jueves, 27 de marzo de 2014

La puerta por la que EE.UU. expulsa a los mexicanos indocumentados

Enviada de BBC Mundo a la frontera de México-EE.UU.



Es una puerta: tiene el dintel a unos dos metros de altura y el ancho suficiente para dejar pasar a una persona por vez. Como una puerta en una casa cualquiera, que separa la habitación de la sala, aunque ésta se use como vía de salida de Estados Unidos a México.
Por ella son deportados los mexicanos sin papeles una vez que son arrestados por las autoridades estadounidenses: en 2013, fueron 322.600.
Una puerta de hierro fundido, con las costuras mal terminadas y un enorme candado con cadena, oxidada por el viento y la sal del océano Pacífico que se encuentra a apenas unos kilómetros. Pequeña, ridículamente pequeña en comparación con el muro fronterizo que la contiene, que se extiende hasta donde se pierde la vista.

La llaman El Chaparral, o Módulo Whisky-3 en la jerga alfanumérica de las fuerzas de seguridad, y queda cerca de la esquina oeste de la frontera binacional, donde la ciudad californiana de San Diego se encuentra con Tijuana.
Es el último pedazo de suelo estadounidense que verán los deportados mexicanos, los únicos latinoamericanos que -al compartir un borde físico con el país del norte- son expulsados a pie.
Puerta de repatriación en Tijuana

II

Lo que más temor le da a Manuel Fonseca es abrir el buzón de su casa por la mañana.
"Mi vida depende de la carta", dice. Se refriega las manos y respira, muy hondo. "¿Qué hago yo si llega la carta?"
La temida misiva es la que podrían enviarle las autoridades migratorias estadounidenses para estipular el día de su deportación. Puede ocurrir en cualquier momento: le queda menos de un mes de la última extensión que consiguió por vía legal y ya agotó todos los caminos que le sugirieron los abogados.
Este mexicano de rostro enjuto y cejas casi tan anchas como su bigote lleva en ello desde 2010, cuando la policía lo paró por manejar un auto maltrecho que creyeron robado. No tenía licencia: no tiene derecho a una, como le ocurre a muchos de los 11 millones de indocumentados que se estima viven en el país. Manejar sin permiso fue parte de la vida en las sombras que asumió desde que, en 1993, entró ilegalmente a Estados Unidos.
Vivió así hasta que llegó la requisa de los agentes de tránsito: tan pronto detectaron que era un illegal alien -el rótulo con que el gobierno estadounidense identifica a los sin papeles- lo llevaron al centro de detención de Otay, a media hora de su casa en los suburbios de San Diego.
"Yo era azul", dice a BBC Mundo, para explicar el código de colores que rige tras las rejas. Azul son los presos de baja peligrosidad, como la mayoría de los que están allí por delitos de tipo migratorio, puestos a convivir con "los rojos" y "los naranjas", acusados de crímenes más graves.
Fue el azul, la buena conducta, el historial criminal limpio lo que lo ayudó a conseguir una fianza para esperar el resultado de su caso de deportación junto a su mujer Betsabé y sus dos niños, en su casa modesta y prístina, que huele a mango y duraznos recién cortados y está repleta de dibujos infantiles y fotos familiares.
Poner el peso de la casa sobre los hombros de su esposa y perderse las prácticas de fútbol del menor de la familia: no puede ni pensar cómo sería su vida de deportado.
"Dicen que deportan a criminales, gente delincuente... Pero no es verdad, míreme si no a mí".

