Esta tribu amazónica ha vencido a rancheros y mineros y es famosa por haber impedido la construcción de una presa. Hoy sus líderes deben volver a la lucha o arriesgarse a perder su estilo de vida.
a fácil caer en la tentación de pensar que estábamos retrocediendo en el tiempo, despojándonos de las ligaduras del mundo moderno para abrazar la vida tribal en lo que es uno de los últimos bastiones de la cultura indígena, en permanente peligro pero todavía viva, intacta, invicta.
Los primeros forasteros que hace siglos se aventuraron en la cuenca del Amazonas –misioneros, buscadores de El Dorado,traficantes de esclavos, cazadores de jaguares, caucheros, sertanistas (una profesión brasileña que reúne las habilidades del explorador, el etnógrafo, el aventurero y el activista en favor de los derechos de los indios)– navegaban los ríos en esforzadas singladuras. Nosotros volábamos en un Cessna monomotor, con buen tiempo, una mañana de septiembre al final de la estación seca.
La avioneta se abría paso entre el humo de los incendios forestales en torno a la ciudad fronteriza de Tucumã, en Brasil. Tras media hora de vuelo en dirección sudoeste a cien nudos de velocidad, cruzamos el serpenteante curso del fangoso río Branco. De pronto desaparecieron los fuegos, las carreteras, los pastos irregulares recortados en el tapiz de la selva, punteados de reses blancas; no se veía más que una selva compacta envuelta en neblina. A nuestros pies estaba la tierra de los indios kayapó, cinco territorios colindantes reconocidos oficialmente que en total constituyen una superficie similar a la de Islandia. La reserva, una de las áreas de bosque lluvioso tropical protegido más extensas del mundo, está bajo el control de 9.000 indígenas. La mayoría de ellos no saben leer ni escribir y conservan un estilo de vida primordialmente de subsistencia en 44 poblados comunicados solo por vías fluviales y senderos casi invisibles. Nuestro equipo de National Geographic se dirigía a uno de los más remotos, Kendjam, cuyo nombre significa «piedra erguida» en alusión al oscuro monte grisáceo de 245 metros de altura que de pronto se materializó ante nosotros, alzándose sobre el dosel del bosque como una ballena que emerge a la superficie para respirar. Un poco más allá centelleaba la red de canales del río Iriri, el afluente principal del Xingu, a su vez importante afluente del Amazonas. La avioneta aterrizó en una pista de tierra que tajaba la selva entre la roca y el río y rodó frente a pequeños huertos y casas con techo de paja, dispuestas en círculo en torno a una plaza de arena
Cuando salimos, una docena de niños, desnudos o sin más vestimenta que un pantalón corto, se arremolinaron alrededor de la avioneta y se acuclillaron a la sombra de las alas. Si los mirábamos, se reían con timidez, desviaban la vista y comprobaban subrepticiamente si seguíamos observando. Los más pequeños llevaban conos de madera insertados en las orejas. Los kayapó perforan los lóbulos a los bebés para simbolizar su capacidad de comprensión del lenguaje y la dimensión social de la existencia; en su lengua, «idiota» se dice ama kre ket, que literalmente significa «orejas sin agujero». Los chiquillos no perdían detalle mientras descargábamos el material, que incluía obsequios para nuestros anfitriones: anzuelos, tabaco, 10 kilos de cuentas de alta calidad fabricadas en la República Checa…
Barbara Zimmerman, directora del Proyecto Kayapó, de la ONG International Conservation Fund of Canada y la estadounidense Environmental Defense Fund, nos presentó al jefe del poblado, Pukatire, un hombre de mediana edad que lucía gafas, bermudas y chancletas. «Akatemai –dijo, estrechándonos la mano, y añadió el saludo en inglés que había aprendido en un viaje a América del Norte–: Hello! How are you?»
Kendjam parece un asentamiento inmemorial, pero en realidad se fundó en 1998, cuando el jefe Pukatire y sus seguidores se escindieron del poblado de Pukanu, aguas arriba del Iriri, tras una disputa acerca de la explotación forestal. Este tipo de «fisiones», como las denominan los antropólogos, suele ser la solución que dan los kayapó a las disensiones o a la escasez de recursos en una zona concreta. Hoy el poblado tiene 187 habitantes y, a pesar del aspecto arcaico, incorpora modernidades que dejarían boquiabiertos a los antepasados de Pukatire: un generador eléctrico en una enfermería construida por el Gobierno, una instalación de paneles solares vallada con alambre de espino, antenas parabólicas montadas en palmeras… Unas cuantas familias tienen en sus casas televisores en los que disfrutan de los vídeos de sus propias ceremonias y de las telenovelas brasileñas. El jefe Pukatire nos mostró la escuela de dos aulas que levantó hace unos años el Gobierno brasileño, una estructura de hormigón color pistacho con cubierta de tejas, persianas y el súmmum del lujo: un retrete con cisterna alimentada con agua de pozo. En el porche, plantamos las tiendas.
Comenzaba a apretar el calor y una paz somnolienta se asentó sobre el poblado, quebrada de vez en cuando por una pelea de perros o por un gallo que ensayaba el canto del amanecer siguiente. La ngobe (la casa de los hombres) estaba vacía. En el borde de la plaza central (elkapôt), sentadas a la sombra de los mangos y las palmeras, las mujeres descascaraban frutos y asaban pescados envueltos en hojas y cubiertos con trozos de carbón. Algunas se acercaban a la tierra carbonizada de sus huertos, arrancados a la selva a fuego y golpe de machete, para atender los cultivos de mandioca, banana y boniato. Un cazador de tortugas volvía de la selva cantando a voces como dicta la costumbre kayapó para anunciar el éxito de la expedición; no en balde las tortugas de tierra son parte fundamental de la dieta del poblado.
Al caer la tarde el calor cedió. Un grupo de jóvenes guerreros jugaba con un balón de fútbol. Una veintena de mujeres con sartas de cuentas coloridas al cuello y bebés a la cadera se reunieron en el kapôt y empezaron a entonar canciones mientras llevaban el paso. Los chiquillos lanzaban piedras con sus tirachinas a avefrías y golondrinas. Las familias iban bajando hasta el río Iriri para darse el baño nocturno de rigor, pero como en las aguas había caimanes, no se demoraban. A ocho grados al sur del ecuador, un sol rojizo como una naranja sanguina se escondía con rapidez. Los monos aulladores se imponían con su alboroto al canto plano y monótono de las cigarras, y una vorágine de olores a tierra y vegetación inundaba el aire.
En un primer momento Kendjam se antoja una suerte de edén. Y quizá lo sea. Pero eso no significa ni mucho menos que la historia del pueblo kayapó sea un idilio pastoril ajeno a las persecuciones y enfermedades que han diezmado la práctica totalidad de las tribus indígenas del continente americano. En 1900, a los 11 años de la fundación de la República del Brasil, la población kayapó sumaba unos 4.000 individuos. A medida que mineros, madereros, caucheros y ganaderos entraban en masa en el territorio indígena, diversas organizaciones misioneras y agencias gubernamentales emprendieron proyectos de «pacificación» de las tribus aborígenes, a cuyos integrantes se ganaban con artículos tales como paños, cacerolas de metal, machetes y hachas. En muchas ocasiones el efecto secundario de aquellos contactos fue la introducción del sarampión y otras enfermedades infecciosas en comunidades que carecían de inmunidad natural contra ellas. A finales de la década de 1970, terminada la carretera Transamazónica, la población se había reducido a unos 1.300.
