Los vecinos de Coatlinchán emplean tácticas de contraespionaje para frenar un repunte de raptos y extorsiones
Juan Diego Quesada México 11 JUL 2013 El 16 de abril 1964, bajo un aguacero, se llevaron de Coatlinchán la escultura prehispánica de Tláloc, el dios de la lluvia. La gente de este pueblo de las afueras de la Ciudad de México intentó evitar lo que consideraba un expolio pero la pieza, a día de hoy, se encuentra en la entrada del Museo Nacional de Antropología, en el DF. Ese orgullo innato de sus habitantes les ha llevado esta vez a rebelarse contra los continuos secuestros y amenazas que se están produciendo en el pueblo, el último de ellos el de la hija de un ganadero hace un mes.
Basta que repiquen las campanas de la iglesia para que los vecinos de la localidad, de 13.000 habitantes, se echen a la calle. La última vez que sonaron la gente comenzó a linchar a un ladrón que salvó la vida gracias a la intervención de la policía municipal. “Rateros y extorsionadores. Si los agarramos los linchamos. Sobre aviso no hay engaño”, se lee en un muro de la plaza principal, en cuyo centro se levanta una réplica de Tláloc. El mismo mensaje bárbaro se puede aplicar a los secuestradores, que tienen amenazados a muchos de los empresarios del municipio, cuentan con informantes y casas donde esconder a las víctimas.
Al lado de un negocio de venta de lechones vive el abogado Ignacio Arias. Su hermano Rafael, empresario textil del pueblo, fue secuestrado en 2008. Apareció muerto un par de días después. Le habían aplicado lo que se conoce como la llave china, un tipo de asfixia. En busca de justicia, Arias comenzó a indagar en el expediente de un caso destinado a agarrar polvo en cualquier archivo. El 98,5% de los delitos cometidos quedan impunes, según un estudio del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey. “Me dijeron párale. Ya no indagues más. Hay policías implicados. Como sigas, vas a acabar igual”.
Después recibió una llamada. Alguien con acento norteño le pidió 30.000 pesos a cambio de no raptar a algún miembro de su familia, de quienes dio todo tipo de datos y detalles. Horarios, nombres de sus hijos, matrículas de sus coches. Calcula que la extorsión duró unos 12 minutos. Después de eso un disparo desde el exterior atravesó una ventana de su casa y se alojó en el techo, un recorrido que el abogado teatraliza en la puerta. Desde entonces guarda dentro un revólver calibre 380 y un rifle del 22 con un alcance de 50 metros. ¿Piensa que detrás de todo esto puede estar gente del propio pueblo? “Definitivamente”.
Hartos de todo esto, 22 vecinos se han reunido en varias ocasiones en secreto y se han organizado para aplicar tareas de contraespionaje a sus propios secuestradores. En las fiestas apuntaron matrículas de vehículos sospechosos, siguieron el rastro de llamadas y pusieron especial atención a los forasteros. Mantienen el contacto entre sí para apuntalar detalles y protegerse de la mejor manera. Los encuentros han sido tan sigilosos que la mayoría del pueblo los desconoce. Falta por ver su utilidad. En los últimos ocho meses han sido raptados tres vecinos (los tres volvieron a casa), una cifra alta en relación a la población. El resto vive bajo la amenaza de que pueda ocurrirle lo mismo.
Coatlinchán, que pertenece a Texcoco, es una ciudad del Estado de México, donde los secuestros aumentaron durante los cinco primeros meses de 2013 cerca de un 50% (50 en 2012 frente a 73), según la Secretaría de Seguridad Ciudadana.
La particularidad de Coatlinchán es que es pequeño, hay cuatro o cinco apellidos para la mayoría de sus habitantes, se parecen entre sí y se distinguen de otras aldeas hasta por su tono de color de piel. “El tema de los secuestros y las amenazas por teléfono es el pan de cada día”, resume Iván Romero, de 33 años, cuyo tío, un agricultor llamado Don Julio, estuvo en manos de unos captores durante un mes. Más reciente, en octubre del año pasado, otro vecino fue plagiado –una forma mexicana de decir secuestrado- y a la vez la policía federal detuvo en el pueblo a cuatro secuestradores que trabajaban en la zona.
