Padres de niños transexuales, en lugar de ignorar su identidad sexual como era habitual en el pasado, ayudan a sus hijos para que sea respetada
Ángela recuerda con pesar aquellas navidades, una tras otra, en las que los Reyes Magos cumplían escrupulosamente con las peticiones de sus dos hermanos, pero desatendían las suyas. Ni el maletín de la señorita Pepis, ni la muñeca sin pelo, ni la de la melena rubia. Al lado de sus zapatos apareció un año una espada de romano; otro, un futbolín; otro, la equipación del Athletic de Bilbao. La hija de M. no ha cumplido cinco años, pero ya el pasado consiguió por primera vez que los Reyes no le dejaran coches y camiones como otras veces sino la muñeca, el carro y la cocina que había puesto en su carta. “Ahí ya le noté el cambio, estaba loca de alegría”, recuerda su madre, que en los meses previos había convencido a la familia para que no le regalaran “cosas típicas de niño”.
Entre las frustrantes navidades de Ángela y las felices de la hija de M. han pasado más de 35 años. Las dos nacieron con genitales masculinos, pero en circunstancias muy distintas. A Ángela le llovían los gritos cuando se ponía la ropa de su hermana y la hija de M. le da las gracias a sus padres cada vez que le compran un vestido o unas horquillas para el pelo. Ángela tuvo que vestir uniforme masculino hasta los 17 años y la hija de M. es una alumna más de su clase de tercero de Infantil en un colegio concertado religioso de un pueblo del cinturón metropolitano de Sevilla. Ángela se fue de casa con 19 años para poder vivir como una mujer y M. ha hablado con los profesores y los padres del colegio de su hija para pedirles que la llamaran por su nombre femenino, le dejaran vestir el uniforme de niña y utilizar el baño de las chicas.
La petición conjunta de una docena de padres y madres de Andalucíapara que los centros escolares respeten la identidad de género de sus hijos transexuales ha sacado a la luz la lucha que mantienen decenas de familias para que sus niños puedan vivir de acuerdo al sexo con el que se identifican. Un apoyo del que no disfrutan todos los menores que pasan todavía por esta situación y que no tuvo casi ninguno de los que hoy son transexuales adultos. “Ahora veo a los niños, cómo les ayudan sus padres, lo felices que son, y me da mucha envidia, pero también esperanza”, admite Marco Arias, de 34 años. “Nosotros hemos tenido que hacer casi todos la transición fuera de tiempo y fuera del entorno familiar”.
La “transición” es ese momento en el que los transexuales dejan atrás socialmente el papel masculino o femenino en el que se han visto obligados a vivir hasta entonces. Marco la hizo con 30 años, no solo por falta de apoyo familiar sino porque ni él mismo sabía que el rechazo que sentía hacia su cuerpo femenino y la conciencia clara de que era un hombre tenía un diagnóstico: transexualidad. “Es que yo no conocía qué era eso. Llevaba toda la vida sintiéndome un hombre, pero no sabía qué me pasaba”, dice.
Hasta 2009 la de Marco fue “una vida infeliz”. Se crió en un municipio de más de 40.000 habitantes de la provincia de Cádiz en el que las vecinas le decían a su madre que la niña le había salido “muy marimacho”. Iba a un colegio católico femenino y pasó por varios psicólogos, pero no porque la familia pensara que podía tener un problema de identidad de género sino porque sacaba malas notas y tenía un carácter “difícil”, un rasgo muy habitual en los menores transexuales antes de hacer la transición.
Hace cinco años conoció a varios transexuales en un viaje a Barcelona y, a partir de ahí, fue poniendo en orden su vida. Su familia se negó a ayudarle y contactó con la Asociación de Transexuales de Andalucía Silvia Rivera (Ata), donde encontró información, apoyo y referentes. “Fue mi nacimiento. Si no es por ellos no sé qué hubiera pasado”, admite.