Quedaron tocados, pero no hundidos. En las décadas de 1980 y 1990 los kayapó se organizaron, dirigidos por una generación legendaria de jefes que hicieron valer su cultura guerrera para alcanzar objetivos políticos. Líderes como Ropni y Mekaron-Ti orquestaron protestas con precisión militar, comenzaron a ejercer presión e incluso llegaron a matar a intrusos que sorprendían en su territorio. Batidas de guerreros kayapó expulsaban a ganaderos y mineros de oro ilegales, a veces dándoles a elegir entre salir del territorio indígena en menos de dos horas o morir en el acto. Los guerreros kayapó se hicieron con el control de vados fluviales estratégicos y patrullaban las fronteras; tomaban rehenes; devolvían a los intrusos a la ciudad, desnudos.
En su lucha por la autonomía y el control de sus tierras, los jefes de aquella generación aprendieron a hablar portugués y lograron obtener el apoyo de organizaciones conservacionistas y personajes famosos, como el cantante Sting, que viajó con el jefe Ropni (también llamado Raoni). En 1988 los kayapó contribuyeron a incorporar los derechos de los indígenas en la nueva Constitución brasileña, y en última instancia obtuvieron el reconocimiento legal de su territorio. En 1989 se opusieron a la construcción de la presa de Kararaô en el río Xingu, que habría inundado parte de sus tierras. El proyecto original, que preveía crear seis presas en la cuenca fluvial, se desestimó a raíz de las masivas manifestaciones de rechazo, en las que distintos colectivos conservacionistas se unieron a los kayapó en lo que hoy se conoce como la Reunión de Altamira. «En la concentración de 1989 en Altamira, los líderes kayapó tomaron sus tradiciones guerreras y las utilizaron con brillantez adaptándolas a la tradición del espectáculo mediático del siglo XX –dice el antropólogo Stephan Schwartzman, de Environmental Defense Fund–. Cambiaron las condiciones del debate.»
Hoy la población kayapó crece a buen ritmo. Desde escopetas y lanchas motoras de aluminio hasta páginas de Facebook, han tenido la inteligencia de adoptar las tecnologías y prácticas de la sociedad monetarizada que los rodea sin poner en peligro la esencia de su cultura. Se han hecho con videocámaras para grabar sus ceremonias y danzas y documentar sus contactos con las autoridades. Un ejemplo de su habilidad para incorporar elementos foráneos es un dibujo que hoy se estila en los collares de cuentas kayapó: está basado en el logo del Banco de Brasil. Para consternación de algunos conservacionistas, varios jefes de poblados se asociaron con empresas mineras extractoras de oro en los años ochenta y vendieron concesiones de tala de caobas en los noventa, pactos que al final lamentaron y que hoy han pasado a la historia.
La mayoría de los kayapó aprendieron a organizarse y dejar a un lado sus rencillas para trabajar por un objetivo común. Como resultado, quizás hoy sea la tribu indígena más rica y poderosa de las aproximadamente 240 que quedan en Brasil. Sus ceremonias, sus sistemas de parentesco, su lengua de la familia ge, su conocimiento de la selva y su concepto de continuidad entre los humanos y la naturaleza resisten incólumes. Y lo que quizá sea el quid de la cuestión: tienen su propio territorio. «Los kayapó no llegan al siglo XXI como un pueblo derrotado. No se están degradando –me dijo Zimmerman–. No han perdido la noción de sí mismos.»
Al menos de momento. Una cosa es enseñar las habilidades y ceremonias de la cultura tradicional; otra muy distinta es instilar la convicción de que es útil saber emponzoñar la punta de una flecha o amontonar tortugas en las mentes de una generación seducida por los iPhones y la comodidad de comprar el alimento en una tienda. En Kendjam sigue palpándose un vivo interés por la indumentaria tradicional, los abalorios y las costumbres ancestrales, pero no es común a todos los kayapó, y aunque lo fuese, las amenazas exteriores son inmensas.
«El Gobierno brasileño intenta aprobar leyes que eximan de la obligación de consultar a los indígenas si se quiere generar electricidad en sus ríos, extraer minerales e incluso redibujar las fronteras de sus tierras», dice Adriano (alias Pingo) Jerozolimski, director de la Associação Floresta Protegida, una organización kayapó sin ánimo de lucro que representa a unos 22 poblados. El pasado junio, en la aldea de Kokraimoro, 400 jefes manifestaron su oposición a la avalancha de decretos, ordenanzas y propuestas de ley y de reforma constitucional que les impedirían controlar como hasta ahora sus tierras y les imposibilitarían –a ellos y a cualquier otro grupo indígena– sumar territorios. Las medidas se perciben como parte de una campaña para que mineros, madereros y agricultores puedan soslayar los derechos indígenas, garantizados hoy a su pesar por la Constitución brasileña. Entre las múltiples caras de esta disputa política, quizá la más dolorosa en este momento sea la lucha por frenar un proyecto que los kayapó dieron por frustrado hace más de 20 años. El proyecto de Kararaô ha resucitado con un nuevo nombre: el complejo hidroeléctrico Belo Monte.
El segundo día que pasamos en el poblado de Kendjam descendimos el Iriri con dos tiradores kayapó: Okêt, de 25 años, padre de tres hijas y cuatro hijos, y Meikâre, de 38, padre de dos chicos y cinco chicas. (En los poblados kayapó la división del trabajo sigue los cánones de siempre: los hombres cazan y pescan; las mujeres cocinan, cultivan la huerta y recogen frutos.) Meikâre llevaba brazaletes de cuentas de color amarillo verdoso y una larga pluma azul prendida en una vincha. Navegábamos en dos lanchas de aluminio con motor Rabeta, aptas para las aguas someras propias de la estación seca.
Al llegar a un tramo ancho, casi una bahía, Okêt viró hacia un área abierta de la orilla oeste del Iriri y paró el motor. Trepamos a tierra firme. Okêt y Meikâre se internaron en la selva con soltura; Meikâre llevaba arco y flechas al hombro; Okêt, una escopeta. Después de cinco minutos de inclinarme, contorsionarme y retorcerme para abrirme paso por la maraña de helechos llenos de espinas y ramas caídas, parando constantemente para desengancharme de las lianas y tratar de convencer a mis glándulas suprarrenales de que no había serpientes venenosas acechando bajo cada montoncillo de hojas, no tenía ni idea de dónde estaba el este y dónde el oeste, era incapaz de señalar hacia dónde había quedado el río, no tenía la menor esperanza de volver a la lancha solo.
Distinguimos un rastro vago. Meikâre señaló los excrementos de un pecarí de collar (un jabalí pequeño) y a continuación, al lado mismo del rastro, una zona de vegetación aplastada donde el animal había estado durmiendo. Okêt y él salieron como una flecha. Al cuarto de hora sonó un disparo, al que siguieron otros dos.
