Los senegaleses sin papeles deportados de España en vuelos que se repiten cada dos meses intentan recomenzar sus vidas entre la humillación y la frustración por los años perdidos
Hace sólo dos meses, Saliou Niabaly vivía con su novia Maite en un piso de alquiler de Valdesparteras (Zaragoza), se buscaba la vida como podía para salir adelante y cada dos domingos se permitía el pequeño lujo de ir al estadio de La Romareda a ver a su equipo del alma. Llevaba dieciocho años, media vida, entre Portugal y España, subido al andamio, trabajando en el campo, apretando tornillos en una fábrica. Hoy está escondido en un apartamento de Grand Yoff, en Dakar, una ciudad que ya no conoce y que no siente como suya, porque le da vergüenza volver a la casa familiar. El pasado 27 de marzo le ataron las manos, lo subieron a un avión y lo expulsaron a Senegal. Lo arrancaron de cuajo. No tenía trabajo, no tenía un papel.
La pesadilla empezó el pasado 26 de febrero. Saliou se había quedado esa noche en casa de su hermano Kramo en Zaragoza. Al día siguiente, ambos estaban en el parque Bruil charlando cuando pasaron por allí dos policías. Le pidieron la documentación y, al no tener permiso de residencia, lo esposaron y lo metieron en un calabozo. Dos días después ya estaba en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche, en Madrid. Y, como no le habían quitado lo suficiente, quisieron quitarle hasta el nombre. Saliou se convirtió en el interno 0439. "Aquello fue un infierno. Había muchísima gente, yo estaba en una celda con cinco cameruneses. La comida era horrible y si tardabas más de tres minutos en el baño te dejaban encerrado. Y encima no podías quejarte", asegura.
Le dijo a su novia que no viniera a verlo. "No quería que entrara en este agujero terrible". Saliou y Maite se habían conocido en 2004 y desde hace tres años vivían juntos. "Queríamos casarnos, pero no acababan de llegar los papeles que tenían que mandarme desde Senegal". El jueves 27 de marzo, dos policías entraron en su celda. "¿Eres el 0439?", le preguntaron. "Sí", contestó él. Y le dieron "el billete", como lo llaman los internos. Ante su incredulidad, el agente se lo aclaró. "Te vamos a llevar a tu puto país", recuerda Saliou que le dijo. Y todo ese miedo acumulado, esa incertidumbre de lo que iba a pasar, la sensación de sentirse tratado como un objeto, se convirtió de repente en la certeza de que solo en unas horas iba a ser expulsado.
"Me parece que estoy viviendo un sueño horrible, que voy a despertar y que todo habrá acabado", dice, entre lágrimas. Es el más pequeño de doce hermanos y cuando en 1996 viajó a Lisboa con su grupo de música decidió quedarse. Tenía entonces 23 años y "trabajaba en la construcción, tocaba el yembé, salía adelante como todo el mundo". En el 2000 aterrizó por primera vez en Zaragoza, donde vivía uno de sus hermanos, llamado Kramo. Después de trabajar aquí y allá, un empresario lo reclutó para trabajar en el campo con la promesa de hacerle un contrato para poder conseguir los ansiados papeles. Pero no cumplió. Sus problemas con la Seguridad Social le impidieron hacerlo.
Los conocidos como vuelos macro, con destino a Senegal, son la puerta de atrás por la que cada año se ha expulsado secretamente a miles de personas de España
Le metieron en una furgoneta de la Guardia Civil. "Cada uno íbamos en una jaula individual. Del CIE fuimos al aeropuerto, a un lugar apartado. Éramos más de sesenta senegaleses y había dos policías por cada uno de nosotros, un avión enorme", recuerda. Tras cuatro horas de vuelo, a su llegada a Dakar, le quitaron las esposas de plástico y le dieron treinta euros. "Allí estaba yo, a la salida del aeropuerto, sin saber qué hacer. Pasé la noche en la calle y al día siguiente reuní fuerzas para llamar a mi hermano Sanko, que vino a buscarme y me llevó a casa de un amigo suyo. No quería que la gente se enterara de que había vuelto así, me escondieron".
En ese mismo vuelo viajaba Alioune Diop, de 29 años. "Tengo grabado en la cabeza el nombre del juez que firmó mi orden de expulsión", dice, "ha destrozado mi vida y la de mi novia. Él está ahora sentado con su familia y no siente, no puede sentirlo, el dolor que nos está haciendo pasar. Eso hay que vivirlo para saberlo". En 2006, con 21 años, Alioune se jugó la vida en un cayuco para llegar a Canarias, vio morir a uno de sus compañeros de viaje y cuando llegó al sur de Tenerife besó el suelo que pisaba. España, por fin. Tras cuarenta días, la Cruz Roja lo acogió en Valladolid y de allí se trasladó a Granada, donde vivía su tío Assane Fall.
