En la Reserva Nacional del Tariquía, al sur de Bolivia, un camino precario de 42 kilómetros condiciona la vida de los lugareños. Allí las ambulancias tienen piernas y enfermarse es a menudo una condena
En las inmediaciones de la frontera boliviana con Argentina, laambulancia que hace el trayecto entre la población de Pampa Grande y Emborozú –una pequeña localidad a orillas de una vía asfaltada– es humana: una especie de ciempiés compuesto por un nutrido grupo de hombres en camisa que en este instante avanza al trote y hace turnos para cargar una camilla precaria. En ella, Donato López, un octogenario castigado por la próstata que no logra mear desde hace una semana, se retuerce debajo de una manta. El combustible que anima a los valientes que llevan al enfermo es un poco de aguardiente que toman en botellitas plásticas. Matan el cansancio masticando hoja de coca. Y lucen angustiados: quieren que el viejito aguante, que no se muera antes de conseguir auxilio.
Aquí, en el corazón de la Reserva Nacional de Tariquía, en mitad de un paisaje de postal, el camino que conecta con Emborozú –es decir, con la carretera– es solo apto para caballos, mulas, vacas y personas. Por la zona jamás ha circulado un auto y a duras penas se podría abrir paso una moto. Ríos, quebradas, una vegetación abundante y el barro durante la época de lluvias son el escollo habitual que impide a los campesinos de la región una comunicación fluida con lo que algunos llaman “mundo civilizado”, con los lugares en los que proliferan las escaparates, los hospitales y los restaurantes. Salir de Pampa Grande para llegar hasta el primer punto con vehículos a motor que hay en el mapa –a 42 kilómetros de distancia– ha sido siempre una aventura complicada.
La situación no es nueva. El libreto se repite de una u otra forma en los cuatro puntos cardinales de Bolivia. En el Oriente, por ejemplo, algunas aldeas reciben la visita de un doctor apenas una o dos veces al año; y en el Altiplano hay niños que caminan un par de horas todos los días para ir a la escuela. El Gobierno envía con cierta frecuencia brigadas de salud y voluntarios a los rincones más alejados y menos accesibles del país para intentar cubrir las necesidades más básicas –se calcula que entre 2010 y 2013 atendió a más de 320.000 habitantes–. Pero los esfuerzos son todavía insuficientes. Y acá, en el parque nacional, en Tariquía, hace bastante ya que comprendieron que sólo una cuadrilla de agricultores con músculos de madera es capaz de salvaguardar la vida.
El Gobierno envía brigadas de salud y voluntarios a los rincones menos accesibles del país para intentar cubrir las necesidades básicas, pero los esfuerzos son insuficientes
Ramón Civila, de 46 años, es uno de los que forman parte hoy del ciempiés humano. Tiene un bigote escueto, un sombrero sucio y descuidado estilo cowboy y, en sus terrenos, siembra y cuida chanchos y gallinas, como muchos de los otros miembros de la “ambulancia” improvisada. Ninguno de ellos es político, artista, estrella de rock o economista. Ninguno de ellos presume de un apellido ilustre. Seguramente, ninguno de ellos se ha abierto cuenta en Facebook. Y su hazaña probablemente no aparecerá en los noticieros. Pero todos, en momentos tan difíciles como éste, se vuelven imprescindibles.
–Éstos son unos machos –comenta a su paso Nicolás Ruiz, más conocido en el área como Nico, 37 años, chompa gruesa de lana, pantalón remangado hasta la espinilla.
Nico es profesor itinerante del Centro de Educación Técnica, Humanística y Agropecuaria (CETHA) de Emborozú y recorre ahora el mismo trazado que la ambulancia, pero en sentido inverso, rumbo a Pampa Grande, donde transmitirá sus saberes en agronomía y matemáticas. En los arroyuelos, salta de una piedra a otra con el equilibrio de un monje Shaolin, con las manos dentro de los bolsillos y la espalda levemente inclinada; y es capaz de atravesar un vado de lodo sin ensuciar las sandalias.
–Despacito se avanza lejos –dice con el tono pausado de un maestrozen que alecciona a sus pupilos sobre la serenidad, aparentando calma. Su reloj, sin embargo, le contradice: está 40 minutos adelantado porque no le gusta llegar tarde a ninguna parte.
A buen paso, Nico dice que es capaz de plantarse en Pampa Grande en 12 horas; y cada vez que pisa el pueblo, la primera vivienda que visita es la de Erlinda Mendieta, de 70 años. Hoy es miércoles, Nico acaba de completar la caminata, ha caído ya la noche y Erlinda le prepara café para que se caliente. Mientras, su esposo, Mauro Civila, mira una telenovela en un reproductor de DVD portátil con pantalla incorporada que se ilumina gracias a unas placas solares que acumulan energía en los días de cielo raso.