Cuando los alcancé, un pecarí de collar yacía muerto sobre un lecho de hojas. Meikâre improvisó una ligadura con una tira de corteza de árbol y le ató las pezuñas. Cortó otra cinta de corteza, se la pasó por las patas traseras y delanteras y se echó los 14 kilos de pecarí al hombro.
Los kayapó que habíamos dejado pescando no habían perdido el tiempo. Primero habían taponado las salidas de un nido de alacranes cebolleros sudamericanos en un banco de arena y luego habían excavado y capturado un puñado de ellos para engancharlos en los anzuelos y pescar pirañas. A continuación despiezaron las pirañas sobre un remo de caoba y usaron los trozos como cebo para pescar peces sargento y piabañas. Encendieron una primorosa fogata en la orilla con mecheros Bic y asaron la comida en unas brochetas que confeccionaron allí mismo.
A media tarde partimos a contracorriente rumbo a Kendjam. Meikâre iba reclinado en la proa, contemplando las aguas hipnóticas como un oficinista que regresa a casa en el tren tras una larga jornada laboral.
Aquella noche el jefe Pukatire vino a nuestro campamento con una linterna. «Lo único que necesitamos de la cultura blanca son las chancletas, las linternas y las gafas», dijo con afabilidad. Me pregunté si le habrían hablado de mi magistral travesía por la selva aquella tarde, porque dijo que se le había ocurrido un nombre para mí: «Rop-krore», que en kayapó significa jaguar moteado. Tenía buen humor.
El padrón del poblado indica que Pukatire nació en 1953, y recoge los nombres de su esposa, su hija de 38 años y sus tres nietos. Nos explicó que había nacido cerca de Novo Progresso, al oeste de Kendjam, antes de que se produjera el contacto con el mundo exterior. Su pueblo fue atacado por los kayapó de Baú, y durante ese ataque vio morir a su madre y una hermana, que era un bebé. Pukatire y su hermano fueron llevados a Baú, donde se criaron. Tendría 6 o 7 años, y hasta los 12 o 13 no volvió a ver a su padre. «Fue una alegría. Lloramos los dos», me dijo.
Pukatire aprendió algo de portugués de los misioneros y fue captado para ayudar en el programa de pacificación del Servicio de Protección del Indio, precedente de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), la agencia estatal que hoy representa los intereses de los pueblos aborígenes de Brasil. «Antes del contacto nos matábamos los unos a los otros y todos vivíamos en el miedo –explicó–. Sin duda alguna, las cosas han mejorado muchísimo, porque hoy la gente no se dedica a abrirse la cabeza a mazazo limpio.»
Pero Pukatire expresó la misma queja que oí una y otra vez: «Me preocupan los jóvenes que imitan a los blancos, que se cortan el pelo y se ponen esos ridículos pendientes que se ven en las ciudades. No hay un solo joven que sepa preparar el veneno para las flechas. En Brasília siempre dicen a los kayapó que van a perder su cultura y que lo dejen por imposible. Los ancianos tienen que levantar la voz y decir a los jóvenes: “No podéis usar las cosas de los blancos. Que los blancos tengan su cultura, que nosotros ya tenemos la nuestra”. Si empezamos a copiar demasiado a los blancos, dejarán de temernos y vendrán a quitarnos todo lo que es nuestro. Pero mientras mantengamos nuestras tradiciones, seremos distintos, y mientras seamos distintos, nos tendrán un poco de miedo».
Era tarde; Pukatire se levantó y nos dio las buenas noches. A la mañana siguiente nos esperaba un gran día. El líder kayapó Mekaron-Ti y el gran Ropni, que décadas atrás recorrieron el mundo defendiendo la selva, venían a Kendjam para retomar la batalla contra la presa.
Tras 40 años de proyectos que se remontan a la época de la dictadura militar de Brasil, 40 años de estudios, protestas, reformas, sentencias dictadas, sentencias revocadas, bloqueos, llamamientos internacionales y múltiples demandas judiciales, en 2011 empezaron finalmente las obras de Belo Monte. Este complejo de canales, embalses, diques y dos presas, cuya construcción costará 10.000 millones de euros, está situado unos 500 kilómetros al norte de Kendjam, allí donde el río Xingu describe un enorme meandro conocido como Volta Grande. El proyecto, que tendrá una capacidad máxima de generación de 11.233 megavatios y se prevé entrará en funcionamiento en 2015, ha dividido el país. Sus defensores alegan que permitirá suministrar la tan necesaria electricidad, mientras que los ecologistas lo denuestan como un desastre social, medioambiental y financiero.
En 2005 el Congreso brasileño resucitó el proyecto aduciendo que la energía generada era esencial para la seguridad de una nación en rápido crecimiento. Los kayapó y otras tribus afectadas volvieron a reunirse en Altamira en 2008. Un ingeniero de Eletrobras, la eléctrica estatal, fue agredido y sufrió un «corte profundo y sangrante en el hombro», según la prensa. Alegando que el estudio de impacto ambiental del proyecto era deficiente y que no se había consultado como era debido a la población indígena de la región, la fiscalía federal brasileña presentó una serie de demandas judiciales para paralizar el complejo, con las que en esencia generó un enfrentamiento entre dos departamentos del Gobierno. Los casos llegaron al Tribunal Supremo, pero los fallos se han aplazado y entre tanto no se han paralizado las obras.
Aunque el complejo se limite a dos presas, el impacto sobre la cuenca del Xingu será inmenso debido a las carreteras y a la llegada de unos 100.000 obreros e inmigrantes. Las presas inundarán un área del tamaño de Madrid. Los cálculos oficiales prevén unos 20.000 desplazados; los independientes sugieren que la cifra podría ser el doble. Las presas generarán metano (consecuencia de anegar la vegetación) en cantidades equiparables a las emisiones de gases de efecto invernadero de las centrales térmicas de carbón. Al desviar alrededor del 80 % del caudal del Xingu en un tramo de 100 kilómetros, se secarán áreas que dependen de las crecidas estacionales y que albergan especies en peligro.
«Ahora la clave es lo que ocurrirá a continuación –dice Schwartzman–. Según el Gobierno solo se llevará a cabo el proyecto de Belo Monte, pero la propuesta original hablaba de otras cinco presas, y hay quien se pregunta si Belo Monte será rentable en solitario o si más adelante el Gobierno alegará que hay que construir el resto.»
La mañana que llegaban los dos grandes jefes a Kendjam, más de 20 mujeres kayapó con los pechos desnudos, ropa interior negra y sartas de cuentas de colores realizaron lo que parecía un ensayo matutino de vestuario, cantando y marchando alrededor del kapôt. A eso de las cuatro de la tarde el ruido de un avión atrajo a los vecinos a la pista de aterrizaje.
Ropni y Mekaron-Ti descendieron acompañados de otro jefe del sur, Yte-i. Ropni es uno de los cinco ancianos kayapó que aún lucen el disco labial, un círculo de caoba del tamaño de una galleta grande que dilata el labio inferior. Portaba una maza de guerra de madera. Cuando se detuvo al pie del avión, una mujer se acercó a él, le tomó la mano y estalló en sollozos. A Ropni no pareció extrañarle, y también él rompió a llorar. Aquellas lágrimas no eran la reacción a ninguna desgracia reciente, sino una forma ritual de llorar a los amigos comunes fallecidos.