Hasta el año 2010, Alioune trabajó vendiendo recuerdos en una pequeña tienda de Sierra Nevada, alojado por una familia española, pero sin papeles era un riesgo para ellos. Así que se fue a vivir con unos amigos, juntando unos pocos euros como pintor y jardinero. Hasta que en 2012 se fijó en Concepción, una joven gitana que paseaba cada día con sus dos tías. Y ella en él. Empezaron a salir a escondidas de sus padres hasta que un día reunió fuerzas para irles a pedir su mano. Al principio, la sorpresa. Pero acabaron aceptándolo. "Desde ese momento yo me convertí en el marido de la Chon y ella en mi mujer. Nos fuimos a vivir juntos, de eso hace un año ya, sólo nos faltaba la cita del juez para casarnos con papeles".
Pero la cita no llegó. El pasado 13 de marzo, Alioune estaba hablando con un amigo español en la puerta de su casa, en el barrio granadino de Almanjáyar, cuando un coche policial pasó por allí. "Aparcaron a diez metros, yo me quedé tranquilo, no estaba haciendo nada malo y si corres es peor", explica, "como no tenía papeles me esposaron delante de mi mujer, que había bajado al oír las voces, y me metieron en el coche". De allí al calabozo y al CIE de Aluche, donde le asignaron el número 521. "Pasábamos frío en el módulo, se lo dije a un policía y me respondió que él también estaba jodido por estar allí. Nos trataban mal. La comida no la puedes imaginar".
Además de las visitas de las asociaciones de apoyo como Pueblos Unidos, el único consuelo para Alioune eran las cartas que le mandabaChon. "Cuando te vi por primera vez sólo eras un grano de arroz negro, ahora en mi corazón hay una montaña de lo que te quiero. Esta casa sin tí no tiene sentido", le escribía. Pero el día 27 llegó el mazazo. Él también iba en aquel avión. Lo esposaron, lo subieron al furgón y lo trasladaron al aeropuerto. "Empecé a protestar y me apartaron de los demás", recuerda. Al día siguiente de su llegada a Dakar cogió un taxi colectivo para Touba, donde vive su familia. "Me recibieron bien, yo los he ayudado todos estos años y ahora han compartido esta desgracia conmigo. Estoy viviendo un calvario, mi familia de aquí depende de mí, soy el mayor y tengo que ayudarles, pero mi familia de España está destrozada".
El vuelo del pasado 27 de marzo Madrid-Dakar en el que fueron expulsados Saliou y Alioune es sólo el último de una larga serie. Conocidos como vuelos macro, se han intensificado en los últimos años y se producen, con destino a Senegal, cada dos meses aproximadamente. Son la auténtica puerta de atrás por la que cada año y en medio de un gran secreto se ha expulsado a miles de personas de España y que cuesta unos 20 millones de euros anuales al erario público (21,5 en 2011, 17,4 en 2012). Existe una gran opacidad en torno a los mismos, aunque se sabe que se llevan a cabo a través de compañías como Air Europa y Swiftair. No sólo van a Senegal, también hay vuelos a Nigeria, Marruecos e incluso a Colombia y Ecuador. Los colectivos de apoyo a los inmigrantes han detectado que en las semanas previas a estos vuelos se intensifican los controles de identidad orientados por el color de la piel o los rasgos físicos. Y que incluso se engaña a los inmigrantes sin papeles para "atraerlos" hacia las comisarías.
Esto fue lo que le ocurrió a Ndiaga Ndiaye. Me recibe en la casa de su hermano en el barrio de Parcelles Assainiés de la capital senegalesa, donde las calles se confunden con la arena de la playa. Con sólo 14 años empezó a trabajar de carpintero en Pikine. "Mis padres eran muy pobres y ya sabes, en Senegal las cosas son al contrario que en tu país, aquí son los hijos quienes ayudan a los padres", asegura en un perfecto español. Pero como aprendiz no ganaba nada, así que en el año 2000 decidió ir a trabajar al campo. "Quería montar mi propio taller". Sin embargo, la suerte y las lluvias no le acompañaron y hasta su novia, Astou, decidió dejarle y casarse con otro. Regresó a Dakar, aguantó como pudo unos años más malviviendo con el miserable sueldo que obtenía por trabajar en una tienda y estudiando Informática y, en 2009, dijo ya no puedo más. "Nada de lo que había intentado funcionó, así que pensé que tocaba intentar la emigración".
