La dinámica migratoria en Estados Unidos ha generado una inmensa categoría inferior de ciudadanos: los sin papeles
Qué haría usted si solo conociera a su familia por fotografías o llamadas telefónicas infrecuentes? ¿Qué haría si supiera que sus hermanos, abuelos, primos y a veces hasta sus padres están ahí, a solo una hora de vuelo, esperando? ¿Podría vivir preguntándose cómo es la tierra donde nació, sus costumbres, sus olores, el color de su cielo? ¿Podría tolerar no conocer su origen, su tierra y a los suyos? Para la gran mayoría, estas son preguntas impensables. Pero no para los 11 millones de indocumentados que viven en Estados Unidos, quienes no pueden volver con libertad a su país natal. O, mejor dicho: pueden volver, pero solo para quedarse allá: el retorno a este, su país adoptivo, es imposible.
De ahí la esencia de la tragedia de los indocumentados en Estados Unidos. La dinámica migratoria en este país ha generado una inmensa categoría inferior de estadounidenses: ciudadanos sin papeles. Más que nunca, la frontera divide familias. Por desgracia, durante la presidencia de Barack Obama, el drama no ha hecho sino complicarse. Considere el lector algunas cifras. Se calcula que las más de 400.000 deportaciones han afectado al menos a un millón de familias. De acuerdo con algunos estudios, uno de cada cuatro hispanos en Estados Unidos ha sufrido las consecuencias de una deportación, ya sea en carne propia o a través de la experiencia de un familiar. De ese tamaño es la crisis moral.
De la larga lista de afectados, quizá los que han conmovido más a la opinión pública sean los llamados soñadores, jóvenes traídos a Estados Unidos de pequeños y que han hecho aquí una vida: ciudadanos en toda la extensión del término, salvo por un par de documentos oficiales. Es aquí donde han hecho una vida, donde han aprendido el idioma y las costumbres, donde han desarrollado afectos y han estudiado, donde han tenido descendencia. Es la única patria que conocen, aunque las leyes de esta país no encuentren una manera para reconocerlos. Lossoñadores han encabezado la lucha pública por la reforma migratoria. Han hecho de todo, desde marchar por todo el país, formar grupos de cabildeo informal (pero muy eficaz) o presionar directamente en el Capitolio a los legisladores. Si la reforma migratoria finalmente se aprueba, le deberá mucho a estos casi adolescentes que lo han arriesgado todo.
En los últimos días, un grupo de ocho soñadores dio un paso más, organizando una peculiar protesta que debería recibir toda la atención no solo de Washington sino también del Gobierno mexicano. A manera de desafío a las leyes de migración estadounidenses, tres de los jóvenes viajaron a México (donde se encontraron con otros cinco soñadores que habían sido deportados) a sabiendas de que regresar a Estados Unidos sería poco menos que imposible. A juzgar por los testimonios publicados en Internet, la experiencia ha sido difícil pero también conmovedora. El viaje les permitió conocer la tierra donde nacieron y a los muchos familiares que sólo habían visto en imágenes y sonidos distantes. “Todavía no puedo creer que estoy aquí”, dice Lulu Martínez desde la ciudad de México, el lugar que dejó hace 20 años en brazos de sus padres. “Sé que muchos dirán que estoy loca por venir a México, pero me parece aún más loco que tuve que esperar 15 años para conocer a mi familia”, explica Lizbeth Mateo, quien ha vivido en Los Ángeles toda su vida y en estos días volvió a Oaxaca. Para desgracia de este grupo de ocho soñadores, el desenlace ha sido el previsible. Cuando los tres que habían viajado a México originalmente intentaron cruzar la frontera y reingresar a Estados Unidos, fueron detenidos de inmediato. Hasta la noche del martes, estaban aún bajo custodia de las autoridades estadounidenses.
La imagen de un grupo de jóvenes cautivos en la frontera que divide su país natal de su país adoptivo debería ser incentivo suficiente para que los legisladores (en su mayoría republicanos) que se niegan a respaldar un camino hacia la legalización de los indocumentados se dejen de dilaciones inmorales. Pero también debería ser suficiente como para que el gobierno mexicano decida actuar formalmente contra la inhumana política de deportaciones de Estados Unidos. Una cosa es atender la ley y el orden, otra muy distinta es ejercer la crueldad selectiva separando familias de gente honesta y trabajadora, decretando la existencia de una subclase de prisioneros geográficos. El gobierno mexicano haría bien en hacérselo saber a Janet Napolitano, la secretaria de Seguridad Interior estadounidense que visita México estos días, encargada directa de implementar la agresiva política de deportaciones de Barack Obama.
Los ocho soñadores de Arizona merecen la libertad de volver a casa y la legalización que les permitiría regresar a sus orígenes cuando les venga en gana. Y, como ellos, 11 millones más.
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