Esa noche, en la casa de los hombres, Ropni se dirigió a los habitantes de Kendjam. Hendía el aire con las manos y blandía la maza: «No me gusta que los kayapó imiten la cultura blanca. No me gustan los mineros del oro. No me gustan los madereros. ¡No me gusta la presa!».
Uno de los objetivos de su visita a Kendjam era averiguar por qué los jefes de la zona oriental del territorio estaban aceptando dinero de Eletrobras. En el porche de la sede de la Associação Floresta Protegida había apiladas cajas de flamantes motores náuticos de 25 caballos. El poblado de Ropni, así como otros del sur, habían rechazado una y otra vez el dinero que les ofrecía Eletrobras, un dinero que según los activistas pretendía enfriar la oposición indígena a Belo Monte. El consorcio constructor de la presa financiaba pozos, dispensarios y carreteras en la zona y abonaba a una docena de poblados cercanos un estipendio de 30.000 reales al mes (unos 9.500 euros) para la adquisición de alimentos y otras provisiones; según Schwartzman, un soborno en toda regla.
Los primeros contactos de los kayapó con los mugrientos billetes brasileños condujeron a la acuñación de su evocador término para denotar el dinero: pe-o caprin, «hojas tristes». Cada vez son más las hojas tristes que intervienen en la existencia de este pueblo, sobre todo en las poblaciones próximas a las ciudades fronterizas, las que limitan con los territorios indígenas. En el poblado kayapó de Turedjam, cerca de Tucumã, la contaminación producida por la corta a tala rasa y la ganadería ha arruinado la pesca, y no es raro ver a los kayapó comprando jabón y pollo congelado en los supermercados.
Durante tres noches Pukatire llevó a Ropni, a Mekaron-Ti y a Yte-i a nuestro campamento. Se acomodaban en el porche de la escuela y contaban anécdotas fumando sus pipas y bebiendo café, mientras los murciélagos cruzaban volando el cerco mortecino de un fluorescente. «En los viejos tiempos los hombres eran hombres –dijo Ropni–. Los criaban para ser guerreros; no temían morir. No temían sumar hechos a las palabras. Respondían a los rifles con arcos y flechas. Murieron muchos indios, pero también muchos blancos. Así me formé yo: en la tradición guerrera. Nunca he tenido miedo de expresar lo que creo. Nunca me he sentido humillado ante los blancos. Tienen que respetarnos, pero también nosotros a ellos. Sigo creyendo que la tradición guerrera no ha muerto. Los kayapó volverán a guerrear si se ven amenazados, pero el consejo que he dado a los míos es que no vayan buscando pelea.»
El día que los jefes partieron hubo cierto papeleo; debían firmar cartas, documentos de la FUNAI para autorizar varios asuntos que habían debatido. Mekaron-Ti, tan desenvuelto en el mundo occidental como en el de la selva, firmó con la celeridad de quien ha escrito mil cartas, pero Ropni sostenía el bolígrafo con torpeza. Era llamativo verlo pelearse con las letras de su nombre sabiendo lo expertas que eran aquellas manos en otras habilidades, habiéndolo visto hacer un cinturón de frutos de palmera, insertar un disco labial, tallar una punta de flecha de una cola de raya o enfatizar la oratoria que había labrado un futuro para su pueblo. En el valle del Xingu no se habían conocido manos más capaces, pero en el mundo que exigía pericia caligráfica, el gran jefe era como un niño.
Seis meses más tarde, 26 líderes kayapó se reunieron en Tucumã para firmar una carta en la que se negaban a aceptar más dinero del consorcio que construía la presa: «Nosotros, los kayapó mebengôkre, hemos decidido que no queremos ni un céntimo de vuestro dinero sucio. No aceptamos Belo Monte ni ninguna otra presa en el Xingu. Nuestro río no tiene precio, nuestro pescado no tiene precio y la felicidad de nuestros nietos no tiene precio. Jamás dejaremos de luchar. […] El Xingu es nuestro hogar y vosotros no sois bienvenidos».
No sé cómo, pero corrió la voz: el rostro pálido de orejas sin agujeros iba a subir al monte Kendjam. Eran las dos y media de la tarde. No habíamos llegado ni a la mitad de la pista de aterrizaje y a nuestro equipo de senderismo ya le seguía un grupo de chiquillos. Eran alrededor de 15, unos cuantos chicos y chicas adolescentes y preadolescentes con la cara pintada y provistos de botellas viejas de refresco rellenadas de agua, además de un personajillo vivaracho que no tendría más de cuatro años: descalzo y a su aire, sin padre ni madre que lo atosigase por si se perdía o se lo merendaba un jaguar o le mordía una víbora venenosa o se clavaba las púas y espinas que guarnecían todas las plantas del lugar.
No llevaba nada más que un pantalón corto (a diferencia de mí, que iba con botas, sombrero, camisa, pantalones largos, gafas de sol, crema solar de factor tres millones y tres bandanas para empapar cantidades industriales de sudor). Durante un trecho caminamos en fila, pero luego los chiquillos se adelantaron corriendo para arremolinarse en torno a unos arbustos altos llamados ingas; tiraron de las ramas hacia abajo y cortaron las vainas de los frutos.
A los tres cuartos de hora el camino empezaba a hacerse empinado. La piedra gris de la montaña se erguía ante nuestra vista: paredes cortadas a pico, sin fisuras ni grietas evidentes. Las caras norte, sur y oeste parecían imposibles de escalar, pero la oriental descendía en pendiente hasta perderse en la selva. Los adolescentes subían la pronunciada cuesta entre risas y charlas, saltando por encima de los troncos y colgándose de las lianas. Un estrecho sendero zigzagueaba ladera arriba y atravesaba una hendidura en la que había que izarse a fuerza de palmas sudorosas por encima de una peña lisa.
Una rampa larga conducía a la redondeada cumbre, donde aguardaban los chicos sentados, recortados contra un cielo azul lechoso. Los alcancé por fin, sin aliento. Lagartos de piel gris amarronada correteaban por el suelo. Los niños también correteaban, flirteando sin miedo con el vacío allí donde la roca caía en vertical 150 o 180 metros, si no más. No había barandillas. Ni cartelitos de advertencia. Ni adultos vigilantes. El niño de cuatro años brincaba al borde del abismo, riendo eufórico, como si aquel fuese el día más fantástico del año.
Cuando todos emprendimos el descenso, el pequeño se adelantó corriendo. Yo me descubrí a mí mismo recordando la primera noche tras la partida de los grandes jefes, cuando vino a vernos nuestro guía Djyti y le planteamos una pregunta crucial: «¿Se puede ser kayapó sin vivir en la selva?». Djyti meditó unos instantes, luego negó con la cabeza y dijo que no. Entonces, como si la idea le resultase inconcebible, añadió: «Sigues siendo kayapó, pero sin tu cultura».