–Antes, nos distraíamos con la vitrola –cuenta divertida Erlinda, ojos claros, aretes lindos–. La casa de su dueño siempre estaba llena porque era la única que había.
De vez en cuando, mientras conversa con Nico, Erlinda también echa un vistazo a la telenovela en un cuartito que es a la vez sala de estar y dormitorio y que no está decorado ni con muebles importados ni con cuadros de corte costumbrista, sino con clavos de acero de los que se deslizan látigos, pantalones, lazos, machetes y cuchillos.
Las más de 70 familias de Pampa Grande se dedican fundamentalmente a su ganado y al cultivo de productos como el maíz y la yuca. Erlinda y Mauro atienden además una tiendita en la que despachan refrescos, cerveza, chocolates, gominolas y algunas otras chucherías. Traer la mercadería hasta aquí fue una odisea: supuso un viaje de ida y vuelta con caballos por el sendero que conecta con Emborozú, que la pareja conoce tan bien como Nico. Según Erlinda, la excursión se repite casi todos los meses.
–¿Y cómo le viste a don Donato? –le pregunta Erlinda a Nico poco antes de acostarse, pensando quizá en que algún día le tocará viajar en la famosa ambulancia.
–Da pena lo que le ocurrió –dice acto seguido, antes de que Nico le conteste.
Ninguno de los hijos de doña Erlinda –ocho varones y tres mujeres– radica hoy en la comunidad agrícola; y la anciana, que parió a los 11 sin que jamás la atendiera un ginecólogo y los conoce mejor que nadie, piensa que ninguno volverá para quedarse.
–Vivir aquí es muy duro porque siempre nos ha faltado la carretera –trata de justificarles–. Nos vemos obligados, entre otras cosas, a cocinar a leña. Trasladar una garrafa de gas desde Emborozú cuesta 100 bolivianos (12 euros, cinco veces más de lo que vale una en las principales ciudades de Bolivia). Y eso no puede permitírselo nadie.
Emelda, que es la auxiliar del ambulatorio y la empleada más antigua, cuenta que ha visto pasar por aquí a muchos compañeros. “Algunos no aguantan y piden su retiro al de año y medio”. La razón es simple: no solo tienen que velar por el bienestar de los que les rodean, sino también por el del resto de los pobladores de la reserva, que con sus 2.469 kilómetros cuadrados tiene casi la misma superficie que Luxemburgo.Pampa Grande es un territorio disperso, conformado por llanuras con abundante pasto en las que las viviendas se levantan distantes entre sí, como si fueran plantas que buscan dónde echar raíces. Nadie sabe cuál es exactamente la edad de esta escenografía de película, pero se calcula que tiene entre dos y tres siglos de vida. Y son varios los testimonios que aseguran que apenas ha cambiado con el tiempo. Uno de ellos es el de Emelda Mendieta, 46 años, bata blanca, brazos robustos. Cuando ella nació, ya estaban en pie muchas de las casas de adobe del pueblo y también la iglesia. Ahora hay además un colegio, una gran cancha de fútbol, un pequeño internado para los estudiantes de las aldeas colindantes y una posta sanitaria con pinta de ovni que fue inaugurada en 2009.
–Somos una especie de consultorio móvil –dice Mendieta, quien una vez al mes agarra medicamentos contra los males digestivos y de vesícula y contra los dolores digestivos y las diarreas y se traslada hacia otros sectores que necesitan de sus servicios.
–Y no es nada sencillo ir de un lado para otro, sobre todo cuando está mal el camino. Como a todos acá, nos perjudica y sufrimos mucho durante las emergencias. El año pasado me tocó sacar a una embarazada que corría peligro y pensé que no resistiría. Fue una suerte que se salvara –recuerda ahora; y luego agacha ligeramente la cabeza.
En casos extremos, como ese, la evacuación es casi la única posibilidad para esquivar la muerte. Quizá por eso, la última solicitud de material que se ha tramitado –que incluye ponchos para el frío y bicis de montaña– parece más apropiada para un guía turístico que para un grupo de enfermeros. “Si todo va bien –comenta Emelda–, pronto traerán los nuevos equipos a lomos de burro. No hay otra manera de hacerlo”.
A los hijos de Donato López, el enfermo que fue evacuado en laambulancia humana, las novedades sobre el estado de su padre no les llegaron en pollino, sino por teléfono. El teléfono en Pampa Grande es un lujo. Aquí la tecnología móvil es aún una entelequia y el único aparato que funciona es un fijo que tiene el tamaño de una caja de zapatos y se encuentra en el hogar de Agustina Civila, de 45 años, madre de ocho hijos.
Agustina dice que los fines de semana suena a toda hora, que a veces le despierta y que, cuando llueve, la conexión con el exterior fenece durante semanas o meses. Entonces, su patio se ve envuelto en un silencio extraño; y el único cordón umbilical que se mantiene con las tierras más allá de la reserva es el camino, como hace 100 años.
