Trece Colonias sublevados contra Inglaterra en 1776. Pero, especialmente para las poblaciones autóctonas y para los esclavos africanos, las consecuencias del 4 de julio fueron exactamente lo contrario.
Liberados de las restricciones que les imponía Londres –y provocaron la revuelta- los colonos se lanzaron en una marcha arrolladora hacia el Oeste practicando un brutal genocidio de sus poblaciones, mientras intensificaron el tráfico esclavista y el comercio negrero que antes había controlado la Corona británica. Fue el temor al movimiento abolicionista en Inglaterra y para anticiparse a sus consecuencias inevitables la principal motivación de aquel “pequeño grupo de patriotas”.
Carente de la atención mediática que recibirán las celebraciones protocolares, este año se está produciendo, sin embargo, un importante suceso intelectual en Estados Unidos. Gerald Horne, profesor de historia y estudios afroamericanos de la Universidad de Houston, acaba de sumar dos nuevos textos a su extensa y brillante bibliografía sobre estas materias. El pasado abril la Universidad de New York publicó “The Counter-Revolution of 1776: Slave Resistance and the Origins of the United States of America”. Y ahora, a fines de junio, Monthly Review Press comienza a distribuir “Race to Revolution: The US and Cuba During Slavery and Jim Crow”.
Frutos de una acuciosa investigación ambos libros desmienten la leyenda del supuesto carácter revolucionario del 4 de julio. Los colonos se insubordinaron para evitar la emancipación de los esclavos y para dar rienda suelta a un agresivo expansionismo en beneficio exclusivo de la plutocracia de las Trece Colonias. Pero también encontraron una resistencia irreductible.
Sus víctimas, que eran las mismas en Norteamérica y en el Caribe insular, persistieron en su búsqueda de la libertad, en una lucha que los hermanó más allá de las diferencias lingüísticas y es, a pesar de la propaganda mentirosa que intenta en vano separarlos, el sustento profundo de su solidaridad. Ojalá alguien descubra, allá en la capital del Imperio, estas obras del profesor Horne. Y que encuentre tiempo para leerlas. Ahora que viene un largo weekend.
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