En el pasado algunos antropólogos idolatraron la pureza cultural y vieron con malos ojos la introducción de tecnologías modernas. Pero las culturas evolucionan de la misma manera oportunista que las especies (los caballos de los indios de las praderas de América del Norte llegaron con los españoles) y las culturas tradicionales potentes aprovechan las oportunidades que se les presentan, haciendo las adaptaciones que según ellos garantizarán su futuro. Podemos debatir si un hombre que luce tocado de plumas de loro y funda fálica vale más que otro que lleva camiseta de Batman y pantalón corto de deporte, ¿pero cómo negarnos a ver su conocimiento de la fauna y la flora selváticas o el valor indiscutible de unas aguas limpias, un aire puro y el tesoro genético y cultural de la diversidad?
Una de las mayores ironías de la Amazonia es que los extranjeros supuestamente civilizados que pasaron cinco siglos evangelizando, explotando y exterminando a los aborígenes ahora recurren a aquellos primeros habitantes para salvar ecosistemas que hoy se sabe son críticos para la salud del planeta, y para defender zonas esenciales de territorio virgen del apetito insaciable del mundo desarrollado.
Mi pequeño amigo, del que nunca alcancé a saber su nombre, había llegado corriendo a su casa mucho antes de que yo posase mis destrozados pies sobre la pista de aterrizaje. Era de noche. A lo mejor su madre lo había plantado frente a la tele para ver el vídeo de alguna ceremonia kayapó o una telenovela brasileña. Y quizá para él aquel día no había sido distinto de otro. Aun así, era difícil imaginar una vida más perfecta para un niño de cuatro años que la de un kayapó que corre veloz y libre en la selva que llama hogar. Ojalá siga corriendo mucho tiempo.
Barbara Zimmerman, directora del Proyecto Kayapó, de la ONG International Conservation Fund of Canada y la estadounidense Environmental Defense Fund, nos presentó al jefe del poblado, Pukatire, un hombre de mediana edad que lucía gafas, bermudas y chancletas. «Akatemai –dijo, estrechándonos la mano, y añadió el saludo en inglés que había aprendido en un viaje a América del Norte–: Hello! How are you?»
Kendjam parece un asentamiento inmemorial, pero en realidad se fundó en 1998, cuando el jefe Pukatire y sus seguidores se escindieron del poblado de Pukanu, aguas arriba del Iriri, tras una disputa acerca de la explotación forestal. Este tipo de «fisiones», como las denominan los antropólogos, suele ser la solución que dan los kayapó a las disensiones o a la escasez de recursos en una zona concreta. Hoy el poblado tiene 187 habitantes y, a pesar del aspecto arcaico, incorpora modernidades que dejarían boquiabiertos a los antepasados de Pukatire: un generador eléctrico en una enfermería construida por el Gobierno, una instalación de paneles solares vallada con alambre de espino, antenas parabólicas montadas en palmeras… Unas cuantas familias tienen en sus casas televisores en los que disfrutan de los vídeos de sus propias ceremonias y de las telenovelas brasileñas. El jefe Pukatire nos mostró la escuela de dos aulas que levantó hace unos años el Gobierno brasileño, una estructura de hormigón color pistacho con cubierta de tejas, persianas y el súmmum del lujo: un retrete con cisterna alimentada con agua de pozo. En el porche, plantamos las tiendas.
Comenzaba a apretar el calor y una paz somnolienta se asentó sobre el poblado, quebrada de vez en cuando por una pelea de perros o por un gallo que ensayaba el canto del amanecer siguiente. La ngobe (la casa de los hombres) estaba vacía. En el borde de la plaza central (elkapôt), sentadas a la sombra de los mangos y las palmeras, las mujeres descascaraban frutos y asaban pescados envueltos en hojas y cubiertos con trozos de carbón. Algunas se acercaban a la tierra carbonizada de sus huertos, arrancados a la selva a fuego y golpe de machete, para atender los cultivos de mandioca, banana y boniato. Un cazador de tortugas volvía de la selva cantando a voces como dicta la costumbre kayapó para anunciar el éxito de la expedición; no en balde las tortugas de tierra son parte fundamental de la dieta del poblado.
Al caer la tarde el calor cedió. Un grupo de jóvenes guerreros jugaba con un balón de fútbol. Una veintena de mujeres con sartas de cuentas coloridas al cuello y bebés a la cadera se reunieron en el kapôt y empezaron a entonar canciones mientras llevaban el paso. Los chiquillos lanzaban piedras con sus tirachinas a avefrías y golondrinas. Las familias iban bajando hasta el río Iriri para darse el baño nocturno de rigor, pero como en las aguas había caimanes, no se demoraban. A ocho grados al sur del ecuador, un sol rojizo como una naranja sanguina se escondía con rapidez. Los monos aulladores se imponían con su alboroto al canto plano y monótono de las cigarras, y una vorágine de olores a tierra y vegetación inundaba el aire.
En un primer momento Kendjam se antoja una suerte de edén. Y quizá lo sea. Pero eso no significa ni mucho menos que la historia del pueblo kayapó sea un idilio pastoril ajeno a las persecuciones y enfermedades que han diezmado la práctica totalidad de las tribus indígenas del continente americano. En 1900, a los 11 años de la fundación de la República del Brasil, la población kayapó sumaba unos 4.000 individuos. A medida que mineros, madereros, caucheros y ganaderos entraban en masa en el territorio indígena, diversas organizaciones misioneras y agencias gubernamentales emprendieron proyectos de «pacificación» de las tribus aborígenes, a cuyos integrantes se ganaban con artículos tales como paños, cacerolas de metal, machetes y hachas. En muchas ocasiones el efecto secundario de aquellos contactos fue la introducción del sarampión y otras enfermedades infecciosas en comunidades que carecían de inmunidad natural contra ellas. A finales de la década de 1970, terminada la carretera Transamazónica, la población se había reducido a unos 1.300.
Quedaron tocados, pero no hundidos. En las décadas de 1980 y 1990 los kayapó se organizaron, dirigidos por una generación legendaria de jefes que hicieron valer su cultura guerrera para alcanzar objetivos políticos. Líderes como Ropni y Mekaron-Ti orquestaron protestas con precisión militar, comenzaron a ejercer presión e incluso llegaron a matar a intrusos que sorprendían en su territorio. Batidas de guerreros kayapó expulsaban a ganaderos y mineros de oro ilegales, a veces dándoles a elegir entre salir del territorio indígena en menos de dos horas o morir en el acto. Los guerreros kayapó se hicieron con el control de vados fluviales estratégicos y patrullaban las fronteras; tomaban rehenes; devolvían a los intrusos a la ciudad, desnudos.
