La estadística sobre el número de menores migrantes a final del año da una idea del drama
Centroamérica está de nuevo en las primeras planas de la prensa mundial, como arrastrando polvos de los no tan lejanos años 80. En esta ocasión se trata de miles de niños y niñas mexicanos, hondureños, guatemaltecos y salvadoreños, interceptados por patrullas fronterizas de Estados Unidos en un drama migratorio y social sin precedentes.
La Administración Obama cita unos 47.000 niños y niñas interceptados en los últimos ocho meses del año Fiscal 2014. De ellos, según un reciente informe de Wola (Washington Office for Latin American), 34.11 procedían de Honduras, El Salvador y Guatemala.
Para fines de este año se prevé sumarán unos 60.000. La estadística da una idea del drama, pero siempre es una técnica imperfecta. En este caso no incluye los miles de niños y niños que cruzaron la frontera sin ser interceptados y tampoco a los que perdieron la vida en el intento. De ellos no hay identidad, ni rastros.
En lo que atañe a menores hondureños, el reporte de los detenidos refiere unos 13,000. El Presidente Juan Orlando Hernández los llama “desplazados de guerra”, y nadie, como sabemos, regresa ileso de una guerra. Después de ver y sufrir tanto horror, de partir en busca de la esperanza y retornar sin ella, de la pérdida sucesiva de afectos, y de haber conocido y experimentado el dolor propio y de otros, los niños dejan de ser niños.
En realidad, su niñez la habían empezado a perder antes de emigrar, en el seno de sus comunidades y familias. Por eso la tragedia humanitaria que ahora ocupa la atención pública, es la tragedia de estados que han fracasado para asegurar su mandato principal: garantizar el derecho a la vida de sus habitantes, y en particular a las nuevas generaciones.
Es revelador cuando el Presidente Hernández se refiere a los emigrantes como “desplazados de guerra”. “Desplazados de guerra” alude a desterrados, exiliados, expatriados, refugiados, despojados…Es primera vez que oficialmente se plantea de esa manera. De sectores conservadores ya le recriminan que hable de “guerra”. “¿Cuál guerra?”, le increpan, “qué sepamos, aquí no hay guerra”.
Claro, negar una realidad no significa que no exista. De hecho, la tasa de homicidios en Honduras eclipsa la de Irak. El Estado hace tiempo perdió el monopolio de la fuerza ante los guardias privados y bandas del crimen organizado. Pero esa no es la única violencia. También la hay derivada de un modelo económico, social y patrimonial que exacerba desigualdades e inequidades a través de la imposición de grandes proyectos extractivos industriales, agrícolas, de energía, mineros, de infraestructura y asistencialistas, que legitiman que haya vencedores y vencidos. Lo irónico es que mientras la situación empeora para los vencidos, aumenta el botín de los vencedores.
De hecho, la economía hondureña, concentradora y excluyente, se sostiene por las remesas que envían los supervivientes del viaje. Sin sus dólares, no se tendría en pie. Con frecuencia la defensa oficial de los derechos humanos de los emigrantes, es la defensa de un negocio redondo que se basa en una premisa: los emigrantes vivos son rentables; los muertos o mutilados, no.
Lo que explica, en cierta forma, la dimensión actual que alcanza este éxodo de niños y jóvenes es que hemos llegado a un punto inédito de institucionalización e impunidad de los diferentes tipos de agresión contra los grupos sociales más vulnerables. Muchas situaciones que antes eran inusuales e intolerables, ahora son usuales y permitidas.
El largo viaje sobre el lomo del tren al que llaman “la bestia” en México es tan arriesgado como el día a día en un barrio marginal de Tegucigalpa o de San Pedro Sula. Las maras que los acechan en las estaciones del ferrocarril son similares a las que hoy reclutan a niños en las escuelas primarias de nuestro país. Si en la larga travesía al “norte”, los niños viajan solos, sin la compañía de familiares adultos; en Honduras recorren sus etapas de la vida sin el acompañamiento de un estado y una sociedad que les proteja.
Hoy es urgente y comprensible atender las consecuencias de esta emergencia. Lo lamentable será que lo urgente oculte lo trascendente y no considerar que debe haber una política de Estado y sociedad para romper las causas de la expulsión. La etapa de “modernidad” de país marcada por el neoliberalismo prueba ser inviable para la mayoría, aunque sea rentable para una élite. Estados Unidos, patrocinador de este modelo, también debiera reflexionar al respecto puesto que las consecuencias de su inequidad se le han tornado un problema de seguridad nacional. Su frontera con México cada vez es más vigilada, pero eso no evita que cada vez sea más porosa, incluso para niños.
Manuel Torres Caldeón es periodista y trabaja para la Universidad Nacional Autónoma de Honduras.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario