Algunos días atrás, en otra favela, la policía mató a William, un estudiante de 16 años que volvía a su casa después de un baile. William se asustó porque, en la oscuridad de la noche, vio armas y no supo qué estaba pasando. Según algunos vecinos, la policía lo baleó en las piernas y, ya herido, lo remató con una bala en el pecho. Entró a la morgue identificado como traficante de drogas. Su padre lo llora desconsoladamente y pide, al menos, que no digan que su hijo ha sido un bandido, que su William, su querido y amado William era un chico bueno y estudioso.
Natán y William tenían en común que eran pobres, jóvenes y negros. Tuvieron en común, que perdieron la vida absurdamente, como otros miles iguales a ellos, que habitan los barrios populares o las periferias de las grandes ciudades brasileñas, víctimas de una violencia sin otro sentido que desgarrar sueños, que aniquilar el futuro. Los dos fueron enterrados el 21 de marzo, día que la ONU ha dedicado a celebrar la lucha contra la discriminación racial.
Brasil ha vivido una década de profundas transformaciones democráticas que permitieron mejorar las condiciones de vida de los más pobres, aumentando sus oportunidades de ingresos, condiciones de trabajo, educación, vivienda y consumo. La pobreza ha disminuido y, aunque aún persiste una gran desigualdad, han sido notables los avances en la reducción de la exclusión de grandes sectores de la población. El balance de los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff es, en este sentido, muy positivo y referenciado en todo el mundo.
Entre tanto, un problema endémico parece no tener solución: la violencia que cobra miles de vidas en la población más pobre, especialmente, la población negra. En los últimos años, la tasa de homicidios en la población blanca (la cual suele concentrar los mayores ingresos), ha disminuido tendencialmente y de forma sostenida. Por el contrario, entre los pobres, particularmente entre los pobres negros de sexo masculino, ha crecido de forma exponencial. Durante los años 2008 y 2010, los homicidios en la población blanca disminuyeron 25,5%. En la población negra, aumentaron casi 30%, constituyendo el 65% del total de homicidios cometidos en el país. En una década en que Brasil experimentó una verdadera e intensa revolución democrática, murieron asesinadas 272.422 personas negras, todas ellas de sectores populares.
No deja de ser notable que, a pesar del éxito de las políticas de inclusión y promoción de la ciudadanía, la violencia se ha ido agravando entre los jóvenes más pobres y mejorando entre los jóvenes de clases media o los de los sectores con mayores ingresos. En efecto, en 2002, la tasa de homicidios entre los jóvenes blancos era de 40,6. En 2010, había disminuido a 28,3. Por el contrario, la de los jóvenes negros era de 69,6, en 2002, aumentado a 72, en 2010.
Los estudios realizados por el investigador de FLACSO Brasil, Julio Jacobo Waiselfisz, coordinador de los Mapas de la Violencia, ponen de relevancia la enorme gravedad política, social y humanitaria derivada del aumento sistemático de homicidios entre los jóvenes negros en Brasil. Como en el caso de Natán y de William, sus verdugos suelen ser jóvenes de los propios sectores populares y de las comunidades donde viven; bandas de traficantes y pandillas delictivas; o la acción criminal e irresponsable de quienes deberían protegerlos, la policía y las fuerzas de seguridad públicas.
El Prof. Waiselfisz, que recientemente ha sido galardonado con el Premio Nacional de Derechos Humanos de la Presidencia de la República, da una magnitud de la tragedia: “por cada joven que muere asesinado en Alemania, Francia, Inglaterra o Japón, mueren asesinados 140 jóvenes blancos en Brasil, 359 jóvenes negros, 700 jóvenes negros en el Estado de Espírito Santo, 865 jóvenes negros en el Estado de Alagoas, o 912 jóvenes negros en la ciudad de Simões Filho, en Bahia, una de las más violentas del país”. La tasa de homicidios de jóvenes negros en Alagoas es de 173; en Espírito Santo, 140; en Paraiba, 125; en Pernambuco, 111; en el Distrito Federal, sede de la capital, 103. La tasa general de homicidios en Brasil es de 27,4 y constituye la séptima del mundo. La tasa de homicidios de jóvenes (blancos y negros) en el país es de 54,7. Esto es, cada 100 mil jóvenes, más de 50 mueren asesinados cada año. El gráfico presentado a continuación muestra la tasa de homicidios en el país, por edad y raza.
Fuente: Mapa da Violência: Homicídios e juventude no Brasil, Julio Jacobo Waiselfisz, FLACSO Brasil / CEBELA, 2013
Más de 52 mil personas son asesinadas cada año en Brasil, la mitad de ellas jóvenes, en su gran mayoría, negros. Son más de 140 personas por día... Cada 25 minutos, un joven negro es asesinado en Brasil.