En Ata coinciden hoy adultos con 30, 40 o 50 años que buscan el apoyo que no han encontrado en su familia y padres de niños que quieren ayudar a sus hijos transexuales pero no saben cómo hacerlo. “Yo he notado una gran apertura en la sociedad. Cada vez hay más información y también un amor y una defensa de la libertad y los derechos del hijo que antes no existían”, cuenta Mar Cambrollé, que en 2007 fundó la asociación andaluza con un grupo de mujeres transexuales.
Ella, como muchas de sus compañeras, tuvo que irse de casa siendo adolescente. “En los años setenta estábamos condenadas a salir de casa, con lo que eso conlleva de desarraigo familiar, abandono de los estudios y que, en muchísimos casos, hubiera que recurrir a la prostitución para sobrevivir”, cuenta. Ata nació pensada para los transexuales adultos, pero poco a poco fueron aumentando los casos de familias que llamaban buscando ayuda tras peregrinar por psicólogos, pediatras y unidades de salud mental. La asociación andaluza acabó creando un área de familia y menores de la que, hace unos meses, surgió la Asociación Estatal de Familias de Menores Transexuales (Chrysallis), que hoy reúne a alrededor de 55 familias de toda España.
“El principal problema aquí es que no sabes por dónde empezar”, cuenta G., madre de un niño de nueve años nacido con genitales femeninos. Todavía se le entrecorta la voz cuando recuerda una conversación que mantuvo con su hijo cuando tenía siete años. “Mamá, yo no sé si tu y papá me vais a seguir queriendo, pero es que soy un niño, no una niña”, le confesó el pequeño. “Muy bien, yo ya lo sabía”, respondió G., que para entonces había asumido que el rechazo que sentía su niña hacia su cuerpo femenino no era un capricho pasajero. En la misma conversación, el niño le contó que se había enamorado de una niña llamada Rosario. “Me eché a llorar por lo fuerte y valiente que había sido”, recuerda G., que a partir de ese día se propuso acompañar a su hijo para intentar allanarle el camino.
No ha sido fácil. El pequeño, que vive en un municipio costero de Málaga, acaba de cambiar de colegio después de “un infierno” de dos años en su anterior centro, en el que tuvo que soportar “auténticas burradas”, lamenta la madre. “Los profesores se reían y el niño no tenía amigos. Yo me acercaba de vez en cuando a la hora del recreo y lo veía temblando, solo, sentado en un escalón”, recuerda G., que ha denunciado ante los tribunales el trato que recibió su hijo en aquel centro.
En el nuevo colegio el niño ha empezado una nueva vida en la que solo los profesores saben que es transexual. La orientadora le ha propuesto explicárselo a los demás niños, pero el pequeño prefiere esperar. “Lo ha pasado tan mal que aunque ahora es feliz no se siente seguro”, explica la madre. “Me dice que quiere contarlo, pero cuando todos le conozcan y le quieran tal como es”.
El miedo a la reacción de los compañeros del colegio es la razón fundamental que arguye el obispado de Málaga para negarse a respetar la identidad de género de una niña de seis años que estudia en un colegio concertado gestionado por una fundación diocesana. Pero los profesionales que trabajan con menores transexuales y las familias de los niños aseguran que los pequeños suelen ser los que aceptan la transición de una manera más natural. “Los niños tienen menos prejuicios que los adultos. Si se ríen casi siempre es porque lo ven en sus mayores. Hay casos de bullying transfóbico en los que, cuando escarbas, ves que es por información que escuchan de los adultos”, señala la psicóloga Maribel García, directora de Artea, un centro sevillano de psicología y sexología acostumbrado a tratar a menores transexuales y sus familias.
V. escuchó hace un año una conversación entre su hijo mayor, de 11 años, y un amigo al que no veía hace tiempo. “¿Pero tú no tenías dos hermanos?”, le preguntó el amigo al verle con un hermano y una hermana. “Sí, pero es que al final ella era una niña”, respondió el chico. “Ah, claro”, contestó el amigo. “Y siguieron con sus juegos”, recuerda V. Su hija, una niña transexual de nueve años, va a clase desde hace tres como una alumna más en un colegio público de un municipio del sur de Madrid. “Hablamos con el colegio y no ha habido problema. Problemas había antes, cuando la niña tenía que entrar al baño de los chicos y los compañeros le decían que qué hacía allí, que ella era una niña”, recuerda la madre.