“Estamos registrando índices de secuestros en pequeñas localidades realmente preocupantes. Atemorizan a toda una población”, dice Isabel Miranda de Wallace, de la asociación de ayuda a víctimas Alto al Secuestro. ¿Cómo pudo convertirse un municipio tradicional como Coatlinchán, familiar, dedicado a la maquila de ropa y el engorde de ganado en un sitio donde te llaman a cualquier hora del día para decirte que se han llevado a tu hijo, sea verdad o mentira?
Eduardo Buendía, Lalo El de las Flores, lo achaca a la mancha urbana del DF. Cree que el cemento, el gentío, la pobreza urbana, ha ido avanzando y devorando pueblos tranquilos como el suyo. Buendía, de 58 años, lamenta que se hayan perdido tradiciones como la del guajolote enterrado, cuya cabeza sobresalía de la tierra y tenía que ser atrapado por un jinete. Cree que comenzó a ser objeto de extorsiones el día en el que se compró una camioneta. Lo llamaron y le dijeron que tenían raptada a una de sus vendedoras del puesto de flores que tiene frente al templo. “¡Chinga tu madre!”, les contestó. La descripción que le habían dado era la de una trabajadora que ese día estaba librando.
El rumor de que el crimen organizado campea por estos lares es bastante insistente, agravado desde que en mayo la policía preventiva de Texcoco detuvo en Coatlinchán –en colaboración con la estatal- a ocho supuestos Caballeros Templarios, un grupo criminal de Michoacán. “Han intentado establecerse pero el propio rechazo de la comunidad y las labores policiales los ahuyentaron”, cuenta el agente Gabriel, de 26 años, una versión que corrobora su superior Sergio González.
Un miembro de ese grupo de vecinos organizados, esa especie de CIA rural, sostiene muy convencido que contactó por celular a un pez gordo de La Familia Michoacana, al que había conocido durante una fiesta de 15 años. Le preguntó si su banda estaba detrás de algunos actos criminales. No, le contestó, pero si me mandas fotos y datos de los tipos yo me ocupo. Nunca lo hizo. Rompió el papel donde tenía apuntado el número, o al menos eso cuenta. La gente de Coatlinchán, donde estuvo enterrado durante siglos un dios tan poderoso como Tlaloc, se cuida solita.
Juan Diego Quesada México 11 JUL 2013 El 16 de abril 1964, bajo un aguacero, se llevaron de Coatlinchán la escultura prehispánica de Tláloc, el dios de la lluvia. La gente de este pueblo de las afueras de la Ciudad de México intentó evitar lo que consideraba un expolio pero la pieza, a día de hoy, se encuentra en la entrada del Museo Nacional de Antropología, en el DF. Ese orgullo innato de sus habitantes les ha llevado esta vez a rebelarse contra los continuos secuestros y amenazas que se están produciendo en el pueblo, el último de ellos el de la hija de un ganadero hace un mes.
Basta que repiquen las campanas de la iglesia para que los vecinos de la localidad, de 13.000 habitantes, se echen a la calle. La última vez que sonaron la gente comenzó a linchar a un ladrón que salvó la vida gracias a la intervención de la policía municipal. “Rateros y extorsionadores. Si los agarramos los linchamos. Sobre aviso no hay engaño”, se lee en un muro de la plaza principal, en cuyo centro se levanta una réplica de Tláloc. El mismo mensaje bárbaro se puede aplicar a los secuestradores, que tienen amenazados a muchos de los empresarios del municipio, cuentan con informantes y casas donde esconder a las víctimas.
Al lado de un negocio de venta de lechones vive el abogado Ignacio Arias. Su hermano Rafael, empresario textil del pueblo, fue secuestrado en 2008. Apareció muerto un par de días después. Le habían aplicado lo que se conoce como la llave china, un tipo de asfixia. En busca de justicia, Arias comenzó a indagar en el expediente de un caso destinado a agarrar polvo en cualquier archivo. El 98,5% de los delitos cometidos quedan impunes, según un estudio del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey. “Me dijeron párale. Ya no indagues más. Hay policías implicados. Como sigas, vas a acabar igual”.
