Tras el estallido de violencia del pasado fin de semana en Guerrero, estado del sur de México, decenas estudiantes de magisterio llevan desaparecidos 72 horas
La pequeña localidad de Iguala, en el convulso estado de Guerrero, lleva cuatro días sin ver el sol. El estallido de violencia que este fin de semana ensombreció la ciudad y que acabó con seis muertes y 17 heridos sigue deparando amargas sorpresas: la última ha sido la desaparición de decenas de estudiantes de magisterio, los llamados normalistas, que fueron blanco de los ataques armados de agentes municipales, comandos parapoliciales y muy posiblemente también sicarios. Aunque se sospecha que la mayoría permanecen escondidos por miedo a la represión policial, la falta de datos y, sobre todo, la incapacidad de las autoridades para encontrarles ha alentado los peores escenarios. La movilización emprendida por sus compañeros, padres y profesores ha permitido dar con algunos, y de los 58 desaparecidos iniciales, anoche, al cierre de esta edición, quedaban aún unos 40 por encontrar. "Una de las estrategias es dispersarse y no quedar en grupo. No es la primera vez que sucede un caso de esta naturaleza. Tenemos fe en que sea esto lo que está pasando”, señaló el presidente de la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos de Guerrero, Ramón Navarrete. El Gobierno estatal, en un gesto que evidencia su desesperación, ha pedido ayuda a la población para que aporte pistas. Nadie habla aún de muertes, pero los carteles con los rostros de los desaparecidos auguran una nuevo capítulo negro en México. Veintidós agentes municipales han sido detenidos por los crímenes.
La ferocidad de los ataque de Iguala (130.000 habitantes) ha superado los patrones habituales del enfrentamiento entre la policía y los normalistas. La historia de este pulso data de años y está plagada de sucesos oscuros; el último ocurrió el 12 de diciembre de 2011, cuando dos estudiantes fueron asesinados en la autopista del Sol. El caso nunca se esclareció, pero los dedos de sus compañeros apuntaron a las autoridades locales.
El pasado fin de semana, esta tensión, por motivos que se desconocen, se disparó. El viernes, terminadas las clases, los normalistas de la escuelas de magisterio de Ayotzinapa, donde viven en régimen de internado, habían acudido a Iguala a recaudar fondos, el denominado boteo. Estos estudiantes, fuertemente ideologizados y que en ocasiones actúan armados con barras y palos, se han constituido en un pequeño poder autónomo dentro de un estado salvaje como es Guerrero, considerado el más peligroso de México junto con Tamaulipas. Sobre las nueve de la noche, se dirigieron a la central de autobuses. Allí tomaron varios vehículos. “Lo hacen a menudo, y los conductores lo saben; como no tienen dinero, esperan a que los transportes se queden sin viajeros y piden que les lleven hasta su destino”, cuenta un vecino de Iguala. El objetivo era viajar hasta la escuela de Ayotzinapa. Algunas versiones sostienen que allí pensaban retener los autobuses para acudir con ellos a la Ciudad de México el próximo jueves y participar en los actos en memoria de la matanzaestudiantil de Tlatelolco de 1968. “Ni hubo rapto ni amenazas; habíamos hablado con los chóferes de los autobuses y accedieron a hacernos el favor de llevarnos a la escuela normal”, explicó un estudiante a los medios locales.
Al salir los vehículos, llegó la policía municipal. El intento por cerrarles el paso acabó a balazos. Pero los estudiantes lograron superar el cerco. Por poco tiempo. A escasos kilómetros, en la avenida del Periférico Norte, fueron interceptados nuevamente. En esta ocasión, el tiroteo fue brutal. En el ataque participaron policías municipales y también, según han revelado grabaciones en poder de la procuraduría, grupos de civiles. Dos normalistas murieron; otros cinco resultaron heridos graves.
Los estudiantes, aterrorizados, huyeron por la ciudad. Decenas de ellos aún no han aparecido. Pero la noche de terror aún no había terminado. De madrugada, un autobús que transportaba a un equipo de fútbol de Tercera División, Los Avispones de Chilpancingo, fue asaltado en una carretera federal. Los atacantes eran hombres encapuchados, posiblemente vinculados al narco. Murieron un menor futbolista, el conductor del autobús y una mujer que viajaba en taxi. Aunque se especula que la agresión se debió a que el transporte fue confundido con uno de los vehículos tomados por los normalistas, las causas de este asalto aún no han sido aclaradas. Para rematar esta efusión de violencia, en la misma avenida Periférico Norte donde se registró el ametrallamiento de los estudiantes, fue hallado por la mañana un cadáver desollado y con las cuencas de los ojos vacías. El lunes fue identificado como un normalista. El tercer estudiante asesinado.
El pánico desatado por estas muertes convirtió Iguala en una ciudad vacía. Comercios y bares cerraron sus puertas. El espanto de los asesinatos movilizó a las autoridades. Durante el fin de semana, la localidad fue tomada por fuerzas estatales. La Comisión de Defensa de Derechos Humanos envió a 10 visitadores para esclarecer lo ocurrido. El presidente Peña Nieto pidió el martes al Gobierno de Guerrero que asuma la responsabilidad de la violencia que se vive en la zona. "El Gobierno federal no puede sustituir las responsabilidades que tienen los gobiernos estatales", señaló, y añadió que los tiroteos en Iguala son un "hecho lamentable" que merecen una investigación profunda.
A 300 policías se les requisaron las armas para determinar su responsabilidad en los hechos. Finalmente, 22 fueron detenidos y enviados a Acapulco ante la posibilidad de hubiese un intento de liberarles. Cientos de padres y compañeros de los estudiantes han salido a la calle para exigir el esclarecimiento de los hechos y la reaparición “con vida” de los normalistas desaparecidos. El alcalde de Iguala, José Luis Abarca, sobre quien recae el peso político de la barbarie sufrida por los estudiantes se ha negado a dimitir y en un ejercicio de cinismo ha asegurado que esa noche “no oyó nada”. La procuraduría investiga su participación. El PRD, su partido, ha pedido que presente su dimisión.
Esta oleada de violencia se desata en un momento especialmente sensible en México. La matanza de 22 supuestos narcos a manos de militares en Tlatlaya, en una zona próxima al estado de Guerrero, ha puesto a México en el punto de mira de las organizaciones humanitarias. Aunque ocho militares han sido detenidos por la sangría, los relatos de abusos policiales y ejecuciones extrajudiciales son extremadamente frecuentes y en su mayoría, como ha alertado el relator de la ONU Christof Heyns, quedan impunes.
JAN MARTÍNEZ AHRENS México
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