En su lucha por la autonomía y el control de sus tierras, los jefes de aquella generación aprendieron a hablar portugués y lograron obtener el apoyo de organizaciones conservacionistas y personajes famosos, como el cantante Sting, que viajó con el jefe Ropni (también llamado Raoni). En 1988 los kayapó contribuyeron a incorporar los derechos de los indígenas en la nueva Constitución brasileña, y en última instancia obtuvieron el reconocimiento legal de su territorio. En 1989 se opusieron a la construcción de la presa de Kararaô en el río Xingu, que habría inundado parte de sus tierras. El proyecto original, que preveía crear seis presas en la cuenca fluvial, se desestimó a raíz de las masivas manifestaciones de rechazo, en las que distintos colectivos conservacionistas se unieron a los kayapó en lo que hoy se conoce como la Reunión de Altamira. «En la concentración de 1989 en Altamira, los líderes kayapó tomaron sus tradiciones guerreras y las utilizaron con brillantez adaptándolas a la tradición del espectáculo mediático del siglo XX –dice el antropólogo Stephan Schwartzman, de Environmental Defense Fund–. Cambiaron las condiciones del debate.»
Hoy la población kayapó crece a buen ritmo. Desde escopetas y lanchas motoras de aluminio hasta páginas de Facebook, han tenido la inteligencia de adoptar las tecnologías y prácticas de la sociedad monetarizada que los rodea sin poner en peligro la esencia de su cultura. Se han hecho con videocámaras para grabar sus ceremonias y danzas y documentar sus contactos con las autoridades. Un ejemplo de su habilidad para incorporar elementos foráneos es un dibujo que hoy se estila en los collares de cuentas kayapó: está basado en el logo del Banco de Brasil. Para consternación de algunos conservacionistas, varios jefes de poblados se asociaron con empresas mineras extractoras de oro en los años ochenta y vendieron concesiones de tala de caobas en los noventa, pactos que al final lamentaron y que hoy han pasado a la historia.
La mayoría de los kayapó aprendieron a organizarse y dejar a un lado sus rencillas para trabajar por un objetivo común. Como resultado, quizás hoy sea la tribu indígena más rica y poderosa de las aproximadamente 240 que quedan en Brasil. Sus ceremonias, sus sistemas de parentesco, su lengua de la familia ge, su conocimiento de la selva y su concepto de continuidad entre los humanos y la naturaleza resisten incólumes. Y lo que quizá sea el quid de la cuestión: tienen su propio territorio. «Los kayapó no llegan al siglo XXI como un pueblo derrotado. No se están degradando –me dijo Zimmerman–. No han perdido la noción de sí mismos.»
Al menos de momento. Una cosa es enseñar las habilidades y ceremonias de la cultura tradicional; otra muy distinta es instilar la convicción de que es útil saber emponzoñar la punta de una flecha o amontonar tortugas en las mentes de una generación seducida por los iPhones y la comodidad de comprar el alimento en una tienda. En Kendjam sigue palpándose un vivo interés por la indumentaria tradicional, los abalorios y las costumbres ancestrales, pero no es común a todos los kayapó, y aunque lo fuese, las amenazas exteriores son inmensas.
«El Gobierno brasileño intenta aprobar leyes que eximan de la obligación de consultar a los indígenas si se quiere generar electricidad en sus ríos, extraer minerales e incluso redibujar las fronteras de sus tierras», dice Adriano (alias Pingo) Jerozolimski, director de la Associação Floresta Protegida, una organización kayapó sin ánimo de lucro que representa a unos 22 poblados. El pasado junio, en la aldea de Kokraimoro, 400 jefes manifestaron su oposición a la avalancha de decretos, ordenanzas y propuestas de ley y de reforma constitucional que les impedirían controlar como hasta ahora sus tierras y les imposibilitarían –a ellos y a cualquier otro grupo indígena– sumar territorios. Las medidas se perciben como parte de una campaña para que mineros, madereros y agricultores puedan soslayar los derechos indígenas, garantizados hoy a su pesar por la Constitución brasileña. Entre las múltiples caras de esta disputa política, quizá la más dolorosa en este momento sea la lucha por frenar un proyecto que los kayapó dieron por frustrado hace más de 20 años. El proyecto de Kararaô ha resucitado con un nuevo nombre: el complejo hidroeléctrico Belo Monte.
El segundo día que pasamos en el poblado de Kendjam descendimos el Iriri con dos tiradores kayapó: Okêt, de 25 años, padre de tres hijas y cuatro hijos, y Meikâre, de 38, padre de dos chicos y cinco chicas. (En los poblados kayapó la división del trabajo sigue los cánones de siempre: los hombres cazan y pescan; las mujeres cocinan, cultivan la huerta y recogen frutos.) Meikâre llevaba brazaletes de cuentas de color amarillo verdoso y una larga pluma azul prendida en una vincha. Navegábamos en dos lanchas de aluminio con motor Rabeta, aptas para las aguas someras propias de la estación seca.
Al llegar a un tramo ancho, casi una bahía, Okêt viró hacia un área abierta de la orilla oeste del Iriri y paró el motor. Trepamos a tierra firme. Okêt y Meikâre se internaron en la selva con soltura; Meikâre llevaba arco y flechas al hombro; Okêt, una escopeta. Después de cinco minutos de inclinarme, contorsionarme y retorcerme para abrirme paso por la maraña de helechos llenos de espinas y ramas caídas, parando constantemente para desengancharme de las lianas y tratar de convencer a mis glándulas suprarrenales de que no había serpientes venenosas acechando bajo cada montoncillo de hojas, no tenía ni idea de dónde estaba el este y dónde el oeste, era incapaz de señalar hacia dónde había quedado el río, no tenía la menor esperanza de volver a la lancha solo.
Distinguimos un rastro vago. Meikâre señaló los excrementos de un pecarí de collar (un jabalí pequeño) y a continuación, al lado mismo del rastro, una zona de vegetación aplastada donde el animal había estado durmiendo. Okêt y él salieron como una flecha. Al cuarto de hora sonó un disparo, al que siguieron otros dos.
Cuando los alcancé, un pecarí de collar yacía muerto sobre un lecho de hojas. Meikâre improvisó una ligadura con una tira de corteza de árbol y le ató las pezuñas. Cortó otra cinta de corteza, se la pasó por las patas traseras y delanteras y se echó los 14 kilos de pecarí al hombro.
Los kayapó que habíamos dejado pescando no habían perdido el tiempo. Primero habían taponado las salidas de un nido de alacranes cebolleros sudamericanos en un banco de arena y luego habían excavado y capturado un puñado de ellos para engancharlos en los anzuelos y pescar pirañas. A continuación despiezaron las pirañas sobre un remo de caoba y usaron los trozos como cebo para pescar peces sargento y piabañas. Encendieron una primorosa fogata en la orilla con mecheros Bic y asaron la comida en unas brochetas que confeccionaron allí mismo.
A media tarde partimos a contracorriente rumbo a Kendjam. Meikâre iba reclinado en la proa, contemplando las aguas hipnóticas como un oficinista que regresa a casa en el tren tras una larga jornada laboral.
Aquella noche el jefe Pukatire vino a nuestro campamento con una linterna. «Lo único que necesitamos de la cultura blanca son las chancletas, las linternas y las gafas», dijo con afabilidad. Me pregunté si le habrían hablado de mi magistral travesía por la selva aquella tarde, porque dijo que se le había ocurrido un nombre para mí: «Rop-krore», que en kayapó significa jaguar moteado. Tenía buen humor.
