viernes, 11 de octubre de 2013

Nota Editorial El Paìs de Madrid

Sonámbulos

Las muertes en Lampedusa son el resultado de políticas adoptadas con la aprobación de un sector muy amplio de nuestras sociedades



Si por tragedia entendemos un desastre derivado de la mala fortuna, Lampedusa no es tal. Los naturales sentimientos de indignación o vergüenza no pueden servir para ocultar que esas muertes son el resultado lógico de unas decisiones políticas adoptadas a plena luz del día y, digámoslo claramente, con la aprobación tácita o expresa de un sector muy amplio de nuestras sociedades. Su consecuencia última ha sido la sustitución de las políticas de inmigración, entendidas en sentido amplio, por otro tipo de políticas, exclusiva y obsesivamente centradas en el control de fronteras.
Una política de inmigración que mereciera tal nombre debería incluir una serie de estrategias y acciones destinadas a tratar con el fenómeno migratorio de forma integral. Debería incluir acciones en el ámbito global, desde la promoción de la democracia y los derechos humanos a la preocupación por el mejor funcionamiento de las instituciones multilaterales encargadas de gestionar la gobernanza global, pues solo en el seno de dichas instituciones podrán países emisores y receptores encontrar soluciones justas y equitativas. También debería incluir acciones preventivas en el ámbito de la diplomacia y la seguridad, destinadas a contener los conflictos antes de que se desbordaran, y contar con instrumentos destinados a paliar las consecuencias de esos conflictos, desde la ayuda de emergencia a la facilitación del asilo político pasando por el apoyo a los refugiados, el retorno de los desplazados o la reconstrucción de las sociedades en conflicto. Por último, una política migratoria que mereciera tal nombre debiera tener la capacidad de incidir sobre políticas clave, desde la promoción del comercio y las inversiones a la política de ayuda al desarrollo. Incluso con todas estas medidas en marcha, nuestras sociedades todavía tendrían por delante una gran tarea que hacer: las políticas de integración, de las que tan poco hablamos, no son solo la otra cara de la moneda de la política migratoria, sino un marcador esencial para averiguar la salud democrática de un país, la tolerancia de sus ciudadanos con la diversidad y su capacidad de lograr un crecimiento económico sostenible.
El problema es que, refugiados en la frustración que nuestra propia crisis nos genera, tenemos poco, y cada vez menos, de todo esto. Frente al fracaso de las políticas de inmigración e integración, no podemos menos que destacar el éxito del control de fronteras: consigue capturar y devolver a un gran número de los que logran llegar, disuade a bastantes de los que pretenden venir y, en paralelo, logra expulsar a un buen número de los que ya están aquí. Claro que esa política, recurriendo al eufemismo al uso en el lenguaje bélico, conlleva algunos “daños colaterales”: las muertes de los inmigrantes que pretenden llegar a nuestras fronteras, pero no lo logran; la frustración vital de los que languidecen en los centros de detención o caen víctimas de las redes mafiosas, y la marginalidad y precariedad en la que tienen que vivir aquellos que se quedan entre nosotros, privados del acceso al trabajo, la educación y, últimamente, también de la salud.
Hubo una vez no hace mucho en la que, en un podio situado enfrente del muro de Berlín y, como buen actor que era, con la mirada desafiante, Ronald Reagan alzó la voz y lanzó aquella frase que le haría famoso: “Señor Gorbachov: ¡derribe ese Muro!”. Impensablemente, ese Muró cayó dos años después y abrió el paso al momento más mágico de la Europa contemporánea: el del reencuentro y la reconciliación. Ahora, dos décadas después, los europeos nos hemos acostumbrado a vivir detrás de un muro, el que hemos construido para defendernos de los pobres, refugiados o víctimas que intentan venir a Europa. Al otro lado hay gente que nos pide a gritos que lo derribemos, pero nos encogemos de hombros. Cierto que, como suponemos que les pasa a los estadounidenses de bien cuando toman conciencia de la desproporción de su sistema penitenciario, en nuestro fuero interno sabemos que hay algo profundamente erróneo en este sistema que lo fía todo al control de fronteras y la represión policial. Pero como todas las alternativas nos parecen peores (¿abrir las fronteras sin más?) o inalcanzables a corto plazo (¿una Unión Europea a la vez eficaz y solidaria con sus vecinos?), procuramos no pensar mucho en ello. Así, sin apenas darnos cuenta, como sonámbulos, los europeos hemos dejado que nuestro Viejo Continente pase de vivir confiado en su futuro y orgulloso de sus valores a convertirse en un lugar donde las identidades nacionales, planteadas en términos excluyentes y defensivos, han resurgido con una notable fuerza. Como resultado, la xenofobia y la cerrazón se presentan a las elecciones, colonizan las instituciones y modifican las leyes para excluir, expulsar o disuadir a los inmigrantes. ¿Qué es peor, la crisis económica o la de nuestros valores?

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