La presidencia de Barack Obama está cerca de batir un récord: al ritmo que llevan, las deportaciones superarán este año la marca histórica de los dos millones.
Lo que significa que en seis años habrán sido expulsadas de Estados Unidos tantas personas como entre 1892 y 1997, revela la socióloga Tanya Golash-Boza, en un estudio de la Universidad de California en Merced.
"Es probable que el número dos millones ya haya pasado por esa puerta", apunta un portavoz de la Oficina de Inmigración y Aduanas (ICE), que nos acompaña al punto de deportación en El Chaparral.
Y es probable, según dictan las estadísticas, que efectivamente haya sido un deportado de a pie: dos tercios de quienes son expulsados son mexicanos y salen en su mayoría por estas puertas, siete a lo largo de 3.100 kilómetros de frontera.
"También aumentó el número de reincidentes que deportamos (aquellos que ya tienen una deportación anterior), arrestados sobre todo en la zona de la frontera. Y luego están los que son detenidos en el resto del territorio, entre quienes se nota un aumento de los deportados criminales", detalla Rosario Vázquez, director asistente de la Patrulla Fronteriza en San Diego, mientras nos lleva a caminar por el muro de chapas oxidadas, originalmente usadas como planchones de aterrizaje en Vietnam y recicladas aquí fines de los años 80.
Durante su primer período en la Casa Blanca, Obama dictó un cambio de rumbo en la política de deportaciones: desde 2011, debe darse prioridad a los casos de indocumentados criminales, por encima de aquellos que tienen un historial limpio (salvo por la violación de leyes migratorias cometida al entrar sin papeles al país, que se considera un delito administrativo).
A la fecha, el ICE asegura que "la mayoría de los deportados" (59%, en los reportes oficiales) tiene condenas por delitos previos.
Pero los críticos señalan que más de la mitad de esos "deportados criminales" son en realidad responsables de ofensas menores según las cataloga la ley, como el manejar bajo la influencia el alcohol o la violencia doméstica, y que muchos -como Fonseca- quedan atrapados en un intríngulis legal aun cuando las prioridades oficiales hayan cambiado.
Es martes al mediodía, pero podría ser cualquier otro día, a cualquier hora: la puerta de deportación se abre varias veces por jornada, tantas como se imponga. La frecuencia la marca el número de mexicanos que sean traídos hasta la valla desde los centros de detención, en camionetas o autobuses con ventanillas oscuras y rejillas de seguridad para mantener a resguardo al conductor.
La operación comienza con una sucesión de estruendos metálicos: la llave en el candado, la cadena que cae, el chirrido de las bisagras.
No hay más ruidos después: el procedimiento que ponen en marcha los agentes de la Patrulla Fronteriza y el ICE es una coreografía de movimientos mecánicos y repetitivos que se suceden sin que se escuche una voz. Sólo el repicar de la cadena, sacudida por el viento contra la puerta.
Los detenidos bajan de a pares de los vehículos, las manos esposadas y atados a un compañero con cuerdas negras por la cintura o los antebrazos.
Quedan de frente a las chapas, a una nariz de distancia de esa pared que, en muchos casos, habían logrado sortear para vivir su propia versión del sueño americano.
A algunos de los que llegan los atrapó la migraapenas saltaron la valla. Otros, en cambio, fueron detenidos después de años -o décadas- de vivir sin papeles.
Es difícil distinguir unos de otros: la deportación es igual para todos.
Ya sin esposas, un oficial les pedirá que identifiquen sus pertenencias, repartidas en bolsas de plástico. Es todo lo que se llevarán de regreso a casa: un celular, pastillas para la diabetes, un muñeco de peluche, la Biblia, el cinturón. Cordones, muchos cordones en las bolsas: se los quitan al detenerlos, como a cualquier preso, y son deportados con los zapatos sin lazo. Volver a atarlos, descubriré más tarde, es cas un ritual del deportado apena queda en libertad en su país de origen.
A la puerta estrecha del muro se acercan de uno en uno. Un oficial mexicano de sonrisa afable les pide el nombre, anota y les da paso. Cruzado el dintel, estarán de vuelta en México.

'Bienvenidos a casa', dice un cartel en la oficina detrás.

Adjuntamos el enlace, para que puedan conocer la noticia completa....http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2014/03/140320_mexico_eeuu_deportaciones_tijuana_puerta_repatriacion_vp.shtml

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