jueves, 10 de julio de 2014

Shalom, Allahu Akbar

 Milán, Italia
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Me encuentro ahora en Jerusalén y en torno a mí hay una ciudad encantadora en la que todo habla de historia, de religiones, de un pasado que nos toca a todos —porque todas las civilizaciones han tenido contactos a lo largo de la historia con esta ciudad—, del intento de cohabitación entre religiones y culturas diferentes. Sin embargo en este momento todas estas cosas de las que Jerusalén habla, con sus calles polvorientas y sus edificios iluminados por el sol, desaparecen ante la tensión que se respira por las calles de la ciudad vieja, donde israelíes y palestinos siguen enfrentándose.
La muerte de los tres chicos israelíes ha dejado boquiabierto a todo el mundo por la brutalidad de hacer que sean muchachos inocentes los que paguen por la rabia y el odio, chicos cuyo único “delito” fue ser israelíes que vivían en los territorios conocidos como West Bank. Desde mi punto de vista no hay religión, política, reclamación territorial... que pueda justificar esas muertes. Pero —lo siento, hay un pero, como siempre hay con cuestiones tan complejas— no hay nada, ni religión, ni política, ni reclamaciones territoriales, ni la muerte injusta de tres jóvenes que pueda justificar la detención de centenares de palestinos, la muerte de un chico palestino en un pueblo cerca de Hebron y la muerte en Jerusalén de otro muchacho palestino.
Y ¿qué han traído estas muertes? Solo venganza, odio, sangre, gritos y disparos que acaban con lo que Jerusalén podría ser: la ciudad en la que historia, religiones y culturas diferentes consiguen cohabitar.


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