Después recibió una llamada. Alguien con acento norteño le pidió 30.000 pesos a cambio de no raptar a algún miembro de su familia, de quienes dio todo tipo de datos y detalles. Horarios, nombres de sus hijos, matrículas de sus coches. Calcula que la extorsión duró unos 12 minutos. Después de eso un disparo desde el exterior atravesó una ventana de su casa y se alojó en el techo, un recorrido que el abogado teatraliza en la puerta. Desde entonces guarda dentro un revólver calibre 380 y un rifle del 22 con un alcance de 50 metros. ¿Piensa que detrás de todo esto puede estar gente del propio pueblo? “Definitivamente”.
Hartos de todo esto, 22 vecinos se han reunido en varias ocasiones en secreto y se han organizado para aplicar tareas de contraespionaje a sus propios secuestradores. En las fiestas apuntaron matrículas de vehículos sospechosos, siguieron el rastro de llamadas y pusieron especial atención a los forasteros. Mantienen el contacto entre sí para apuntalar detalles y protegerse de la mejor manera. Los encuentros han sido tan sigilosos que la mayoría del pueblo los desconoce. Falta por ver su utilidad. En los últimos ocho meses han sido raptados tres vecinos (los tres volvieron a casa), una cifra alta en relación a la población. El resto vive bajo la amenaza de que pueda ocurrirle lo mismo.
Coatlinchán, que pertenece a Texcoco, es una ciudad del Estado de México, donde los secuestros aumentaron durante los cinco primeros meses de 2013 cerca de un 50% (50 en 2012 frente a 73), según la Secretaría de Seguridad Ciudadana.
La particularidad de Coatlinchán es que es pequeño, hay cuatro o cinco apellidos para la mayoría de sus habitantes, se parecen entre sí y se distinguen de otras aldeas hasta por su tono de color de piel. “El tema de los secuestros y las amenazas por teléfono es el pan de cada día”, resume Iván Romero, de 33 años, cuyo tío, un agricultor llamado Don Julio, estuvo en manos de unos captores durante un mes. Más reciente, en octubre del año pasado, otro vecino fue plagiado –una forma mexicana de decir secuestrado- y a la vez la policía federal detuvo en el pueblo a cuatro secuestradores que trabajaban en la zona.
“Estamos registrando índices de secuestros en pequeñas localidades realmente preocupantes. Atemorizan a toda una población”, dice Isabel Miranda de Wallace, de la asociación de ayuda a víctimas Alto al Secuestro. ¿Cómo pudo convertirse un municipio tradicional como Coatlinchán, familiar, dedicado a la maquila de ropa y el engorde de ganado en un sitio donde te llaman a cualquier hora del día para decirte que se han llevado a tu hijo, sea verdad o mentira?
Eduardo Buendía, Lalo El de las Flores, lo achaca a la mancha urbana del DF. Cree que el cemento, el gentío, la pobreza urbana, ha ido avanzando y devorando pueblos tranquilos como el suyo. Buendía, de 58 años, lamenta que se hayan perdido tradiciones como la del guajolote enterrado, cuya cabeza sobresalía de la tierra y tenía que ser atrapado por un jinete. Cree que comenzó a ser objeto de extorsiones el día en el que se compró una camioneta. Lo llamaron y le dijeron que tenían raptada a una de sus vendedoras del puesto de flores que tiene frente al templo. “¡Chinga tu madre!”, les contestó. La descripción que le habían dado era la de una trabajadora que ese día estaba librando.
El rumor de que el crimen organizado campea por estos lares es bastante insistente, agravado desde que en mayo la policía preventiva de Texcoco detuvo en Coatlinchán –en colaboración con la estatal- a ocho supuestos Caballeros Templarios, un grupo criminal de Michoacán. “Han intentado establecerse pero el propio rechazo de la comunidad y las labores policiales los ahuyentaron”, cuenta el agente Gabriel, de 26 años, una versión que corrobora su superior Sergio González.
Un miembro de ese grupo de vecinos organizados, esa especie de CIA rural, sostiene muy convencido que contactó por celular a un pez gordo de La Familia Michoacana, al que había conocido durante una fiesta de 15 años. Le preguntó si su banda estaba detrás de algunos actos criminales. No, le contestó, pero si me mandas fotos y datos de los tipos yo me ocupo. Nunca lo hizo. Rompió el papel donde tenía apuntado el número, o al menos eso cuenta. La gente de Coatlinchán, donde estuvo enterrado durante siglos un dios tan poderoso como Tlaloc, se cuida solita.
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