Richard Hamilton
BBC
Contar cuentos en público en la ciudad marroquí de Marrakech es una práctica con raíces antiguas. Se cree que se remonta al siglo XI. Esta es la historia de un cuentacuentos a quien el rey Mohamed VI de Marruecos le cumplió un deseo, pero también es la historia de una tradición que parece estar agonizando entre tanta modernidad.
El Café de France es como una institución. Es el más viejo y más famoso de los establecimientos ligeramente decadentes que rodean la plaza principal, llamada Jemaa el Fna.
Se remonta a los días del protectorado francés. A veces se siente que su decoración y su personal no han cambiado desde esa época.
Los ventiladores colgados en el techo giran lánguidamente con el objetivo de disipar el calor.
Fotografías del rey están colgados en ángulos extraños en sus paredes de azulejos azules y blancos.
Adentro, los clientes se sientan en sillas de mimbre descolorido mientras saborean el té de menta o un café bien cargado.
En la veranda, los turistas evitan establecer contacto visual con los jóvenes que lustran zapatos y los vendedores ambulantes que venden cigarrillos sueltos.
Los marroquíes, por su parte, se sientan en la plaza en el medio del intenso calor y hacen que sus bebidas duren horas.
Hlaykia
Fue aquí, en 2006, que conocí a Abderrahim El Makkouri, un hombre alto, con un gorro rojo de Fez, de ojos pequeños y brillantes, con una prominente nariz y barba.
En esos días, Abderrahim era un cuentacuentos, uno de los muy pocos "hlaykia" (como se les llama) que han sobrevivido.
En la noche, cuando el sol ya se había ocultado y se escuchaban los cantos que llamaban al rezo musulmán en las mezquitas, él recitaba mitos antiguos, leyendas e historias del folclore ante una absorta muchedumbre concentrada en la plaza. Si ellos disfrutaban sus relatos, le darían unas cuantas monedas.
Hay un refrán en Marrakech que dice: "Cuando un cuentacuentos muere, una librería se quema". La mayoría de las historias solo existen en las cabezas de los cuentacuentos, quienes se llevan sus repertorios a la tumba.
Abderrahim ha visto a muchos de sus colegas hlaykia ir y venir. La mayoría ha muerto, algunos se han retirado y uno optó por lustrar zapatos. Muy poco pueden ganarse la vida contando cuentos.
Las muchedumbres que solían reunirse para oírlos están viendo televisión.
En los años 70, había 18 hlaykia que apelaban a sus memorias y elocuencia frente a un ávido público en Jemaa el Fna. En 2006, sólo había dos: Abderrahim y Moulay Mohamed, un hombre mayor, tranquilo, que ya murió.
Pasé muchas horas con Abderrahim en el Cafe de France grabando sus historias para la posteridad y para un libro.
El aprendiz
Él esperaba que su hijo Zoheir también se convirtiera en cuentacuentos.
Un cineasta alemán incluso hizo un documental sobre ellos, "El maestro cuentacuentos y su aprendiz", el cual fue exhibido en el Festival Internacional de Cine de Marrakech.
Pero Zoheir no pudo con la repentina fama y sufrió una especie de crisis nerviosa.
Sus padres tuvieron que sacarlo de la escuela y enfrentaron dificultades para pagar por las medicinas para su tratamiento.
Si Zoheir se recuperaba, quizás él podría contar las historias en la plaza, sugerí el año pasado sentado otra vez en la veranda del café.
"Mira ¿es que no puedes ver? No hay espacio para cuentacuentos", me decía Abderrahim con su dedo apuntando a los numerosos puestos de vendedores que ofrecen de todo: desde místicos afrodisiacos hasta dientes falsos. Y "además hay demasiado ruido".
Probablemente tiene toda la razón. El arte de los cuentacuentos, que se cree tiene 1.000 años de antigüedad, era una tonalidad que no iba a la par del ruido, de la nueva tecnología o de la locura general de la ciudad que terminó envolviéndolos y hasta ahogándolos.
Lo que le pasó a Zoheir es como una triste metáfora que refleja el ocaso de la práctica de contar cuentos en general: el joven vio la modernidad y esta lo está matando.
Un deseo
Cuando regresé a casa, le escribí una carta al palacio real, más con esperanza que con expectativa. En la misiva le explicaba a los consejeros del rey que Abderrahim estaba en dificultades y que necesitaba un lugar donde él y su hijo pudieran contar sus cuentos en el futuro para salvar esta antigua tradición del olvido.
Regresé a Marrackech hace unas pocas semanas y supe que un británico había comenzado un nuevo café que podría llegar a ser, algún día, tan famoso como el Cafe de France. Aquí el arte de contar cuentos está siendo revivido, con jóvenes marroquíes aprendiendo, de las generaciones más viejas, cuentos antiguos.
Quedé con Abderrahim de reunirnos en el Cafe de France para contarle las buenas noticias.
"Yo también tengo buenas noticias", me dijo sonriendo debajo de su sombrero rojo. "¡El rey recibió su carta y me ha comprado una casa!"
La noticia me hizo tambalear, pero recordé otro refrán marroquí que dice: "Nada es seguro, pero todo es posible".
Marrakech es el lugar más extraño que conozco. La realidad acá es mucho más rara que la ficción.
¿En qué otro lugar se puede comprar afrodisiacos y dientes falsos? ¿Dónde más se pueden escuchar historias que son más viejas que las paredes rosadas y las murallas de esta ciudad medieval? Y ¿dónde más el rey termina comprándole una casa al cuentacuentos?
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