Para Silverio Llanos, 36 años, gorra blanca, tez aceitunada, la nueva carretera –cuando por fin se convierta en el milagro esperado por todos en Pampa Grande– será esencial para que entren los automóviles y la gente venda lo que produce. “Y también, para que todos puedan abastecerse. Ahora, cuando se acaban los víveres, uno tiene que salir a pie para traer arroz o fideos. Para los más jóvenes es más o menos sencillo. Pero a los mayores, como mis papás, la edad les frena. A ellos les cuesta mucho, demasiado”.
Silverio, como Nico, es un nómada circunstancial acostumbrado a recorrer a pie las comunidades intentando implementar mejoras en la calidad de vida de los lugareños. Hace unos minutos, terminó sus clases con varias mujeres en el invernadero que el CETHA –la organización de educación alternativa a la que ambos dedican su tiempo– tiene en Pampa Grande y se dirige ahora a la parcela de don Donato, a media hora del centro del pueblo. Avanza a pasos cortos, con una radiecita colgada en el cuello que escupe un canto gregoriano. “Siempre está conmigo –dice–. Me hace compañía”.
Después asegura que ha perdido la cuenta de los kilómetros que ha caminado por toda la comarca. Y luego afirma que para él “eso no es un sacrificio”. “Yo, como facilitador (así llaman a los voluntarios del CETHA), tengo el compromiso de devolver a otros los conocimientos que he aprendido”. Esos conocimientos buscan apuntalar el desarrollo productivo; y han permitido a los pampagrandinos, por ejemplo, poner en marcha un proyecto de apicultura para comercializar miel de abeja nativa en otros lares.
Silverio nació en Motovi, otra población del Tariquía, y hasta los 20 ayudó a su padre con las tareas del campo. “Sembraba y pastoreaba –recuerda–. Él me enseñó a trabajar fuerte. Y para mí fue el mejor aprendizaje posible”. Luego, por intermediación del CETHA, Silverio consiguió sacar el bachillerato. Lo hizo tarde, a la edad en la que uno suele estar casado y con varios hijos. Y hoy está tan familiarizado con Pampa Grande que hasta es capaz de impartir lecciones de geografía local mientras conversa.
–Esa de ahí es pampa La Paja. Ésta, pampa El Valle. Y aquella, pampa Grande, la que le da el nombre a este lugar –señala Silverio una y otra vez con el dedo. Todas parecen iguales: planicies color menta que se pierden en algún arbusto o en el horizonte.
–Y la de más allá es la pampa de aterrizaje –bromea. En ella, dicen que hace varios años descendió una avioneta chiquita, seguramente para recoger a algún enfermo.
Poco después, en los dominos de Donato, reciben a Silverio con una bolsa de naranjas recién cortadas; y luego, en un patio pelado en el que la ropa seca al sol, le comentan que el anciano está bien, que se salvó, que ya lo examinaron en el hospital, que no hay de qué preocuparse. Donato es partero y componedor –es decir, arregla los huesos: atiende torcerduras y luxaciones–; y lo han comenzado a extrañar en el pueblo.
Cuando alguien se indispone en Pampa Grande, siempre hay hombres dispuestos a cargar una camilla artesanal
–Ya han venido algunos lastimaos a preguntar por él, para saber cuándo regresa –confirma Sofía Zoila López, su hija, 35 años, cabello despeinado–. Cuando estaba acá, él sólo les pedía la voluntad: 10 o 20 bolivianos por cura (uno o dos euros).
–Así es la gente por aquí: sobre todo, solidaria –interrumpe Silverio.
Según Silverio, cuando alguien se indispone en Pampa Grande, siempre hay hombres dispuestos a cargar una camilla artesanal –armada con tela de saquillo y dos palos gruesos– sin solicitar siquiera una monedita a cambio. Todos saben que mañana podrían ser ellos, sus hijos o los hijos de sus hijos los que precisen que otros hombros aguerridos los arrastren a través de rincones verdes, ocres y amarillos, como de cuento.
El último que intentó transitar por la reserva sin hacer uso del camino fue Evelio García, 51 años, violinista autodidacta, cara redonda como un queso, tío de Silverio. Aquella vez, Evelio se subió a lo más alto de un árbol con unas alas de cartón que él mismo había hecho. “Voy a volar”, anunció con solemnidad a la concurrencia. Y se lanzó al vacío como si fuera una pluma traviesa. Según él, logró volar. Otros aseguran que acabó maltrecho. Y Silverio dice que lo más probable es que la anécdota sea una leyenda que de tanto que la repitieron unos y otros se volvió cierta. Desde entonces, su tío es conocido como el “hombre volador”; y todos lo admiran por su cacareada proeza.
La verdadera hazaña aquí, sin embargo, siempre ha sido otra: consiste en salir hasta la carretera y volver un día después como si nada, con las alpargatas inmaculadas.
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