Por su parte, América Latina y el Caribe constituyen las regiones del planeta con mayor número de homicidios entre los jóvenes. Los 17 países con las más altas tasas de homicidio juveniles en el mundo son: Honduras, El Salvador, Islas Vírgenes, Trinidad y Tobago, Venezuela, Guatemala, Colombia, Brasil, Panamá, Puerto Rico, Bahamas, Belize, México, Ecuador, Barbados y Guyana. En el otro extremo, Cuba es el país latinoamericano con menor tasa de homicidios en todos los niveles de edad.
La dimensión del grado de violencia que sufren los jóvenes negros en Brasil puede observarse cuando se proyecta en comparación a las tasas de homicidios del conjunto de la población, dentro del país, o fuera de él. Hay cuatro veces más probabilidades que un joven negro sea asesinado antes que lo sea un joven blanco. Por otro lado, los dos países que poseen las más altas tasas de homicidios juveniles en el mundo, Honduras y El Salvador, si fueran estados brasileños, ocuparían el cuarto y quinto lugar en la lista de asesinatos de jóvenes negros, por detrás de Alagoas, Espírito Santo y Paraiba.
En Brasil, 72 es la tasa de homicidios entre los jóvenes negros. La tasa general de homicidios en Costa de Marfil, uno de los países más violentos del mundo, es de 56; en Zambia, 38; en Uganda y Malawi, 36; en Burundi, 21,7. Naturalmente, en términos analíticos, la tasa de homicidios de un sector de la sociedad o de un estado o provincia, no puede compararse, vis a vis, con las tasas de homicidios generales de otra nación. Entre tanto, la información sirve para dimensionar el nivel de violencia que viven los jóvenes negros en Brasil, cuyos asesinatos, proporcionalmente, duplican las tasas de homicidios de los países más violentos de África.
Comúnmente, se atribuye la violencia a la pobreza. Sin lugar a dudas, las pésimas condiciones de vida de los más pobres constituyen una de las causas que promueven y estimulan relaciones violentas y la expansión de redes de criminalidad. Sin embargo, parece no sólo prejuicioso sino también sociológicamente desacertado, reducir las causas de la violencia a los pobres. En Brasil, las condiciones de vida de los más pobres mejoraron, al mismo tiempo en que empeoraron todos los indicadores de violencia entre y contra ellos. Hoy existen muchas más oportunidades para que un joven negro estudie en la universidad. También, más chances de que muera asesinado por un traficante, por un vecino o por la propia policía. Los jóvenes pobres viven hoy mejor que una década atrás, pero corren el riesgo de morir más rápido.
No debemos, por lo tanto, depositar en las necesarias políticas de combate a la pobreza la única expectativa en la reducción de las altas tasas de violencia que cobran la vida de miles de jóvenes en Brasil y en cualquier país de América Latina. Las causas más profundas deben buscarse en la impunidad, especialmente, en la impunidad delictiva de las fuerzas de seguridad públicas; en la frágil institucionalidad democrática; en el racismo estructural, imbricado capilarmente en todas las esferas de la vida social; en la tolerancia cómplice o en la ineficiencia pasmosa de las estructuras judiciales y políticas; en la indiferencia de los más ricos, preocupados en amurallarse, en protegerse a sí mismos, atrincherados en sus condominios, siendo espectadores indolentes de una sociedad donde el derecho humano a la vida le sigue siendo negado, cotidianamente, a miles de niños, niñas y jóvenes.
La inseguridad pública divide y fragmenta a las sociedades latinoamericanas. La derecha se apodera del tema, lo secuestra, le brinda aparentes soluciones que sólo agudizan las causas productoras y reproductoras de la violencia. La izquierda y los gobiernos populares están desconcertados. Sus políticas públicas, cuando fueron implementadas, han democratizado nuestras sociedades y han permitido avanzar en la promoción de derechos fundamentales, históricamente negados a las grandes mayorías. Sin embargo, en materia de seguridad, las alternativas progresistas parecen desmoronarse bajo la modorra, la falta de imaginación o de audacia, apabulladas por las demandas de aumento de la represión policial, la disminución de la edad de imputabilidad penal y la culpabilización del sistema escolar.
Hay gente que cree que el futuro de Brasil depende de la soja. Otros que creen que depende del petróleo o de los vaivenes de la economía mundial. Yo creo que el futuro de Brasil depende exclusivamente de la posibilidad de garantizar una vida digna a los millones de niños, niñas y jóvenes que, como Natán y William, sólo sueñan con ser felices, iluminando el cielo con su risa.
Desde Río de Janeiro
Por: Pablo Gentili
http://blogs.elpais.com/contrapuntos
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