La ruta a EE UU, plagada de obstáculos y violencia, deja maltrecha a la población migrante que atraviesa México a bordo del tren
Migrantes centroamericanos cruzan el río Suchiate, en la frontera entre México y Guatemala. /ANNA SURINYACH (MSF)
Faltan unos minutos para que Byron Solares, un guatemalteco que quiere alcanzar Estados Unidos, pierda el conocimiento. Su vida está a punto de cambiar por completo. Va a bordo de La Bestia, el tren de mercancías mexicano al que cada año suben decenas de miles de migrantes centroamericanos. Perseguido por un grupo de delincuentes que pretende asaltarlo, Byron brinca de vagón en vagón, escapa del peligro deslizándose por el lomo de acero del animal, busca refugio en sus imperfecciones metálicas. En plena huida, el tren da una sacudida: se estira y se encoge. Byron se desequilibra y cae de La Bestia.
“En el impacto, se me fue tibia y peroné. Fue en 2009. Como era el día de Navidad, no había doctor de turno”, cuenta Byron, que ahora tiene 34 años. Despojado de sus pertenencias, el guatemalteco fue trasladado a su país. La memoria de aquel invierno es borrosa: estuvo 20 días en coma. El despertar fue cruel. “Al verme como estaba no quería vivir. Me operaron de la panza, de los brazos… Perdí mal la pierna porque me dejaron demasiado tarde para poderme operar, y ya me había agarrado una infección. Me dijo el doctor que si no me amputaba podía morir”.
Cuatro años y medio después, Byron volvió al camino. Su estado físico no fue un impedimento. Cruzó la frontera guatemalteca y llegó a Tapachula, ya en territorio mexicano. Fue acogido en el albergue de Jesús el Buen Pastor, donde tiene lugar esta conversación. “Esta vez me pienso quedar aquí en México”, nos dice sentado en una silla de ruedas. “Ahora espero volver a caminar pero con una parte que no es de mi cuerpo. No queda otra”. Pronto se le colocará una prótesis.
¿Vale la pena perseguir el sueño americano? Esa es la pregunta que siempre nos ronda. Un flujo anual de unas 300.000 personas, según varios estudios, entra cada año en México con el objetivo de cruzar la frontera con Estados Unidos o, en menor número, quedarse en el país azteca. La mayoría son de Honduras, El Salvador y Guatemala. No hay cálculos oficiales y por ello la magnitud del fenómeno y de la crisis humanitaria es difícil de concretar. Viajan de forma precaria, sobre todo los que se suben a La Bestia. Se encaraman al techo del tren, a la intemperie, o se colocan entre vagones, expuestos a las organizaciones criminales que planean asaltos y robos.
Mujeres y niños, los más vulnerables
Aunque el perfil tipo del migrante es varón centroamericano de entre 18 y 25 años, cada vez se ven más mujeres, familias y niños sin acompañamiento en el camino. Ellas deben sobrevivir a todo tipo de peligros. A lo largo de la ruta, pueden ser víctimas de redes de tráfico de personas, así como de agentes estatales y de elementos de organizaciones criminales que secuestran, roban, asaltan y extorsionan. Llevan tan asumido que pueden sufrir episodios de violencia sexual que algunas de ellas usan inyecciones anticonceptivas antes de partir.
En las vías de Lechería (centro de México), descansa por unos minutos la hondureña Raquel Julieth Hernandes, de 19 años. Bajo la sombra de un árbol, cuenta que dejó a su hijo con su madre y se decidió a emprender el camino hacia Estados Unidos. Nada más entrar en México, se detuvo en Tapachula, donde trabajó un tiempo como vendedora de comida. El dinero que ganó lo perdió en seguida. “Me asaltaron, me golpearon, estuve como 15 días grave”, relata. Al verla enferma, un grupo de hondureños se interesó por ella. “No me podían ni levantar, me prendí en fiebre casi como 15 días, no comía. Me golpearon, me asaltaron, me quitaron todo”, nos dice la joven, insomne y ojerosa tras varias semanas de travesía. Ahora duda entre hacer un alto o seguir hasta la frontera.
Tanto en Lechería, donde hallamos a Raquel Julieth, como en otros puntos del estado de México, es habitual ver no solo a mujeres, sino a grupos de adolescentes, algunos menores de edad, cambiándose de tren de mercancías. Se alojan en albergues o descansan apenas unas horas en las vías antes de proseguir con la ruta. Es difícil darles asistencia médica, pero en MSF intentamos hacerlo con las clínicas móviles. “El migrante tiene un objetivo claro: llegar a la frontera. Él depende de las rutas del tren. Siempre que pasa, el migrante intenta agarrarlo en marcha, a la carrera”, cuenta Juan Manuel López, que es el logista de la organización.
La cifra de menores de edad en el camino sigue creciendo. Entre los pacientes atendidos por MSF en la ruta centro-sur, un 9% son menores. “Se presentan niños acompañados de su familia, normalmente no van solos”. Esto lo sabe bien nuestro psicólogo, Miguel Gil. “Ellos lo viven bien diferente, tienen una noción del tiempo más clara que los adultos, se aprenden el camino y los lugares de memoria”, apunta. Pero eso no quiere decir que sean ajenos al sufrimiento. El camino cobra un peaje a todos, pequeños y adultos. “Solo las personas que se han subido al tren pueden conocer esa ansiedad, esa energía que se siente allá. Nada más oír el tren cómo raspa las vías es como para ponerse de los nervios. Hay trenes que hacen más de 24 horas con temperaturas altísimas o lluvias. Los migrantes vienen emocional y físicamente maltratados”, reflexiona Gil.