El padrón del poblado indica que Pukatire nació en 1953, y recoge los nombres de su esposa, su hija de 38 años y sus tres nietos. Nos explicó que había nacido cerca de Novo Progresso, al oeste de Kendjam, antes de que se produjera el contacto con el mundo exterior. Su pueblo fue atacado por los kayapó de Baú, y durante ese ataque vio morir a su madre y una hermana, que era un bebé. Pukatire y su hermano fueron llevados a Baú, donde se criaron. Tendría 6 o 7 años, y hasta los 12 o 13 no volvió a ver a su padre. «Fue una alegría. Lloramos los dos», me dijo.
Pukatire aprendió algo de portugués de los misioneros y fue captado para ayudar en el programa de pacificación del Servicio de Protección del Indio, precedente de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), la agencia estatal que hoy representa los intereses de los pueblos aborígenes de Brasil. «Antes del contacto nos matábamos los unos a los otros y todos vivíamos en el miedo –explicó–. Sin duda alguna, las cosas han mejorado muchísimo, porque hoy la gente no se dedica a abrirse la cabeza a mazazo limpio.»
Pero Pukatire expresó la misma queja que oí una y otra vez: «Me preocupan los jóvenes que imitan a los blancos, que se cortan el pelo y se ponen esos ridículos pendientes que se ven en las ciudades. No hay un solo joven que sepa preparar el veneno para las flechas. En Brasília siempre dicen a los kayapó que van a perder su cultura y que lo dejen por imposible. Los ancianos tienen que levantar la voz y decir a los jóvenes: “No podéis usar las cosas de los blancos. Que los blancos tengan su cultura, que nosotros ya tenemos la nuestra”. Si empezamos a copiar demasiado a los blancos, dejarán de temernos y vendrán a quitarnos todo lo que es nuestro. Pero mientras mantengamos nuestras tradiciones, seremos distintos, y mientras seamos distintos, nos tendrán un poco de miedo».
Era tarde; Pukatire se levantó y nos dio las buenas noches. A la mañana siguiente nos esperaba un gran día. El líder kayapó Mekaron-Ti y el gran Ropni, que décadas atrás recorrieron el mundo defendiendo la selva, venían a Kendjam para retomar la batalla contra la presa.
Tras 40 años de proyectos que se remontan a la época de la dictadura militar de Brasil, 40 años de estudios, protestas, reformas, sentencias dictadas, sentencias revocadas, bloqueos, llamamientos internacionales y múltiples demandas judiciales, en 2011 empezaron finalmente las obras de Belo Monte. Este complejo de canales, embalses, diques y dos presas, cuya construcción costará 10.000 millones de euros, está situado unos 500 kilómetros al norte de Kendjam, allí donde el río Xingu describe un enorme meandro conocido como Volta Grande. El proyecto, que tendrá una capacidad máxima de generación de 11.233 megavatios y se prevé entrará en funcionamiento en 2015, ha dividido el país. Sus defensores alegan que permitirá suministrar la tan necesaria electricidad, mientras que los ecologistas lo denuestan como un desastre social, medioambiental y financiero.
En 2005 el Congreso brasileño resucitó el proyecto aduciendo que la energía generada era esencial para la seguridad de una nación en rápido crecimiento. Los kayapó y otras tribus afectadas volvieron a reunirse en Altamira en 2008. Un ingeniero de Eletrobras, la eléctrica estatal, fue agredido y sufrió un «corte profundo y sangrante en el hombro», según la prensa. Alegando que el estudio de impacto ambiental del proyecto era deficiente y que no se había consultado como era debido a la población indígena de la región, la fiscalía federal brasileña presentó una serie de demandas judiciales para paralizar el complejo, con las que en esencia generó un enfrentamiento entre dos departamentos del Gobierno. Los casos llegaron al Tribunal Supremo, pero los fallos se han aplazado y entre tanto no se han paralizado las obras.
Aunque el complejo se limite a dos presas, el impacto sobre la cuenca del Xingu será inmenso debido a las carreteras y a la llegada de unos 100.000 obreros e inmigrantes. Las presas inundarán un área del tamaño de Madrid. Los cálculos oficiales prevén unos 20.000 desplazados; los independientes sugieren que la cifra podría ser el doble. Las presas generarán metano (consecuencia de anegar la vegetación) en cantidades equiparables a las emisiones de gases de efecto invernadero de las centrales térmicas de carbón. Al desviar alrededor del 80 % del caudal del Xingu en un tramo de 100 kilómetros, se secarán áreas que dependen de las crecidas estacionales y que albergan especies en peligro.
«Ahora la clave es lo que ocurrirá a continuación –dice Schwartzman–. Según el Gobierno solo se llevará a cabo el proyecto de Belo Monte, pero la propuesta original hablaba de otras cinco presas, y hay quien se pregunta si Belo Monte será rentable en solitario o si más adelante el Gobierno alegará que hay que construir el resto.»
La mañana que llegaban los dos grandes jefes a Kendjam, más de 20 mujeres kayapó con los pechos desnudos, ropa interior negra y sartas de cuentas de colores realizaron lo que parecía un ensayo matutino de vestuario, cantando y marchando alrededor del kapôt. A eso de las cuatro de la tarde el ruido de un avión atrajo a los vecinos a la pista de aterrizaje.
Ropni y Mekaron-Ti descendieron acompañados de otro jefe del sur, Yte-i. Ropni es uno de los cinco ancianos kayapó que aún lucen el disco labial, un círculo de caoba del tamaño de una galleta grande que dilata el labio inferior. Portaba una maza de guerra de madera. Cuando se detuvo al pie del avión, una mujer se acercó a él, le tomó la mano y estalló en sollozos. A Ropni no pareció extrañarle, y también él rompió a llorar. Aquellas lágrimas no eran la reacción a ninguna desgracia reciente, sino una forma ritual de llorar a los amigos comunes fallecidos.
Esa noche, en la casa de los hombres, Ropni se dirigió a los habitantes de Kendjam. Hendía el aire con las manos y blandía la maza: «No me gusta que los kayapó imiten la cultura blanca. No me gustan los mineros del oro. No me gustan los madereros. ¡No me gusta la presa!».
Uno de los objetivos de su visita a Kendjam era averiguar por qué los jefes de la zona oriental del territorio estaban aceptando dinero de Eletrobras. En el porche de la sede de la Associação Floresta Protegida había apiladas cajas de flamantes motores náuticos de 25 caballos. El poblado de Ropni, así como otros del sur, habían rechazado una y otra vez el dinero que les ofrecía Eletrobras, un dinero que según los activistas pretendía enfriar la oposición indígena a Belo Monte. El consorcio constructor de la presa financiaba pozos, dispensarios y carreteras en la zona y abonaba a una docena de poblados cercanos un estipendio de 30.000 reales al mes (unos 9.500 euros) para la adquisición de alimentos y otras provisiones; según Schwartzman, un soborno en toda regla.
Los primeros contactos de los kayapó con los mugrientos billetes brasileños condujeron a la acuñación de su evocador término para denotar el dinero: pe-o caprin, «hojas tristes». Cada vez son más las hojas tristes que intervienen en la existencia de este pueblo, sobre todo en las poblaciones próximas a las ciudades fronterizas, las que limitan con los territorios indígenas. En el poblado kayapó de Turedjam, cerca de Tucumã, la contaminación producida por la corta a tala rasa y la ganadería ha arruinado la pesca, y no es raro ver a los kayapó comprando jabón y pollo congelado en los supermercados.