Cuando se le pregunta a Carolina Ferrer, de 54 años, qué piensa al ver a estas familias desviviéndose hoy por sus hijos transexuales, responde con un lamento: “¡Cuánto me hubiera gustado estar en sus zapatos!”. Carolina tiene 54 años y hace solo dos que reunió fuerzas para decirle a su madre que es una mujer. A su padre no se lo ha dicho todavía. “No quiero decírselo. A lo mejor lo entiende, pero es mayor y me da miedo que no sea muy bueno para su salud”, asume. Carolina nació en Santiago de Compostela, aunque ha vivido entre Puerto Rico, de donde es natural su padre, y Sevilla, donde vive su madre.
“Yo sabía que era una mujer, pero lo ocultaba porque era consciente de los problemas que me iba a traer. No he sido muy feliz, siempre en una burbuja, aislada, sin amigos”, cuenta. De la capital andaluza se fue a principios de los ochenta para evitar hacer el servicio militar, pero volvió en 1999 dispuesta a vivir como mujer. Y, poco a poco, lo ha logrado. “Mi madre lo va aceptando. Era muy reticente, pero ya lo tiene asumido al 99%. Me llama ya por mi nombre”, dice con orgullo.
En esa delicada fase de limar asperezas con la familia sigue sumida Yara Goreira, de 27 años. Se fue de casa con 15 para poder vivir en femenino y a los 17 decidió dejar también atrás su país. “En Brasil no tenía referentes. Necesitaba libertad, realizarme lejos de la gente que me conocía”, cuenta. Hoy ha conseguido vivir como quería, pero le falta un paso que para los transexuales es fundamental: cambiar el nombre en el DNI o el pasaporte.
La Ley de Identidad de Género permite, desde 2007, a este colectivo cambiar el nombre y el sexo en el DNI sin necesidad de someterse a una operación genital y sin procedimiento judicial, pero los inmigrantes no nacionalizados tienen que hacerlo en su país. “En Brasil es muy difícil cambiarlo, como aquí hace años”, explica Yara, que reivindica que la futura ley de transexualidad andaluza contemple una tarjeta identificativa con un nombre acorde con la identidad de género mientras dura el proceso de cambio de la documentación oficial y al margen de su nacionalidad.
La ley de transexualidad del País Vasco, aprobada en 2012, regula la existencia de un documento similar. Junto con la de Navarra, en vigor desde 2009, son las únicas aprobadas hasta ahora en España. El PSOE de Madrid registró este año en la Asamblea un proyecto de ley, pero no se ha tramitado, y el Gobierno de coalición de PSOE e IU en Andalucía se comprometió a aprobar la suya en el primer periodo de la legislatura, pero tampoco lo ha hecho. El objetivo del colectivo transexual es que las futuras normas no se inspiren en la vasca y la navarra, que regulan sobre todo la atención sanitaria, sino en la argentina, aprobada en 2012, que se convirtió en la primera del mundo en no tratar la transexualidad como una patología.
Síntomas claros de una enfermedad es también lo que, según las familias, buscan muchos psicólogos cuando se enfrentan por primera vez a un niño transexual. Los menores obligados a vivir socialmente en un género con el que no se identifican suelen mostrarse apocados, tristes, rebeldes. “Mi hija rechazaba el colegio, no avanzaba, salió del segundo año sin saber ni una letra”, cuenta M. Su niña fue a clase como un niño los dos primeros cursos de infantil y en el centro informaron a los padres de que tenía “retraso madurativo”. Este curso, el colegio dio el visto bueno para que acudiera como una alumna y su madre aún no se cree el cambio: “Está feliz, va por la letra s y lo primero que nos dice por la mañana es que nos quiere”.
REYES RINCÓN Sevilla
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