En Dakar proliferan los conseguidores profesionales. Tanto te arreglan un trámite en comisaría como te consiguen un permiso para entrar en Europa. Ndiaga le pidió 3.000 euros a un buen amigo al que la vida sí sonrió y "compró" su acceso a España. El 23 de abril de 2009 aterrizaba en Barajas con un visado de turista de tres meses. Pero la capital no era lugar seguro para un vendedor callejero, negro y sin papeles, así que puso rumbo a Cáceres. "En Navalmoral de la Mata tenía un tío y un primo, Serigne y Papa Dieng, que vendían en los mercadillos. Empecé a trabajar con ellos, ganaba para sobrevivir y mandar dinero a mi familia hasta que me pude comprar un coche propio. Vendía cosas de chinos por los pueblos".
Un día, el 5 de agosto de 2013, Ndiaye volvía a casa desde El Puente del Arzobispo, una pequeña localidad toledana, con el coche cargado de pulseras, cinturones, juguetes y calcetines. La Guardia Civil le para y le pide los papeles, que no tenía. Entonces le quitan el carné de conducir senegalés y le dicen que al día siguiente pase por el cuartelillo de Navalmoral con el pasaporte para fotocopiarlo y que allí le devolverían el permiso de conducir. Pero era mentira. "Confié en ellos, me dijeron que podría ir tranquilo, que no me iba a pasar nada. Pero me esposaron y me llevaron a un calabozo en Cáceres. Pedí un abogado, pensaba que me soltarían, pero tras un juicio rápido me trasladaron al CIE de Aluche".
Ndiaga define el lugar como "un infierno, sobre todo si no has hecho nada malo. Entiendo que si has robado o matado a alguien te castiguen, pero yo no había hecho nada. Cada día te preguntas en qué te has equivocado para merecer eso y te preguntas cuándo acabará el suplicio". Le asignaron el número 1778 y pasó 55 días yendo de la celda al patio y del patio a la celda. Hasta que el 26 de septiembre, "nunca me olvidaré", fueron a por él. "Me sentía decepcionado, muy triste, pensaba en todos esos años perdidos en España porque ahora tenía que volver con las manos vacías, ni siquiera ropa me pude llevar. Al final no conseguí nada de lo que quería".
Su hermano pequeño, que regenta una pequeña tienda en el barrio de Parcelles, le ha dejado una habitación, pero el trabajo escasea. "Ya no conozco tanta gente como antes por aquí, es difícil encontrar faena. No entiendo cómo se puede expulsar así a una persona, es muy injusto. Y al Gobierno de Senegal tampoco le importan sus ciudadanos, sólo le interesa ingresar dinero, tendrían que pensar en la gente como si fueran sus hijos, pero nos venden". El sueño de Ndiaga Ndiaye es conseguir los 2.500 euros que necesita para montar una tienda de venta y reparación de ordenadores y teléfonos móviles. Mientras, va haciendo lo que puede. Y se devana los sesos pensando en volver.
Talla Fall, de Mbour, al que todos conocen como Mor, fue expulsado el 19 de noviembre del año pasado. "Mucha gente se había ido a España y luego volvían como jefes. Tenían casas grandes, coches, una mujer guapa. Yo también quería", dice. Así que se subió a un cayuco y, tras una breve estancia en Canarias, logró llegar a la casa de un amigo de su padre en Oviedo. Aquello fue en 2006. Pero este mantero que vendía CD por las calles, repartía publicidad o trabajaba en la construcción o en las ferias de los pueblos está ahora en Senegal. "Me esposaron como a un animal, como a un asesino. Yo sólo quería trabajar y ganarme la vida", explica.
Abdoulaye Ndiaye, que vivió cinco años en Granada, Sené Massiga, nada menos que 26 años en España, Lamine Weye, Abdoulaye Sow, de Tambacounda, detenido en Barcelona durante una manifestación, Moustapha Diouf, de Thiaroye sur Mer, repatriado dos veces... La lista podría ser interminable. Algunos de los ocupantes de esos vuelos macro tienen hijos y mujer en España, otros están a la espera de un papel para casarse, la mayoría llevan más de cinco años en nuestro país y casi todos se han quedado sin trabajo por culpa de la recesión económica. Vuelven a Senegal con las manos vacías, apenas con la ropa que llevan puesta, y nadie les ayuda luego. Son el eslabón más débil de la cadena. Pero también una herida abierta entre ambos países. Desde que en 2006, en medio de la llamada crisis de los cayucos en Canarias, los gobiernos de España y Senegal alcanzaron un acuerdo de repatriación, la herida no ha dejado de abrirse más y más.
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