Durante tres noches Pukatire llevó a Ropni, a Mekaron-Ti y a Yte-i a nuestro campamento. Se acomodaban en el porche de la escuela y contaban anécdotas fumando sus pipas y bebiendo café, mientras los murciélagos cruzaban volando el cerco mortecino de un fluorescente. «En los viejos tiempos los hombres eran hombres –dijo Ropni–. Los criaban para ser guerreros; no temían morir. No temían sumar hechos a las palabras. Respondían a los rifles con arcos y flechas. Murieron muchos indios, pero también muchos blancos. Así me formé yo: en la tradición guerrera. Nunca he tenido miedo de expresar lo que creo. Nunca me he sentido humillado ante los blancos. Tienen que respetarnos, pero también nosotros a ellos. Sigo creyendo que la tradición guerrera no ha muerto. Los kayapó volverán a guerrear si se ven amenazados, pero el consejo que he dado a los míos es que no vayan buscando pelea.»
El día que los jefes partieron hubo cierto papeleo; debían firmar cartas, documentos de la FUNAI para autorizar varios asuntos que habían debatido. Mekaron-Ti, tan desenvuelto en el mundo occidental como en el de la selva, firmó con la celeridad de quien ha escrito mil cartas, pero Ropni sostenía el bolígrafo con torpeza. Era llamativo verlo pelearse con las letras de su nombre sabiendo lo expertas que eran aquellas manos en otras habilidades, habiéndolo visto hacer un cinturón de frutos de palmera, insertar un disco labial, tallar una punta de flecha de una cola de raya o enfatizar la oratoria que había labrado un futuro para su pueblo. En el valle del Xingu no se habían conocido manos más capaces, pero en el mundo que exigía pericia caligráfica, el gran jefe era como un niño.
Seis meses más tarde, 26 líderes kayapó se reunieron en Tucumã para firmar una carta en la que se negaban a aceptar más dinero del consorcio que construía la presa: «Nosotros, los kayapó mebengôkre, hemos decidido que no queremos ni un céntimo de vuestro dinero sucio. No aceptamos Belo Monte ni ninguna otra presa en el Xingu. Nuestro río no tiene precio, nuestro pescado no tiene precio y la felicidad de nuestros nietos no tiene precio. Jamás dejaremos de luchar. […] El Xingu es nuestro hogar y vosotros no sois bienvenidos».
No sé cómo, pero corrió la voz: el rostro pálido de orejas sin agujeros iba a subir al monte Kendjam. Eran las dos y media de la tarde. No habíamos llegado ni a la mitad de la pista de aterrizaje y a nuestro equipo de senderismo ya le seguía un grupo de chiquillos. Eran alrededor de 15, unos cuantos chicos y chicas adolescentes y preadolescentes con la cara pintada y provistos de botellas viejas de refresco rellenadas de agua, además de un personajillo vivaracho que no tendría más de cuatro años: descalzo y a su aire, sin padre ni madre que lo atosigase por si se perdía o se lo merendaba un jaguar o le mordía una víbora venenosa o se clavaba las púas y espinas que guarnecían todas las plantas del lugar.
No llevaba nada más que un pantalón corto (a diferencia de mí, que iba con botas, sombrero, camisa, pantalones largos, gafas de sol, crema solar de factor tres millones y tres bandanas para empapar cantidades industriales de sudor). Durante un trecho caminamos en fila, pero luego los chiquillos se adelantaron corriendo para arremolinarse en torno a unos arbustos altos llamados ingas; tiraron de las ramas hacia abajo y cortaron las vainas de los frutos.
A los tres cuartos de hora el camino empezaba a hacerse empinado. La piedra gris de la montaña se erguía ante nuestra vista: paredes cortadas a pico, sin fisuras ni grietas evidentes. Las caras norte, sur y oeste parecían imposibles de escalar, pero la oriental descendía en pendiente hasta perderse en la selva. Los adolescentes subían la pronunciada cuesta entre risas y charlas, saltando por encima de los troncos y colgándose de las lianas. Un estrecho sendero zigzagueaba ladera arriba y atravesaba una hendidura en la que había que izarse a fuerza de palmas sudorosas por encima de una peña lisa.
Una rampa larga conducía a la redondeada cumbre, donde aguardaban los chicos sentados, recortados contra un cielo azul lechoso. Los alcancé por fin, sin aliento. Lagartos de piel gris amarronada correteaban por el suelo. Los niños también correteaban, flirteando sin miedo con el vacío allí donde la roca caía en vertical 150 o 180 metros, si no más. No había barandillas. Ni cartelitos de advertencia. Ni adultos vigilantes. El niño de cuatro años brincaba al borde del abismo, riendo eufórico, como si aquel fuese el día más fantástico del año.
Cuando todos emprendimos el descenso, el pequeño se adelantó corriendo. Yo me descubrí a mí mismo recordando la primera noche tras la partida de los grandes jefes, cuando vino a vernos nuestro guía Djyti y le planteamos una pregunta crucial: «¿Se puede ser kayapó sin vivir en la selva?». Djyti meditó unos instantes, luego negó con la cabeza y dijo que no. Entonces, como si la idea le resultase inconcebible, añadió: «Sigues siendo kayapó, pero sin tu cultura».
En el pasado algunos antropólogos idolatraron la pureza cultural y vieron con malos ojos la introducción de tecnologías modernas. Pero las culturas evolucionan de la misma manera oportunista que las especies (los caballos de los indios de las praderas de América del Norte llegaron con los españoles) y las culturas tradicionales potentes aprovechan las oportunidades que se les presentan, haciendo las adaptaciones que según ellos garantizarán su futuro. Podemos debatir si un hombre que luce tocado de plumas de loro y funda fálica vale más que otro que lleva camiseta de Batman y pantalón corto de deporte, ¿pero cómo negarnos a ver su conocimiento de la fauna y la flora selváticas o el valor indiscutible de unas aguas limpias, un aire puro y el tesoro genético y cultural de la diversidad?
Una de las mayores ironías de la Amazonia es que los extranjeros supuestamente civilizados que pasaron cinco siglos evangelizando, explotando y exterminando a los aborígenes ahora recurren a aquellos primeros habitantes para salvar ecosistemas que hoy se sabe son críticos para la salud del planeta, y para defender zonas esenciales de territorio virgen del apetito insaciable del mundo desarrollado.
Mi pequeño amigo, del que nunca alcancé a saber su nombre, había llegado corriendo a su casa mucho antes de que yo posase mis destrozados pies sobre la pista de aterrizaje. Era de noche. A lo mejor su madre lo había plantado frente a la tele para ver el vídeo de alguna ceremonia kayapó o una telenovela brasileña. Y quizá para él aquel día no había sido distinto de otro. Aun así, era difícil imaginar una vida más perfecta para un niño de cuatro años que la de un kayapó que corre veloz y libre en la selva que llama hogar. Ojalá siga corriendo mucho tiempo.
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