Violencia y desprotección legal
La polémica por la mayor presencia de menores en la ruta pone en solfa las políticas migratorias regionales, especialmente crueles con los sectores más vulnerables. Y más si se tiene en cuenta que los flujos de población siguen transformándose y cada vez responden menos al patrón clásico de la migración económica. La violencia en Centroamérica, ejercida fundamentalmente por las maras en forma de extorsiones y amenazas, está forzando a miles de personas a huir.
Solo a modo de ejemplo: el 42% de los migrantes salvadoreños atendidos por MSF y el 32% de los hondureños expusieron algún motivo relacionado con la violencia como factor determinante en su decisión de migrar. Aunque sobre el papel ya se contempla la posibilidad de pedir asilo tanto en México como en Estados Unidos, esta población acostumbra a ser tratada como migrante y los procesos de solicitud de estatus de refugiado implican demoras y son insuficientes para cubrir las necesidades de los centroamericanos.
Otro trámite que haría más fácil la vida de los migrantes es agilizar la concesión de la visa humanitaria en México, que normalmente es solicitada por los que sufren violencia en tránsito, un fenómeno al alza. La naturalidad con la que los mismos migrantes asumen los episodios violentos ilustra el nivel de inseguridad al que hacen frente. Antes de iniciar el viaje, el 26% de los pacientes de MSF creía que iba a ser víctima de la violencia con toda seguridad, frente a un 45% que lo consideraba posible y un 29% que lo descartaba. En los puntos del sur y el centro de México donde trabajamos esta asunción se convierte en realidad: seis de cada diez migrantes dicen haber sufrido episodios de violencia. Y eso teniendo en cuenta que aún les queda por delante toda la ruta hasta la frontera con Estados Unidos.
Tampoco hay que menospreciar el impacto psicológico que tiene el camino en estas personas. Cada movimiento significa arriesgar. Lo que pasa a tu alrededor te puede pasar a ti. “El tren venía largo y de repente paró — recuerda Yenny Guardado, una salvadoreña de 26 años —. Mi esposo dijo: ‘Eso no es nada bueno’. Se oían unas motos, abordaron el tren y empezaron a llorar mujeres. Nos pusimos la mochila. Estaba nerviosa, temblaba. Muchos traían machete, algunos querían ahuyentar a los ladrones y hacían ruido. Pero todo pasó y el tren siguió su camino”.
Yenny ya no aguanta más. Se halla en Ixtepec, una de las primeras paradas en la ruta de la costa pacífica, pero no quiere seguir. Ha pedido que la devuelvan a su país: en unas horas el Grupo Beta, que vela por la protección de la población migrante, vendrá a recogerla al albergue del padre Solalinde para iniciar el proceso de repatriación. Ahí sabemos de ella y de su historia. “Yo nunca pensé que el camino era así. Hay mujeres que vienen con el mismo objetivo, llegar a Estados Unidos, pero también son pocas las que deciden continuar. Imagínate, vas con esa ilusión, con ese sueño, y el camino te quita tu vida. No vale la pena dejar tus hijos solos por perseguir un sueño”, expone la salvadoreña, que había dejado sus dos hijas atrás. Ahora volverá con ellas y su marido seguirá subiendo solo. El asalto al tren y las historias que le han narrado las mujeres que ha conocido en el camino le han convencido de que debe regresar. “Tengo una amiga que venía siendo abusada por la persona que la traía, por el guía. Se regresa, igual que yo. No puede continuar”, explica.
La dictadura del tren
En el camino, las vías parecen el río a partir del cual se activa la vida cotidiana. Yenny ya lo sabe. El tren, con sus salidas y llegadas, dicta los tiempos: mantiene en vela a los viajeros, los obliga a interminables esperas, descarrila, se retrasa, avanza a toda velocidad y no quiere que nadie duerma a sus lomos. Es difícil pegar ojo. Todo el mundo está pendiente de su marcha arrolladora: por los vagones y las vías circulan rumores y leyendas sobre las últimas desgracias ocurridas a bordo de la máquina. El miedo, la violencia y el desgaste físico y mental tejen una telaraña emocional que atrapa a todo el que se acerca.
José Armando Pineda, un salvadoreño de 62 años, está esperando ansioso para subirse a La Bestia en Tierra Blanca (estado de Veracruz). “Un muchacho de 16 años que venía en el tren con nosotros se cayó y el tren le cortó el pie de aquí. Ahora le pondrán una prótesis. Es muy riesgoso”, dice. El paso de un tren de mercancías, que va en otra dirección, interrumpe momentáneamente la charla. Todo el mundo alza los ojos para seguir el rumbo del animal de acero. Cuando la locomotora se aleja, José Armando se arranca: “A mí me gusta. Es bonito…”. Pero este viaje, ¿no le da miedo? “No es fácil, tiene mucho riesgo”, reconoce el salvadoreño, que en seguida cambia el discurso y se pone la mano de visera para divisar el horizonte ferroviario: “Me acabo de ir a bañar, ya me siento con más agilidad. Estoy listo para dar el salto”.
Agus Morales trabaja en comunicación de Médicos Sin Fronteras. La organización coopera en México en el ámbito de la migración desde 2011, con la atención puesta en dar respuesta a la situación de violencia que sufren los centroamericanos en su tránsito por el país. En Ixtepec, la organización humanitaria tiene un consultorio y brinda atención psicológica. Los equipos de MSF también trabajan en Tierra Blanca y Huehuetoca (salud mental), y en Lechería y Bojay con clínicas móviles.
Durante el año 2013, los equipos realizaron 11.323 consultas médicas y de salud mental a la población migrante centroamericana en tránsito por México. 1.389 pacientes fueron atendidos por traumatismo y otros 837 fueron atendidos en las consultas individuales de salud mental.
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