viernes, 11 de octubre de 2013

San Juan era una fiesta

Por JOSÉ OVEJERO
La actuación iba a tener lugar bajo las estrellas: varios escritores irían subiendo al escenario, en medio de un jardín tropical, y leerían cada uno un poema, acompañados por una música cuya partitura había sido escrita específicamente para ese poema. Pero las estrellas no se veían: una lluvia fina y persistente, más europea que tropical, puso la zancadilla al programa. Hubo que trasladar todo el equipo, montar el escenario, redirigir a los asistentes al anfiteatro del Museo de Arte de Puerto Rico, donde tiene lugar elFestival de la Palabra. El público aguardó pacientemente a que todo estuviese otra vez dispuesto, escuchó las lecturas y la música, aplaudió entusiasmado.
Precisamente eso, el entusiasmo, es lo que caracteriza al Festival de la Palabra. Porque no debe de haber sido fácil montar de la nada y con recursos muy limitados este gran encuentro de escritores, artistas, editores y críticos, que se celebra desde hace cuatro años en San Juan de Puerto Rico. Además, es un proyecto que no para de crecer: añaden música y cine a lo que iba a ser un encuentro sobre literatura. Deciden romper las barreras geográficas y llevarse parte del festival a Nueva York, para tener en cuenta que la cultura puertorriqueña no está limitada a los confines de la isla y que lo latino hace mucho que bulle en las calles de esa ciudad. Discurren nuevas formas de montar el diálogo de los escritores con el público, y de establecer puentes entre los creadores puertorriqueños y los que venimos de numerosos lugares del mundo.
Pero si hay algo que a mí de verdad me gusta del festival no son las mesas redondas, por interesantes que puedan resultar, ni las presentaciones de libros, tampoco las actuaciones o las proyecciones cinematográficas, ni los talleres para niños o adultos. Eso se puede encontrar, mejor o peor, en casi todos los festivales literarios. Me gusta, sí, que se hayan empeñado en meter en el museo a niños llegados de toda la isla, en romper la distancia entre el arte y la escuela: hubo quien dudaba de que fuese una buena idea que centenares de niños correteasen entre obras de arte. A mí me parece una excelente idea.
Pero lo que me hizo encariñarme desde el principio con este proyecto creado por los escritores Mayra Santos Febres –de Puerto Rico- y José Manuel Fajardo –de España-, es que decidieron romper la dinámica habitual de este tipo de eventos literarios: los escritores, encerrados en algún recinto más o menos vistoso, hablan de sus cosas, y la gente acude a presenciar sus debates.
En el Festival de la Palabra también los escritores van a donde está el público, no solo eso, salen precisamente para convertir en público a quien quizá nunca lo habría sido. Acuden, claro, a universidades a hablar con los alumnos. Pero como el entusiasmo es aún más contagioso que el desánimo, no tienen reparos en visitar escuelas a veces a más de cien kilómetros de San Juan; en ocasiones se trata de escuelas a donde jamás fue un escritor, escuelas de escasos recursos para chicos con escasos recursos, cuyas preocupaciones inmediatas poco tienen que ver con la cultura. Uno de mis mejores recuerdos de este Festival es la visita a una escuela en Barrio Obrero, de San Juan. Hora y media pasada con muchachos conmovedores por su curiosidad y su franqueza, puertorriqueños unos, inmigrantes dominicanos otros, que por un rato hablan de literatura y de sus preocupaciones, mezclando ambas cosas, porque ambas cosas pueden ser lo mismo.
Y quizá ese sea uno de los problemas de la cultura: que vive a menudo encastillada en sus salones y en sus torres, que los escritores nos sentamos a esperar que vengan a vernos, que lo literario parece siempre más objeto de estudio que de experiencia. En el Festival de la Palabra se dieron cuenta de que eso no es necesario, más bien, de que es contraproducente. De que o mezclas literatura y vida o la primera no es más que  materia disecada, admirable quizá como ciertas mariposas hermosísimas que hemos visto pinchadas en alfileres. Aquí, en San Juan, los libros aletean aún, y los escritores asistimos con una sonrisa en los labios a esta fiesta vital y atrevida. La literatura no está muerta; si la sacudes un poco enseguida se espabila. Y también los escritores tenemos tendencia a quedarnos dormidos. Por eso es bueno que haya festivales como este, para sacarnos de nuestra modorra intelectual y devolvernos a la calle, siempre mucho más literaria que las bibliotecas.

El Paìs de Madrid
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