Por: Elena Poniatowska
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“Sólo sus iniciales” nos han dicho en alguna ocasión al firmar un contrato, pero José Emilio Pacheco quiso ser sus iniciales. Por él, habría sido JEP no sólo en sus Inventarios (la máxima lección de cultura que hemos recibido), sino en su poesía, en su prosa, en su vida diaria. H.G. Welles creó al hombre invisible, José Emilio Pacheco a JEP.
José Emilio llevó su JEP a su vida entera. No es que pretendiera desaparecer, es que su JEP abarcó además de los Inventarios una infinidad de tareas iniciadas desde el momento en que entró al suplemento México en la Cultura del que fue un puntal, quizá el más importante, al lado de Vicente Rojo.
Vicente Rojo, el discípulo más querido de Miguel Prieto, formó el suplemento México en la Cultura del periódico Novedades que aparecía los domingos. Las enseñanzas de Prieto, las de Fernando Benítez son esenciales, pero quien hizo una prodigiosa y humilde talacha de constancia y devoción fue JEP. Recibía los textos y no sólo los corregía, los rehacía por completo como rehizo los últimos libros de Fernando Benítez. Sin alardes, con la generosidad que fue la más castigada de sus virtudes, José Emilio se calaba los anteojos e inclinado sobre el escritorio H.E. Steele de hierro gris, tachaba y con su letra de molde –casi siempre mayúsculas– escogía el adjetivo exacto, la frase esclarecedora. Cuando se habla de virtudes teologales debería hablarse de las virtudes culturales de JEP, sus hallazgos, su tenacidad, su amor al trabajo bien hecho.
JEP no toleraba el rechazo a los demás, ni la burla o el escarnio (y puedo asegurarles que el mundo intelectual no se mide en cuanto a crueldad) y alguna vez lo vi correr tras de un colaborador rechazado y decirle: “Deme su artículo, sólo le faltan algunas precisiones, no se preocupe vamos a publicarlo”. Deshacía entuertos, encontraba en los demás cualidades ocultas y virtudes insospechadas, nunca permitió que se demoliera a ser humano alguno.
Y no es que le faltara sentido crítico, lo tenía en demasía pero era superior su fe en que otros, además de los elegidos, fueran también capaces de difundir valores culturales por más torpe su manera de exponerlos.
Nunca se sintió elegido, la pequeña frase “perdone usted” estuvo en sus labios todos los días de su vida, hasta cuando anduvo con bastón, hasta que necesitó la silla de ruedas. El domingo 26 de enero de 2014, su hija Laura Emilia informó a los reporteros. “Conociéndolo estoy segura que les diría que lo perdonaran por echarles a perder el domingo. No hay ninguna evolución… seguimos a la espera”.
Él mismo escribió:
“Trabajaba en el suplemento de Siempre! Salía a las 11 o 12 de la noche –el taxi sólo lo tomabas de noche, nosotros somos de transporte público– y no había, me iba a pie a ver si lo encontraba en el camino y llegaba a la casa. Cruzaba el Parque España y no me pasaba nada, ahora no me atrevo a internarme por ahí ni a las seis de la tarde”.
En 1992, José Emilio recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes y fue su protagonista principal, ya que habló por los demás premiados, Amalia Hernández y Gorky González, entre otros, y citó a Eliot, que nos dice: Solo existe la lucha por recobrar lo perdido, que no hay ganancia ni pérdida, que para nosotros sólo existe el intento y que lo demás no es asunto nuestro.
Reíamos mucho y claro que también recortábamos al prójimo, pero lo hacíamos con la lozanía de los inocentes. Esas eran nuestras horas ligeras, las lúdicas, las que no pesan, las de la armonía.
Personaje central de la literatura mexicana durante los últimos 50 años, es imposible pensar en nuestra cultura sin José Emilio, como es imposible pensarla sin Sor Juana Inés de la Cruz, sin Alfonso Reyes, sin Octavio Paz, sin los Tres Grandes.
Alguna vez mi madre me dijo y me emociona recordarlo: Yo sólo puedo hablarte de cosas chiquitas. Hoy me doy cuenta que también José Emilio escribió de cosas chiquitas, de lo que sucede a todas horas, de los baches en la calle, del abandono, de los solitarios, de los aguaceros, de lo coloquial y lo cotidiano.
Humanizó a la poesía, nos la puso en las manos, la platicó para que pudiéramos traerla en los labios y decirla en la calle, en el aula, en la manifestación, en Chapultepec. Junto a ella acomodó como si fuera lo más fácil del mundo los grandes temas de la muerte y de la vida, del viaje y del conocimiento al traducir a Samuel Beckett y a Marcel Schwob, a Oscar Wilde y los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, a Apollinaire y a los griegos.
Tuve el privilegio de ser su compañera de viaje. Juntos visitamos París, Berlín, varias universidades de California, de Massachussets y de Chicago. Los doctores en letras María Elena y Mario Valdez, espléndidos anfitriones, nos invitaron a Toronto, a 40 grados bajo cero. Después de admirar las esculturas que Henry Moore donó a Canadá, escuché a José Emilio hablar durante una hora del significado de los Contemporáneos dentro de la literatura mexicana. Al inicio, pidió perdón por no estar preparado y se lanzó a la conferencia más deslumbrante que he oído en mi vida.
–Elena, ¿puedes hacerme un inmenso favor? –José Emilio solía tocar a mi puerta. El favor consistía en dejar caer todo mi peso sobre su maleta para lograr cerrarla. Gracias Elena, me salvas la vida. Era verdad. Los libros eran su vida.
Varias veces también, José Emilio salvó mi vida.
Escondido tras de JEP, José Emilio fue un Rébsamen, un Piaget, un Freinet, un formidable educador. Así lo consideraron también en Maryland y en otras universidades donde pasó largas temporadas.
En su artículo del domingo 2 de febrero en La Jornada, Cristina Pacheco cuenta cómo al llevarlo al aeropuerto se dio cuenta que había olvidado su bufanda y corrió para entregársela, pero todo falló y Cristina se quedó con su tremenda necesidad de abrigarle el cuello a su amado. Así nos hemos quedado nosotros, a la orilla, mudos, a la espera de verlo de nuevo y escucharlo decir que su muerte no es para tanto, que para allá vamos todos y que siempre habrá alguien que pregunte en la calle quizá para entender la razón de nuestro llanto: ¿Y quién era ese?
(Tomado de La Jornada)
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